Un Papa, un pueblo, una Iglesia

Por Antonio Montero. Arzobispo de Mérida-Badajoz (ABC, 01/05/03):

Del Cónclave que eligió a Juan Pablo II no ha habido, que yo sepa, filtraciones dignas de crédito. Se conservan, en cambio, un par de anécdotas, preciosas y significativas, divulgadas más tarde por el propio Papa Wojtyla, en unos apuntes autobiográficos publicados por él mismo. Cuando los cardenales entraron en la Sixtina para el que vislumbraban como el último escrutinio, uno de ellos, Maximiliano de Fürstenberg, que fuera rector suyo, cuando residía de estudiante romano en el Colegio belga, le dijo cariñosamente al oído: «El Maestro está aquí y te llama». Eran las palabras evangélicas que, el día de la resurrección de Lázaro, le dijo Marta a su hermana María. La segunda anécdota, la protagonizó, a la salida, el primado de Polonia, Esteban Wishinski, su hermano mayor, mentor y padrino: Karol, le dijo, Dios te ha elegido para que introduzcas a su Iglesia en el siglo XXI, en el tercer milenio cristiano.

El nuevo Papa tenía a sus espaldas un curriculum vitae rigurosamente excepcional. Nacido en Wadowice (Cracovia) en 1920, fue sacerdote a los 26 años, obispo a los 38, arzobispo a los 44, cardenal a los 47 y Papa a los 58. Huérfano precoz de madre, fue educado por su padre en la fe viva y la ejemplaridad cristiana. En plena Guerra mundial, aplastado su país por la bota soviética, Karol vivió, no obstante, entre los años 40-46, una juventud a tope, trabajando rudamente en la cantera de la planta química Solvay, matriculado a ocultas en la Facultad de Teología, enrolado en un grupo teatral como actor y como autor de cualidades relevantes, sin olvidar tampoco el alpinismo y el esquí, que ha venido practicando hasta hace poco.
Dos hombres modelaron su espíritu en este proceso: el uno, seglar, sastre de su pueblo, Jan Tryanowski, hombre místico y apóstol de juventudes, que lo introdujo en los escritos de Santa Teresa y San Juan de la Cruz; el otro, su Arzobispo Monseñor Sapieha, que lo alojó en su propia casa con otros seminaristas, y guió sus pasos hacia el sacerdocio. Siguen luego su ordenación sacerdotal, sus viajes por la Europa libre y su doctorado en Roma con la tesis sobre San Juan de la Cruz. Del 48 al 64, intensa vida sacerdotal, profesor en la Universidad, animador de jóvenes, guía de matrimonios, escritor de renombre sobre temas familiares.

Estas parcelas de su programa pastoral las siguió cultivando como obispo, arzobispo y cardenal, imbricado a la vez muy a fondo en la problemática de su país bajo el régimen comunista de Gomulka, en estrecha colaboración y complementarios puntos de vista con el cardenal Wishinsky, dentro del apasionante proceso de la «Ostpolitik» (Política con la Europa del Este), animado desde el Vaticano por el cardenal Tardini. A Wojtyla le quedaba tiempo, en las décadas 60-70, para participar en reuniones con obispos europeos (coincidí con él dos veces), visitar las comunidades polacas en América y seguir al día los avatares de la Europa Comunitaria. Este es su bagaje humano, espiritual, cultural, pastoral, cuando accede al sumo pontificado en otoño del 78.

Su mandato como líder religioso mundial a finales del siglo XX y comienzos del XXI desborda los límites de la Iglesia Católica y lo inscribe entre los grandes protagonistas de la historia de nuestro tiempo. Es considerado, junto a Mijail Gorbachov y al presidente Ronald Reagan, en sus campos respectivos, como artífice moral de la caída del muro de Berlín y de la liberación de la Europa del Este. Cien viajes apostólicos a los cinco continentes -28 veces la vuelta al mundo-, ocho Sínodos universales y cinco continentales, un nuevo Código de la Iglesia, un Catecismo universal, millares de nuevos santos y beatos, catorce encíclicas, un magisterio oral y escrito que ronda los treinta volúmenes, etc., etc.

Firme timonel de la promoción, custodia y afirmación de la fe. Es el suyo un magisterio marcado por la tradición de la Iglesia, sin ser conservador a ultranza ni, menos, fundamentalista. De signo abiertamente avanzado en lo social, en su opción preferencial por los pobres, en una defensa firme de los derechos humanos y las libertades públicas, con fuerte acento en la libertad religiosa. Defensor intrépido de la vida humana desde el embrión hasta el encefalograma plano; valeroso en su independencia apostólica ante los poderes de este mundo; con gallardía y humildad para reconocer los pecados históricos de la Iglesia y pedir perdón por ellos a la humanidad; debelador de las guerras y propulsor a ultranza de un trabajo inacabable por la paz. Abierto hasta la tozudez al espíritu ecuménico, a la unidad de las Iglesias y al diálogo interreligioso. En fabulosa sintonía y contagiosa confianza con los jóvenes del mundo entero. De firme esperanza sobre el porvenir del hombre y sobre el puesto de los cristianos en la construcción de un futuro humanista y transcendente.
Todo esto, hasta una entrega sobrehumana, a despecho de atentados y dolencias, del fuego graneado de la crítica o de la incomprensión, de la resistencia física de su organismo octogenario y maltrecho. He ahí al hombre. Llega a España en el despertar turbulento del siglo XXI, que empezó de veras el 11 de Septiembre del año 2001 en Manhattan. Pertenecemos a un pueblo que él conoce bien y que visita por quinta vez. La España de la Constitución del 78, de la Monarquía parlamentaria, de las Autonomías, de los Acuerdos con la Santa Sede, del desarrollo económico y de la plena inserción en Europa y en otros foros mundiales.

Hemos aprobado con nota la andadura democrática, la vigencia de derechos y libertades, la digestión del pluralismo, la convivencia amistosa con otros pueblos. En cambio, nos sigue atenazando el terrorismo; nos acosan las pateras y nos vamos aclimatando a una sociedad multiétnica y pluricultural. Vuestra visita, Santo Padre, tan jubilosa siempre para nosotros, nos pilla con el paso cambiado. Crispado el talante e hinchadas las narices, por mor de un barco pirata y de una guerra mal digerida, que, a más de en el Golfo Pérsico, se ha librado en nuestras conciencias, en las cámaras y en las calles, dividiendo los espíritus, cuarteando una cohesión social, conseguida a precios muy altos. No es éste un momento afortunado, Santo Padre. Bendíganos, alúmbrenos, anímenos, únanos.

En su apretada brevedad, esta visita pastoral del Vicario de Cristo será una gracia singular para la comunidad católica española, sus 80 obispos, sus sesenta Iglesias diocesanas, sus casi cuarenta millones de bautizados; los cuales, a su vez, siguen en su conjunto bautizando a sus hijos; que los inscriben, en casi un 90 por ciento en la clase de religión católica; con dos millones de alumnos en los centros docentes de la Iglesia; y una alta proporción de ciudadanos que contribuyen a su sostenimiento material. Crecen y mejoran nuestros centros asistenciales de niños abandonados, ancianos en soledad, indigentes sin techo, víctimas del sida y de la droga. La comunidad católica trabaja más que nunca en la educación de la fe de sus miembros, en la infancia, adolescencia, juventud y adultez.

Nuestra Iglesia está en calma, para algunos excesiva pero, no hay que olvidar tampoco que el último quinquenio no ha sido ni una balsa de aceite ni un lecho de rosas. Por fallos propios o por imputaciones gratuitas, con tambores de orquestación mediática, hemos padecido campañas de descrédito, con un anticlericalismo paleolítico. De todo salen bienes y hemos procurado orillar el victimismo lastimero.

La presencia activa de los laicos creyentes y comprometidos en nuestras comunidades, no es una guinda de adorno, sino un fenómeno visible, vigoroso y en auge. Es pobre, sin embargo, la visibilidad de la fe en la Universidad, en la cultura, en el mundo del pensamiento y de las letras, en la vida pública, en la juventud. Las crisis de la familia se ceban también en las parejas y en los hogares cristianos. No somos inmunes al pensamiento débil, al agnosticismo perezoso ni a la cultura del vacío. Nos muerde una crisis de vocaciones a la vida consagrada, por el miedo enfermizo a los compromisos permanentes, incluído el del matrimonio.

Los lectores más lúcidos de nuestra realidad, como Olegario García de Cardedal, nos hablan de un otoño en la Iglesia y nos han recordado que el otoño es la estación de la siembra. En la Iglesia de España reina hoy, todo es relativo, la calma y la paz, no de los sepulcros, sino de las bodegas, de los talleres, de las aulas. Los cinco santos que suben a los altares, por vuestra sagrada mediación, Padre Santo, nos estimulan y retan, son memoria gloriosa del siglo XX y valiente profecía del XXI. ¡Denos ánimo, Santidad!

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