Un pacto de Estado por la Universidad española

El contexto mundial en el que vivimos permite realizar una rotunda afirmación: el futuro de la universidad española es también el futuro de España. Desde esta perspectiva, se hace plenamente necesaria la existencia de una nueva ley orgánica que rija sus destinos y que no debe ser vista como una ley para los universitarios sino como una loable iniciativa que busca el beneficio de toda la ciudadanía. Eso significa que un nuevo texto ordenador de la vida académica no debe ser objeto ni de corporativismos académicos ni de estériles polémicas partidistas. Tres son a mi parecer las condiciones que considero nucleares para conseguir una ley que mejore la universidad y cuyo objetivo central es hacer prosperar nuestra sociedad.

Primera: debe ser una ley que alcance el máximo consenso posible en su tramitación parlamentaria. Una institución con tanta transcendencia para nuestras vidas, tan importante para el desarrollo social y territorial y que agrupa a más de 1.600.000 estudiantes y a más de 215.000 empleados, necesita una normal general que le ofrezca estabilidad por su adecuación al cambio de época que estamos viviendo, pero también por su capacidad de perdurar en el tiempo posibilitando entonces la previsión de sus actuaciones hacia el futuro. La universidad es de tiempo largo y requiere estabilidad y perdurabilidad conseguida a través de un amplísimo acuerdo parlamentario y social. Eso sí, la nueva ley debe ser el fruto de un consenso que no sea la mera suma sincrética de opiniones diversas, sino el producto de un modelo reconocible y genéricamente compartido por una amplia mayoría de parlamentarios, universitarios y agentes sociales. Reconozco que la tarea no es fácil, pero en eso consiste el arte de la política: en generar un extenso pacto en torno a un proyecto que no sea una mera agregación de intereses sectoriales.

Segunda: la ley debe ser ambiciosa y abordar los grandes retos que tiene planteados la universidad para servir mejor a la ciudadanía. Y hay cuestiones que no pueden esperar. Si preguntamos a los universitarios, especialmente a los rectores y rectoras que, a mi entender, son quienes tienen una visión más global, ponderada y práctica de la vida académica, creo que estarán de acuerdo en referirse a una financiación basal suficiente, acabar con la precarización laboral de algunos colectivos, renovar unas plantillas cada vez más envejecidas, dotar de mayores recursos y sustraer burocracia a la investigación, estimular la innovación docente, favorecer la transferencia de conocimiento, fomentar la equidad social con más becas y ayudas al estudio, internacionalizar la academia y, finalmente, hacer más eficaz y eficiente la gobernación y la gestión universitaria eliminando las disfuncionalidades y rigideces que actualmente tiene.

Y tercera: se necesita que el mandato constitucional que establece la autonomía universitaria no sea un concepto muerto sino una garantía institucional viva. España es de los países europeos con menos autonomía universitaria. Dejemos que las universidades se responsabilicen de su propio futuro dentro de una ley general que, consignando unas normas que den sentido a la existencia bien definida de un sistema universitario español, al mismo tiempo hagan de la flexibilidad y la pluralidad su bandera. No tengamos temor a la diferencia y a la especialización. A partir de algunas pautas generales indispensables, no tengamos temor a que sean las universidades las que asuman responsabilidades sobre qué personalidad propia quieren tener, cómo se gobiernan, cómo se relacionan con la sociedad, cuál es su oferta docente, cuál su política de personal o cómo aseguran su rendición de cuentas. Necesitamos, en suma, la valentía de los políticos para dar verdadera autonomía a la universidad.

Estamos ante una gran ocasión para que el Parlamento español comprometa una atención prioritaria por esa gran estructura de Estado que se llama Universidad. Una gran ocasión para abordar la necesaria renovación y la adecuada financiación que precisa con urgencia. Lo demandan los ciudadanos de hoy, pero sobre todo lo exigen las futuras generaciones que tendrán que vérselas con un mundo cada vez más complejo, más agresivo y más competitivo.

Ante un reto tan trascendente, parece pertinente solicitar a la comunidad universitaria que tenga confianza en que la renovación es mejor que el conservadurismo, y que haga gala una vez más de saber acompasar sus legítimos intereses corporativos con los generales. Pedir a los agentes sociales que aprovechen la ocasión para ocuparse más y mejor de la universidad, aparcando recelos a menudo injustificados y apostando por una universidad que es también suya y que precisa contar con su apoyo. Y exigir a todas las fuerzas parlamentarias (y a los gobiernos autonómicos) que sean conscientes de que se encuentran ante una verdadera cuestión estratégica y ante una oportunidad que sería imperdonable perder si queremos asegurar para los españoles la máxima prosperidad posible en lo que resta del siglo XXI. Para que nuestras universidades respondan adecuadamente a las exigencias de la ciudadanía y de los tiempos no me cabe duda alguna: necesitamos un Pacto de Estado sobre la universidad que ayude a garantizar el progreso de España.

Roberto Fernández es catedrático de Historia Moderna de la Universitat de Lleida y fue presidente de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) entre 2017 y 2019.

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