Un país no se mide sólo por su poder

Nathaniel, chico saturnino y taciturno, suele ocupar, con un aire de indiferencia o, a veces, de desafío, un asiento en la última fila de mi aula de clase, metido en el fondo de un rincón mal iluminado. Ser heredero de una fortuna de varios millones de dólares –en acciones de la empresa farmacéutica que fundó su abuelo en Massachusetts– conduce poco, supongo, a la preocupación. A veces, empero, lanza preguntas de una agudeza llamativa. La última surgió ayer por la tarde, cuando yo intentaba explicar las grandes líneas de la historia mediterránea. «¿Cómo es que, profesor...», saltó el chico, «si esos pueblos mediterráneos –españoles, italianos, griegos– eran capaces de erigir grandes imperios y civilizaciones han terminado hundidos en el día de hoy y convirtiéndose en casos perdidos?».

La interrupción me sorprendió, porque yo ni estaba pensando en problemas actuales. Hasta aquel momento, los grandes acontecimientos antiguos y medievales me tenían como embrujado. La prosperidad y la civilización –explicaba yo– nacen de intercambios económicos y culturales. Por eso las comunicaciones a larga distancia son condiciones imprescindibles para que se desarrollen tales efectos. El océano Índico fue el mar más precoz de la Historia, en el sentido de haber sido el primero que nutrió las orillas de economías ricas y civilizaciones, debido a las condiciones monzónicas, que aseguran que las navegaciones bajo vela que se aventuren por alta mar sean capaces de volver a casa cuando el sentido del viento cambia. En los sistemas de viento fijo es más difícil iniciar el comercio a gran escala, y el primer mar de ese tipo que sirvió para algo parecido fue el Mediterráneo, tal vez por sus condiciones favorables –su estrechez, su clima relativamente apacible, su falta de mareas. Por eso, insistí: el Mediterráneo ha sido la cuna de una sucesión de grandes civilizaciones y grandes potencias: la griega clásica en la Antigüedad, seguida por la civilización romana; luego en la Edad Media las de la Cristiandad latina y los califatos; y a albores de la Edad Moderna, las de la Italia Renacentista y de la Edad de Oro español. Fue entonces cuando Nathaniel interpuso su pregunta.

Mi instinto me pedía que me apresurara a defender a España, que sigue teniendo un perfil bastante negativo en EEUU. Pero me di cuenta enseguida de que había que darle al chico una contestación honrada, detallada y completa.

En primer lugar, dije, no hay que hablar de pueblos, sino de países. Ningún pueblo tiene un genio especial o privilegiado para desarrollar civilizaciones ni erigir imperios –ni los romanos, ni los españoles, ni siquiera los estadounidenses. Tales logros no proceden de dotes naturales, ni de genes, ni de características culturales supuestamente eternas, sino de los entornos medioambientales y de las circunstancias históricas. Y aun cuando aquellas sean relativamente estables, éstas siempre son volátiles e impredecibles. En segundo lugar, incluso si fuese admisible hablar de los pueblos, éstos cambian. Genéticamente, los griegos actuales –por mucho que digan que son descendientes de Homero o hijos del mismo Zeus– no son los contemporáneos de Alejandro o Platón. Las invasiones y colonizaciones han ido introduciendo elementos transformadores. Por supuesto, los cambios en las poblaciones de Italia desde el Renacimiento o de España desde la Edad de Oro no han sido tantos, pero las circunstancias actuales son muy distintas a las de aquel entonces.

Hacia finales del siglo XVI y principios del XVII, el mundo mediterráneo experimentó una época de decadencia relativa a las nuevas potencias del norte de Europa. Las razones son muy discutidas entre los historiadores, pero a fin de cuentas mandó lo que manda siempre en las economías: la diferencia de precios. Economías en desarrollo, con mano de obra más barata y productos a mejor precio, aprovecharon la oportunidad de vender en los mercados inflados del sur de Europa y del norte de África. La complacencia de los ya ricos cruzó con la competencia de los relativamente pobres. Los norteños hicieron más esfuerzo, los del mediterráneo menos. Los del norte exploraban rutas e iniciaron comercios por los océanos del mundo, mientras que los de sur quedaban metidos en prácticas ya tradicionales. En el norte abundaban recursos naturales poco explotados, mientras que en la zona mediterránea ya estaban medio agotados.

Después de la batalla de Lepanto, en 1572, según Fernand Braudel, el gran historiador del mar nuestro, la preponderancia en el Mediterráneo «no merecería la pena intentar contrarrestarla». Llegaron fletadoras inglesas y holandesas que por menos costosos y más fiables desplazaron a los buques indígenas. Las nuevas potencias del siglo XVII eran Holanda, Suecia e Inglaterra, mientras que España, Venecia, y el imperio otomano cedían su predominancia anterior. «Non è morto il antico valore», proclamó Petrarca a principios del Renacimiento, con evidente certeza. Un par de siglos después, sí parecía haberse muerto. Mientras que en el Renacimiento, la mayor parte de las innovaciones estéticas e intelectuales atravesaban a Europa del sur al norte, las iniciativas de la Ilustración partían desde Edinburgo, Londres, París y Uppsala. Poco a poco, el mar que los hebreos antiguos denominaron «Mar Grande» se convirtió en un remanso atrasado.

Desde luego hay valores que valen más que ser rico y poderoso. España es un país infinitamente mejor ahora que cuando teníamos un gran imperio. Ya no se nos mueren millones de ciudadanos indígenas americanos por falta de medios para controlar las pestes. Ya no oprimimos a pueblos súbditos. Hemos sustituido el Absolutismo por el Estado de Derecho. Las únicas tiranías a las que tenemos que enfrentarmos son las de terroristas, separatistas irracionales y políticos egoístas. Podemos prescindir de guerras continuas. En lugar de luchar contra imperios rivales, dedicamos recursos al Estado de Bienestar, a la investigación, a la educación. No expulsamos a las minorías. No nos hace falta la Santa Inquisición: tenemos nuestros problemas económicos y constitucionales, pero procuramos encontrar soluciones por medio de acuerdos sociales en lugar de imponer conformismo. Ya no disponemos de la plata de Potosí, pero hemos vencido a la pobreza en casa. No tenemos universidades de la fama de la salmantina de la Edad de Oro, pero hemos eliminado el analfabetismo. Falta la espiritualidad de una Santa Teresa, pero somos más tolerantes y respetuosos frente a culturas ajenas.

En cambio, seguimos viendo nacer a grandes genios. España en los siglos veinte y veinticinco, a pesar de su papel modesto en las arenas mundiales, ha seguido produciendo a escritores, artistas, arquitectos y científicos de fama mundial. Si tenemos en cuenta nuevas formas de lo que ha venido a ser alta cultura, tales como cinematografía, cocina, deportes, diseño y moda, la aportación española ha sido desproporcionadamente fértil. Hemos dejado a pagar las batallas y los imperios, pero seguimos financiando la civilización.

Así que no creas, Nathaniel, que el nuestro sea un caso perdido. El concepto mismo de la grandeza, como todas las circunstancias históricas, se cambia con el tiempo, y ya nos está permitido otro tipo de grandeza que la de la época de los conquistadores. Ni creas tú ni ningún conciudadano tuyo de EEUU que la grandeza está garantizada. El mediterráneo no volverá a recuperar su historia antigua ni medieval, pero hoy en día compartimos nuestro propio mare nostrum: el Atlántico del Norte, alrededor del cual los norteamericanos y los europeos occidentales congregamos para defendernos e intercambiar cultura –como lo hacían los griegos clásicos, o los romanos de la Antigüedad, o la civilización latina de la Edad Media, al borde de su mediterráneo. Y ese mundo del Atlántico del norte se halla ahora ante retos muy semejantes a los que desafiaron al mundo mediterráneo a raíz de la Edad Moderna. Hay economías en desarrollo en China, la India, y en otras zonas de Asia, África y Latinoamérica, donde los precios son más bajos, la mano de obra más flexible, los recursos naturales más abundantes y menos explotados, la competencia más aguda y la complacencia desconocida. Ten miedo, Nathaniel, de que tus hijos no pregunten a un profesor: «¿Cómo es, profesor, que los estadounidenses que tanto alcanzaron con su imperio y su civilización en el siglo XX han terminado fracasados, y convirtiéndose en un caso perdido?».

Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame.

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