Un pacto por la autoridad

Parece que por fin va abriéndose camino en España la idea de que la educación necesita un gran pacto. Se trata, sin duda, de una buena noticia. Para que un acuerdo de esta magnitud pueda materializarse, es imprescindible que todas las partes sientan la necesidad de alcanzarlo. Y así debe de ser cuando el primero en proclamar que no estamos ante una "ocurrencia" personal, sino ante algo que "la sociedad misma (...) está pidiendo a gritos" es el propio ministro Gabilondo. Lo dijo con estas palabras en la entrevista que le hizo ABC al mes de acceder al cargo e insistió en ello, mayestáticamente, en su Tercera del pasado 14 de junio: «Sentimos la obligación de responder a la llamada de la sociedad, que reclama este pacto, y que desea que sea realista, concreto y viable».

Una de las razones por las que la sociedad española reclama lo que reclama guarda relación, a qué engañarnos, con los continuos vaivenes a los que ha estado expuesta la enseñanza en las últimas décadas. Me refiero, especialmente, a los vaivenes legales. Demasiadas leyes en tan pocos años. Y, encima, no todas remando en la misma dirección, de modo que, a menudo, lo que una armaba, la siguiente lo desarmaba y la que venía a continuación lo volvía a armar. Pero, aun así, no creo que ésta sea la razón principal de la petición «a gritos» a la que aludía el ministro. El común de la gente no entiende mucho de leyes ni de marcos normativos. Sí entiende, en cambio, de aprobados y suspensos, de repeticiones de curso, de violencia en las aulas, de sanciones que, o no se imponen, o se imponen tarde y mal y quedan sin efecto. Y entiende, sobre todo, de títulos que deberían servir y no sirven, que deberían asegurar el indispensable engarce entre los estudios y la profesión y, por desgracia, ya no lo aseguran.

En definitiva, lo que la gente percibe es que la enseñanza está en crisis. Y que esa crisis, aun cuando tenga, como la económica, características globales, también como la económica afecta mucho más a nuestro país que a cualquier otro del mundo desarrollado. (No en vano, cada tres años y durante semanas, los distintos medios de comunicación airean, con tanta perplejidad como vergüenza propia, los resultados del informe PISA, en los que España aparece siempre cómodamente instalada en el furgón de cola.) Para ver de remediar esta situación, y con vistas a alcanzar el ansiado pacto educativo, el ministro ha sugerido ya algunos ámbitos de reflexión, en torno a los cuales podría empezar a articularse el debate entre todos los sectores implicados. De igual manera, no pocos especialistas han propuesto ya en estas mismas páginas medidas realistas, concretas y viables -y uso aquí los tres conceptos a los que recurría Ángel Gabilondo en su artículo para caracterizar la clase de pacto que la sociedad, a su juicio, reclamaba-. Pero mucho me temo que existe una cuestión previa, sobre la cual, o nos ponemos todos de acuerdo, o esas sugerencias y propuestas, tan prometedoras en su mayoría, actuarán sólo, en el mejor de los casos, como puros emolientes.

Esa cuestión previa es la de la autoridad. La autoridad en un sentido pleno. O sea, la «auctoritas», pero también la «potestas». La que proviene del ejemplo, de la pasión por el conocimiento, de la capacidad de convicción -y de la consiguiente superioridad moral que todo ello entraña-, y la que deriva de la existencia de una relación jerárquica sólidamente establecida, una relación de poder, en la que unos mandan y otros obedecen, por el simple motivo de que unos están allí para enseñar y otros para aprender. No hace falta decir que ambas formas de autoridad son imprescindibles. E interdependientes. Nada puede lograrse, en el campo educativo, si falla la «auctoritas», pero nada puede lograrse tampoco si la que falla es la «potestas».

En este sentido, no hay duda de que uno de los lastres de nuestro sistema de enseñanza consiste en haber pretendido, durante las últimas décadas, ceñir la autoridad a la primera de las dos acepciones. Como si la segunda estuviera de más. Como si, además de inútil, resultara contraproducente. Como si fuera incluso la causa de todos nuestros males. Y esa mutilación del concepto traía aparejada la creencia de que basta con desearlo firmemente -con un ímpetu y una convicción parecidos a los que se emplean en las sesiones espiritistas donde las mesas se levantan y los vasos acaban moviéndose- para que el orden reine en el aula, para que el respeto y la atención sean algo garantizado y para que, en definitiva, pueda impartirse la lección o, en su defecto, darse la clase sin graves contratiempos.

Por descontado, el depositario de esa autoridad cercenada no es otro que el maestro o el profesor. O no debería ser otro. Porque una de las consecuencias más penosas de todo este proceso, y lo que a mi modo de ver impide, a estas alturas, que cualquier forma de pacto pueda llegar a fructificar, es la devaluación imparable de la figura del docente. Lo mismo el maestro que el profesor -aunque este último en mayor medida- han ido perdiendo poco a poco su autoridad, o lo que quedara de ella. Y la han perdido, como quien dice, por los cuatro costados. Se la ha hurtado, en primer lugar, la Administración con sus políticas educativas. Pero también la han laminado los sindicatos de enseñanza, mucho más interesados en defender privilegios de casta que en asegurar el óptimo ejercicio del oficio -de su oficio- y, en consecuencia, de la educación. Y las asociaciones de padres, a las que se ha adjudicado a menudo un papel fiscalizador de la labor docente. Y, en fin, los propios alumnos, que sin comerlo ni beberlo se han encontrado investidos de una autoridad ajena a su condición que les ha llevado a tratar a sus maestros y profesores, las más de las veces, de igual a igual. De ahí que tanto la reciente iniciativa del Gobierno de la Comunidad de Madrid promoviendo una ley de Autoridad del Profesor como las palabras de Don Juan Carlos llamando a «reforzar y prestigiar» su papel en el marco de «un amplio y sólido acuerdo a escala nacional» no puedan ser sino bienvenidas.

Así pues, ese gran pacto educativo que tanto ansía la sociedad española requiere, ante todo, de la dignificación de la figura del docente. Una dignificación que sólo será plena y efectiva si comporta la restitución de la autoridad de la que el maestro y el profesor habían gozado en otro tiempo y sin la que cualquier labor pedagógica carece de sentido. Pero, del mismo modo que los docentes deben sentir permanentemente ese amparo y ese aliento en el ejercicio de su profesión -lo que equivale a decir que el resto de las instancias comprometidas en el proceso educativo tienen que reconocerles, en todo momento y a cualquier nivel, ese papel nuclear-, resulta en absoluto necesario que nuestros enseñantes cuenten con la mejor de las formaciones posibles. Empezando por donde hay que empezar. O sea, por los aspirantes a maestro. O a educadores de primaria, que es como habrá que llamarles, me temo, en adelante. Si quienes emprenden esos estudios no son nuestras mejores cabezas, sino tan sólo las que combinan algo de vocación con un aprobado justillo en el bachillerato y la selectividad, mal andamos.

Y no creo que haga falta recordar qué desenlace nos reserva, en estos casos, el refranero.

Xavier Pericay