Un partido bisagra imprescindible

Terminado el intenso periodo electoral la sociedad española ha demostrado de nuevo una gran madurez a la hora de votar y no se ha decantado por las opciones radicales. Eso sí, corresponde ahora a los partidos demostrar igual madurez para alcanzar los acuerdos necesarios para formar gobiernos estables a nivel estatal, autonómico y local, puesto que los pactos son necesarios y los gobiernos de coalición casi inevitables. En algunos casos, la emoción es mayor que en otros, dado que hay varias alternativas posibles que atraviesan los bloques izquierdas/derechas diseñados un tanto artificialmente durante la larga precampaña y la posterior campaña electoral por motivos estratégicos de unos y otros. Y, sin embargo, pese a esas estrategias polarizadoras, la sociedad española ha insistido en votar mayoritariamente a las opciones menos extremistas político: ahí están para demostrarlo los diputados del PSOE, Ciudadanos y PP en el Parlamento nacional que conforman una cómoda mayoría que sería la envidia de muchos países de nuestro entorno obligados a elegir entre opciones menos fáciles. Lo mismo sucede en el ámbito local y autonómico.

Por supuesto, la española es también una sociedad plural que vota otros partidos incluyendo a los que se declaran contrarios al «régimen del 78», signifique esto lo que signifique. Pero no lo ha hecho de forma mayoritaria. Desde ese punto de vista, los resultados son muy esperanzadores: podemos sentirnos orgullosos sobre todo si nos comparamos con otros países de la UE donde los partidos populistas, nacionalistas y antisistema tienen un peso mucho mayor. Quizá la excepción sea Cataluña, donde la fuerza de las formaciones independentistas es un hecho innegable con la que hay que contar y que distorsiona tremendamente el debate político nacional. En ese sentido, Cataluña es nuestra singularidad. Requerirá mucho tiempo, esfuerzo y sobre todo un debate público mucho más sosegado, así como mucha generosidad y paciencia por parte de los constitucionalistas, lo que no quiere decir volver a transitar por vías de concesiones y apaños ya fracasadas. Y cualquier solución deberá empezar por reconocer que el nacionalpopulismo es un movimiento profundamente reaccionario, aunque en España todavía a algún sector de la izquierda le cueste admitirlo. De ahí que la transgresora oferta de Valls para evitar un alcalde independentista en Barcelona sea tan interesante al poner a los partidos ante el espejo de esa incómoda realidad.

En todo caso, podemos concluir que la ciudadanía no se ha dejado llevar por los extremistas cantos de sirena que se le han lanzado tanto desde los partidos como desde los medios y las redes. La teatralidad y la desmesura es más comprensible si procede de un líder en campaña electoral que si se recoge en el editorial de un periódico de tirada nacional. Es esencial que los medios, y en especial la prensa, no renuncien a su papel de contrapeso de los excesos partidistas en este terreno.

Por otro lado, es evidente que el panorama político con cinco partidos importantes a escala estatal y la presencia de unos partidos independentistas fuertes complica los acuerdos. La única esperanza es que un partido de centro reformista como Ciudadanos se decida a jugar de manera decidida el papel que la sociedad española le ha otorgado, que no es el del liderar el bloque de la derecha (incluso con un PP en horas bajas el famoso sorpasso que también intentó Podemos con el PSOE se ha revelado imposible) sino el de kingmaker o partido decisor de gobiernos y coaliciones. De hecho, éste ha sido el papel que encaja mejor con un programa reformista que exige acuerdos muy amplios a uno y otro lado. Y si bien no ha sido ésta la estrategia seguida en la última campaña electoral (ni durante la campaña que le ha precedido), lo cierto es que el programa de reformas no ha cambiado aunque si lo hayan hecho los discursos. Sigue siendo el mismo programa en el que se basó el fallido acuerdo con el PSOE de 2015 o el apoyo a Rajoy en 2016 o el que ha permitido el cambio de gobierno en Andalucía en 2019. En todos estos casos lo que ha puesto Ciudadanos encima de la mesa -con mayor o menor éxito- es un proyecto que contiene reformas institucionales imprescindibles.

Y las buenas noticias son que, al menos sobre el papel, no ha habido grandes resistencias para asumirlo ni por parte del PP ni por parte del PSOE en el pasado y no hay razones para pensar que ahora vaya a ser diferente. Cierto es que hay que velar por su cumplimiento máxime en aquellas cuestiones -que no son pocas- en las que las reformas propuestas por Cs suponen una merma del poder de los partidos y una reducción de sus redes clientelares como ocurre con las exigencias de la profesionalización del sector público, la independencia de los organismos reguladores, la despolitización del Poder Judicial o la eliminación de duplicidades y gastos innecesarios.

También hay que comprender las lógicas impaciencias de un partido (y de unos dirigentes) muy jóvenes; pero la aceleración de los tiempos políticos que vivimos no debe hacernos olvidar que la aparición de un partido de centro reformista como partido nacional es muy reciente. En cuanto a los temores propios de los partidos bisagra (desaparecer en la irrelevancia, ser absorbidos por el partido mayoritario, etcétera) no parece que, al menos en nuestro sistema, estén demasiado justificados. Los casos de desapariciones traumáticas de partidos políticos en nuestra historia reciente no son tantos, aunque desde luego puedan servir de aviso a navegantes. No obstante los errores que pudo cometer la UCD al comienzo de la Transición, o UPyD más recientemente, no tienen nada que ver con el papel reservado a este tipo de partidos. Por lo demás, nuestro sistema electoral no tritura a los partidos bisagra como ocurre en el Reino Unido. Y si en otros países como en Alemania no hacen falta dado que son capaces de construir grandes coaliciones, en España, por el contrario, una gran coalición de los partidos tradicionales parece inviable como demuestra la dificultad en alcanzar pactos de Estado en materias básicas donde existe un claro diagnóstico, como en educación o en pensiones. Pero eso sólo hace más imprescindible la existencia de un partido de centro reformista que pueda pactar con unos y con otros y sentar las bases para alcanzar este tipo de acuerdos.

Claro está que las negociaciones que haya que llevar a cabo, además de transparentes y públicas -el cambio de cromos, los sudokus o la opacidad siempre son mal entendidas por el electorado aunque tengan un componente mediático de emoción y sorpresa- deben estar basadas precisamente en ese programa de centro reformista, un tanto olvidado en esta campaña electoral. Y, más en particular, en la reformas institucionales. Me refiero a la necesidad de dotar de neutralidad y de profesionalidad a las instituciones, eliminando la ocupación partidista y el clientelismo rampante, lo que supone la posibilidad de contar con instituciones capaces y eficientes y con directivos públicos con experiencia y criterio técnico. O a la necesidad de apostar de forma decidida por la evaluación de las políticas públicas y la rendición de cuentas. Sin olvidar la lucha contra la corrupción y la necesidad de eliminar trabas a la transparencia, regular los lobbies o proteger a los denunciantes de la corrupción.

Todas estas medidas institucionales tienen carácter transversal y son previas a las directrices políticas concretas que en cada caso se adopten. Por ejemplo, antes de saber qué subvenciones o qué deducciones fiscales mantener o revocar, es conveniente evaluarlas para saber si funcionan o no, y es conveniente que las que haya que diseñar e implantar se realicen por personas con capacidad y criterio técnico suficiente. En una sociedad tan compleja como es la nuestra no tener instituciones profesionales y neutrales sólo puede traer consigo ocurrencias y mala gestión en el mejor de los casos y corrupción y clientelismo, en el peor.

Estas institucionales son esenciales. Actuarían como un incentivo poderosísimo para que nuestra gripada maquinaria burocrática consiga arrancar y para utilizar todo su potencial. Es difícil conseguir grandes fines, ya se trate de luchar contra la desigualdad, la pobreza infantil o la despoblación, contando con unos medios obsoletos y en gran medida disfuncionales. Nuestras instituciones presentan grandes carencias faltas de una estrategia de recursos humanos y prisioneras de inercias del siglo pasado, por no mencionar de unos incentivos perversos que muchas veces reprimen el talento y la innovación.

A mi juicio, un programa reformista de estas características es esencial para que nuestro país despliegue su enorme potencial y pueda hacer frente a los grandes desafíos que tenemos como sociedad. Y su puesta en marcha depende en gran medida del papel que decida jugar un partido reformista de centro como Ciudadanos. El que la agencia IDEA de la Junta de Andalucía (la misma de los ERES), por ejemplo, seleccione a sus cargos directivos por convocatoria pública y no a dedo es un buen ejemplo de lo que es posible conseguir: cabe preguntarse si el escándalo de los ERES hubiera podido ocurrir con unos directivos profesionales como los que ahora se están buscando. Probablemente no. Por tanto, Ciudadanos tiene en sus manos un gran poder: el de hacer que las cosas cambien. Y también una gran responsabilidad, porque de las decisiones que adopte estos días dependerá que consiga dar el sorpasso más importante: el del clientelismo y la corrupción.

Elisa de la Nuez es abogada del Estado, coeditora de ¿Hay derecho? y miembro del consejo editorial de EL MUNDO.

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