Un ojo y un instante

Por José Jiménez Lozano (ABC, 23/02/03):

Seguramente, el encanto que tienen o el encantamiento que sobre nosotros ejercen estas estancias holandesas de Vermeer de Delft y los otros, ahora en El Prado, está en el hecho de que nos excita el imaginario o el recuerdo de lo que fue una casa, y de lo que fue un vivir humano apacible y sencillo. Aunque hoy resulte irrealizable para la mayoría, o hasta para todos, porque ya hemos perdido la inocencia, y, con ella, la imposibilidad de vivir así, su icono nos consuela. Es la paz sencillamente, que implica la tranquilidad y la armonía, y, cuando nos las encontramos, aunque sea en pintura, realmente inundan nuestros adentros, pensamos en silencio, y nos hacemos hueco en los cuadros mismos.

Los comentaristas de arte de la escuela sociológica nos han instruido ya respecto a las condiciones socio-económicas en las que se produjo esta pintura, y nos hablan de una sociedad de comerciantes y pequeños burgueses, y, por lo que sabemos, organizada, por cierto, a la vez muy racional y humanamente. Y también se ha explicitado por otros glosadores que esta pintura holandesa del siglo XVII sería la primera pintura de carácter intramundano y laico, que desplazaría en el arte al icono religioso; pero dando por supuesto, desde luego y sin más, que en Occidente haya habido, fuera de un cierto románico, pintura estrictamente religiosa, que no es lo mismo que pintura de asunto religioso, pero naturalista al fin y al cabo.

También se nos ha propuesto, o se nos han leído, las eventuales intenciones alegóricas, moralizantes, o de crítica social de esas pinturas holandesas; y, sin duda, está muy bien todo esto, porque muchas andaderas necesitamos todos para internarnos en los territorios del arte, que tiene sus planicies y sus cimas, su resplandores diurnos y sus noches, sus tierras y sus océanos, y mucho más porque lo específico de él es avisarnos de que hay más realidad que la visible y dada; nos asoma la punta del iceberg de esa otra realidad, y luego nos la cela; nos lleva al país de los sueños, del decir y no decir, o del decir algo y su contrario, o del silencio en el poderosísimo susurro de las cosas.

Las viejas pinturas de cosas, o, antes, llamadas pinturas de silencio tienen un íntimo y absoluto parentesco con estas estancias; y, si en aquellas las cosas estaban como estándose en su ser de cosas, pero guardaban recuerdo del hombre que con ellas había vivido y muerto, o estaban esperando ese tener que ver con los hombres, esto es lo mismo que ocurre ejemplarmente en estas otras pinturas o también estancias de silencio; compañía de hombre son, y compañía de éste reciben, un mismo vivir de esperanza, alegría o desolación comparten: cristalera, lámpara, silla, instrumento de música, mesa, carta, tapete o cazo, vaso o espejo. Y, aun cuando en estos paisajes holandeses, no haya con frecuencia figura de hombre, por el ojo de éste están medidos y trazados, y le esperan..

Vidas apacibles, escenas domésticas, patios, cocinas, recibidores, alcobas, calle, casas. Blas Pascal tuvo una vez un pensamiento: Una ciudad, unos campos, de lejos son una ciudad y unos campos, pero, a medida que nos aproximamos, son casas, árboles, tejados, familias de hierbas, hormigas, hasta el infinito, todo esto se envuelve en el nombre de campo. Y ciertamente, parece que nos está contando lo que veía por un catalejo, a seguido de haber mirado con sus propios ojos desde un lugar alto un paisaje muy espacioso. Pero, si ya cerca del poblado hubiese mirado por el catalejo puesto al revés, o hubiese colocado una lente en una cámara oscura y hubiera sorprendido la estampa que aquella pinta allá dentro, hubiese visto las cosas como Vermeer; porque esto es lo que hizo Vermeer precisamente. Para, luego, él mismo, Peter de Hooch y los otros, mirar también de cerca la pura cotidianeidad, pero con ojo adiestrado a mirar lejanías y cercanías, luces y sombras.

Tienen toda la razón los críticos de arte que nos dicen que no es un azar que el país de Rembrandt y Vermeer sea también el país de quienes han encontrado las leyes de la óptica, y en el que se han inventado el telescopio y el microscopio, instrumentos que amplían o acortan la mirada. Y la disciplinan. Baruch de Spinoza pulía lentes y miraba para comprender el mundo de los hombres e investigar las finas ruedecillas y sus enlaces en el mecanismo del comportamiento humano y de la historia. Así que los holandeses miran, ven, y luego fijan lo que han mirado y visto. Y ésta es la cuestión. La vida se mueve, y, entonces, el pintor capta un instante en medio del fluir del tiempo, y le fija; y de tal modo que parece habérselo robado al tiempo y haberlo sustraído a su desastroso imperio, eximiéndolo y salvándolo. Pero esto ya no es óptica, es arte. El instante captado, sorprendido y suspendido, pero vivo, se hará ya presente para siempre en quien lo mire. Y a quien lo mira le revela y le dice que la vida diaria, y aquellos lugares y cosas en la que ésta se desenvuelve, son una belleza y un enigma, y poseen una significatividad de más vida, la para nuestros ojos invisible, pero no para el ojo holandés ciertamente.

Entonces sabemos que es verdad que vivimos, que las cosas nos acompañan, y nos parece ver y sentir por vez primera la misma luz cotidiana, y que las sombras pueden ser claras. Estamos ya lejos, en efecto, en estas pinturas, de las estancias y las escenas, en las que los rostros, las manos, los vestidos, son vistos a la luz de una candela, de un farol, o de una hoguera. Las pinturas que se componen con ellas, son ya, en sí mismas, una historia dramática, y, aunque no hubiera personajes ni historia pintados, seguiría habiendo drama, porque sabemos lo que es la luz y lo que es la tiniebla, y la especie humana guarda una ancestral memoria del goce de una y del amargor de la otra. Pero, en estos interiores holandeses, la luz que entra por la ventana o por la puerta, es una cosa de silencio más en el cuadro, y está en él derramada, no se precipita o envuelve a las otras cosas y figuras; y la sombra aparece tocada por ella como desde dentro, como en las sombras azules del verano. Y así pasamos de una estancia a otra, a un patio con la puerta entreabierta por cuyo resquicio se ve una calle muy tranquila, y vemos mujeres que leen una carta, o están haciendo labor junto a un niño dormido, o le entregan algo, iglesias habitadas por un sosiego inmenso, plazas, gentes conversando, sombreros redondos en los hombres, cofias y delantales blanquísimos en las mujeres, o el traje negro y la gorguera de blonda, escenas de burdel incluso; y retratos con los que conversamos.

¿Y la técnica? ¡Ah! La técnica es la manera de cómo hay que pintar para que del lienzo se alcen esas estancias y esos hombres y mujeres, y las cosas, redivivos. Y de cómo podemos mirar nosotros con los ojos de esos muertos.

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