Un pacto frente a lo desconocido

Donald Rumsfeld, el antiguo secretario de Defensa de Estados Unidos, es famoso por haber dividido el conocimiento en tres categorías: lo que sabemos, lo que sabemos que ignoramos y lo que ignoramos que ignoramos. La intención de Artur Mas de convocar un referéndum de independencia fuera del ordenamiento jurídico y la respuesta de Rajoy de esperarlo “con la Constitución en la mano” ha sumergido a Cataluña y a España entera en una encrucijada en la que ignoramos lo que ignoramos sobre nuestro futuro. Esta situación, en un momento en el que España depende de la confianza internacional, puede tener un efecto catastrófico para el bienestar de todos. Aquí sugerimos que España debe buscar un pacto frente a lo desconocido, usando la demanda del pueblo catalán como una oportunidad para hacer por fin la inevitable reestructuración del Estado autonómico y del sistema político entero que exige, de acuerdo con todas las encuestas, la gran mayoría de los ciudadanos.

El choque de trenes parece inevitable. Muchos en Cataluña ven la crisis como una oportunidad única para amalgamar una mayoría que vaya desde los independentistas puros hasta aquellos que simplemente prefieren que sus impuestos se queden “en casa”. España aparece agotada, sin ideas ni rumbo, sin plan de futuro más allá de años de ajustes inacabables. Los Gobiernos de Madrid, obsesionados con la política del corto plazo, no ofrecen un proyecto común estimulante. Ante este panorama, cualquier alternativa, aun arriesgada, es tentadora. Y lo es aún más si existen razones objetivas para el descontento. Numerosos catalanes se sienten alineados con un sistema político en el que no participan lo suficiente: España no ha tenido un presidente del Gobierno catalán desde Pi i Margall en 1873. Resulta difícil justificar unas importantes transferencias territoriales cuando los que las pagan tienen un peso menor en el diseño de este sistema.

El problema es que, al transformar unas quejas legítimas que precisan de una solución razonable, en un rumbo a lo desconocido, todos podemos terminar mucho peor de como empezamos. Nuestro argumento es que nadie sabe lo que pasaría el día después de la declaración unilateral de independencia. No ha habido procesos semejantes en Europa Occidental en tiempos contemporáneos. Las experiencias de los países del Este poco pueden decirnos porque se produjeron al mismo tiempo que la transición a una economía de mercado y en unas sociedades muy diferentes. Como la aparición de un nuevo Estado con las circunstancias catalanas no ha ocurrido nunca, ignoramos lo que ignoramos acerca de cómo reaccionaría Cataluña, el resto de España y la Unión Europa.

Por ejemplo, el Gobierno de Madrid se encontraría en una difícil tesitura. Aceptar un referéndum sin mayor queja podría ser interpretado como muestra de debilidad y dar lugar a una carrera a la independencia de otros territorios. El pánico a una cantonalización de España podría empujar a decisiones drásticas de las que pronto nos arrepentiríamos.

De igual manera, desconocemos cómo sería recibida esta independencia por la Unión Europea. ¿Aceptaría Francia como nuevo miembro a un Estado cuyo ideario nacionalista incluye como propio parte del territorio francés? E Italia, ¿aprobaría la adhesión de un Estado que sería un ejemplo para la independencia de su propio norte?

Pero incluso si Cataluña pudiera tener una entrada sin problemas en la Unión Europea, existe el riesgo de una ruptura generalizada de relaciones comerciales y de una lucha incesante por dividir los activos y pasivos de España que nadie puede evaluar en un contexto de fuerte crisis y cuyos costes puedan ser mucho mayores que las tan denostadas actuales transferencias.

Finalmente, el equilibrio de las fuerzas políticas en Cataluña y en el resto de España podría mutar dramáticamente. Los cambios constitucionales profundos en ausencia de un consenso abrumador vienen acompañados, demasiadas veces, de procesos de radicalización social y de políticas económicas populistas que las clases medias terminan pagando más que nadie. Aquellos que creen que pueden cabalgar el tigre del proceso de independencia pueden terminar tragados por el mismo para su posterior lamento.

Toda esta incertidumbre se agrava porque España, y sus familias y empresas estén o no en Cataluña, dependen hoy más que nunca de la financiación exterior. La real amenaza a la soberanía de Cataluña no es España, sino el enorme exceso de deuda acumulada por unos y por otros y que nos acerca a una intervención “dura” de la comunidad internacional. Y si a los españoles no nos queda más remedio que vivir con lo desconocido, los inversores extranjeros tienen muchas alternativas más seguras adonde mover su capital. No hay nada que asuste más a los inversores que la ignorancia de lo que ignoran —el prestar a un país que no saben lo que será a la vuelta de la esquina es inconcebible. Incluso una probabilidad pequeña de un hundimiento de la financiación causado por la independencia es un riesgo demasiado grande para asumirlo conscientemente.

La respuesta obvia es encontrar, entre todos, una solución que nos permita vivir juntos y dejar pasar el tren a lo desconocido sin montarnos en él.

Desafortunadamente, existen tres retos que vencer. El primero es el enquistamiento de las posiciones de cada bando. Para CiU, el retroceso hacia posiciones menos rupturistas es difícil, salvo improbable revés en las elecciones de noviembre, porque frustraría las expectativas creadas en un amplio segmento de la población. Para el Gobierno de Madrid, una negociación franca puede tener un coste tremendo con su electorado y ser casi imposible de financiar en el corto plazo.

El segundo es que en el enfrentamiento, los dos jugadores, los Gobiernos en Madrid y en Barcelona, tienen incentivos, como los emperadores austro-húngaros, rusos y alemanes de 1914, para doblar la apuesta, continuar hasta el final, e intentar que sea el otro el que ceda. Lamentablemente, en estos enfrentamientos terminan perdiendo todos: en 1918, ninguno de los tres imperios citados existía.

El tercero es el actual desprestigio de nuestra clase política: el impulso por el cambio, aun radical, de los “indignados” es muy similar al de los independentistas de nueva cosecha. Ambos surgen de la frustración ante una crisis a la que no se le ve el final y del fracaso de nuestros líderes en lidiar con ella.

Nuestra propuesta es conjuntar la voluntad de las clases medias de Cataluña y del resto de España de evitar el caos con el indudable deseo de cambio de la gran mayoría de los ciudadanos en una nueva organización territorial del Estado. Por un lado sería clave establecer un marco federal que elimine anomalías como el concierto vasco y navarro pero que a la vez incremente a niveles similares al mismo la autonomía de ingresos y de gastos de varios territorios. Cada Gobierno debe ser responsable de sus presupuestos y sus electores de poder juzgarlos con claridad. Debemos tener un debate franco sobre el nivel de transferencias entre territorios que es aceptable para todas las partes a la vez, las autonomías ficticias habrían de consolidarse, sus Gobiernos controlados adecuadamente y sus excesos de gasto y de creación de redes clientelares eliminados de raíz. Todo ello acompañado por un cambio de sistema electoral, introduciendo un fuerte componente mayoritario que permita una apertura de nuestra clase política a la sociedad y una fiscalización de nuestros representantes.

Una vida en común es un esfuerzo de todos, lleno de cesiones y frustraciones, pero las separaciones, sobre todo después de mucho tiempo y cuando nadie sabe las reglas que las van a regir, solo suelen traer más amargura y dolor. Es mucho más sensato sentarse a hablar y encontrar una salida. España, a pesar de nuestra triste coyuntura, ha conseguido mucho en lo económico y en lo político en los últimos 50 años. No lo tiremos por la borda lanzándonos a lo desconocido.

Las opiniones expresadas en este artículo son exclusivamente las de los autores y no representan las de ninguna de las instituciones con las que están afiliados.

Jesús Fernández Villaverde (University of Pennsylvania) y Luis Garicano (London School of Economics).

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