Un pacto por el futuro

Hablamos con frecuencia del paro juvenil. Es lógico, ya que su magnitud (más del 46% de los menores de 25 años) lo convierte probablemente en nuestro mayor problema colectivo. Pero hablamos menos de algunas de sus causas. Por ejemplo, que uno de cada cuatro jóvenes (el 23,6%) abandona su educación sin completar la secundaria superior. Puede que el dato diga poco por sí mismo, pero empieza a preocupar si añadimos que es, con diferencia, la cifra de abandono escolar prematuro más abultada entre los 28 países de la Unión Europea y representa más del doble que en 21 de esos países, de los que 18 alcanzan ya el objetivo oficial de la UE de no rebasar el 10%. De forma consistente con esos datos, seguimos también por debajo del promedio de la UE y de la OCDE (siempre por detrás del rango 30, entre 50 países) en las competencias básicas de lectura, ciencias y matemáticas evaluadas por el programa PISA en escolares de 15 años.

Así las cosas, no es raro que nuestra población adulta sufra luego esas carencias. Las mismas habilidades, medidas por el programa PIIAC en personas de 16 a 65 años, son también claramente inferiores a los promedios OCDE y UE. Sólo un 5% (lectura) y un 4% (matemáticas) de la población española se sitúa en niveles altos de rendimiento, frente a rangos promedio del 13-12% en la OCDE y del 12-11% en la UE. Ocupamos en este ranking el puesto 23 entre 24 países analizados. No es aventurado pensar que una parte de las raíces del desempleo juvenil se encuentra justamente en estos pésimos datos.

El panorama encoge el ánimo de cualquiera ¿Qué debiéramos estar haciendo para afrontarlo? Un reciente estudio de la Fundación Europea Sociedad y Educación y la Fundación Ramón Areces, ofrece algunas pistas. Fortalecer la educación infantil antes de los tres años; establecer un sistema de entrada en la docencia que facilite la adquisición de experiencia; basar la evaluación de los profesores en el valor añadido a los resultados; fortalecer la autonomía de los centros y la capacidad de sus directores; introducir bonos de formación en la educación de adultos. Todas son, entre otras, propuestas de política que recoge el estudio. Muchas de ellas coinciden con recomendaciones de la OCDE y otros organismos.

Los motivos de preocupación se manifiestan con similar claridad en otro ámbito de nuestra peripecia común: el de la investigación, la ciencia y la innovación. Hay áreas de política pública (como la educación, sin ir más lejos), donde el volumen de lo que se gasta no predice los resultados. Éstos dependen, en gran medida, de otros factores. En I+D, por el contrario, existen evidencias sólidas de que el nivel de inversión correlaciona estrechamente con la capacidad de innovación del país. La UE, donde el promedio de gasto de los estados miembros en I+D es del 2,01% del PIB, insta a los países a alcanzar el 3% en 2020, con el objetivo de incrementar el PIB agregado en 800.000 millones de euros y crear 3,7 millones de nuevos empleos. En España, la constante caída del gasto en este campo en los últimos años nos sitúa en un escuálido 1,23 del PIB, lejísimos del horizonte UE y mucho más aún de los países punteros en innovación como Corea o Israel, que superan con creces el 4%. Estamos hoy en el nivel de 2003, lo que supone más de una década perdida en capacidad de innovación.

Sin duda, debiéramos estar hablando sobre cómo, desde el sector público y el privado (la UE recomienda una proporción de 1 a 2 entre ambos, mientras que en España la escasa inversión en I+D de nuestras empresas apenas iguala la menguada inversión pública), pueden articularse políticas que nos permitan superar lo antes posible este retraso y recuperar la distancia que otros países nos llevan en este terreno. No obstante, ni la educación, ni la ciencia, ni la innovación parecen ocupar un lugar preponderante en la agenda colectiva de nuestro país.

Sorprende que nada de esto aparezca en el centro de nuestro debate público ¿No es chocante que la metedura de pata semanal de algún concejal de Madrid, el penúltimo episodio de venalidad en un partido o la enésima gesticulación pomposa de un gobernante catalán monopolicen la atención hasta el punto de hacer desaparecer estos graves problemas de fondo? ¿No es incomprensible que esto ocurra en momentos que parecerían destinados precisamente a discutir y acordar las prioridades comunes? La respuesta es que, por desgracia, la política española lleva tiempo sin incluir al futuro entre sus principales preocupaciones.

Ha escrito Daniel Innerarity que la misión de la política es civilizar el futuro. La expresión resulta especialmente atinada en estos momentos: cuando la acción combinada de la globalización y la revolución digital nos sitúan en un punto de inflexión en la historia del progreso humano. En un libro convertido en clásico en sólo dos años (The Second Machine Age), Erik Brynjolfsson y Andrew McAfee sostienen que estamos justo en ese punto en que la conjunción de los diversos elementos del cambio tecnológico convierte el ritmo de las transformaciones en exponencial. De esa aceleración sin precedentes se derivarán importantes beneficios para el planeta y sus habitantes, pero el tsunami tecnológico va a dejar atrás a economías sin capacidad de innovación y a personas sin la cualificación requerida. Nunca hubo un tiempo mejor –escriben- para un trabajador con habilidades especiales y la educación adecuada. Nunca, sin embargo, lo hubo peor para quien posee capacidades sólo ordinarias, porque los ordenadores, los robots y otras tecnologías digitales están adquiriendo esas capacidades a una enorme velocidad. Esa amenaza nos lleva a la definición que el primer Nobel de Economía, Jan Tinbergen, hizo de la desigualdad como “una carrera entre la educación y la tecnología”. Hoy, para nuestra sociedad, es vital ganar esa carrera.

Tanto la educación como la ciencia y la innovación son inversiones de largo plazo. Benefician a personas que todavía no votan o que, tal vez, aún no han nacido. En cambio, los subsidios, las bonificaciones fiscales, los sueldos públicos, las pensiones, ciertas inversiones o actividades públicas deficitarias favorecen a grupos muy tangibles de interés, con poder de voz e importante peso electoral. Por eso, el sesgo de las políticas públicas en España ha tendido a favorecer a los mayores frente a los jóvenes y niños, a quienes tienen empleo frente a quienes no lo tienen o deben emigrar para conseguirlo, a los instalados frente a los que aún no lo están. Podríamos decir que la mala política se apropia de trozos de futuro para alimentar su control sobre el presente.

Sólo mirando al futuro y encarándolo con ambición podemos reconstruir un contrato intergeneracional que hoy está roto, o profundamente desequilibrado. Éste es el momento de orientar el debate sobre la formación de gobierno hacia un gran pacto por el futuro de nuestro país, de su economía y de su gente. Un pacto capaz de impulsar las políticas que hemos mencionado y otras que necesitamos para ser más competentes, más innovadores, más productivos, más justos y solidarios con las generaciones que vienen detrás de nosotros.

Francisco Longo es profesor y director general adjunto de ESADE Business School and Law School.

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