Un paseo con Francisco Ayala

En recuerdo de Claro Fernández-Carnicero, hombre de bien.

Francisco Ayala, nuestro gran literato, fue también letrado del Congreso de los Diputados y, de un modo u otro, ejerció de tal casi hasta su muerte el 3 de noviembre de 2009. Entró a prestar sus servicios en la Cámara en 1932. Formó parte de una promoción en la que coincidió con personalidades tan descollantes y de trayectoria vital tan diferente como Gaspar Bayón, José Madina, Joaquín Rodríguez y Jesús Rubio. Compatibilizándolo con sus tareas universitarias y literarias, algo con enorme tradición entre los letrados de las Cortes Generales, pronto se incorporó al quehacer parlamentario republicano, que observa con agudeza y cierto distanciamiento. En sus 'Recuerdos y olvidos' deja huella de ello: «Aunque el servicio era de índole flexible y tan pronto se encomendaba a alguno de nosotros elaborar tal o cual informe acerca de tal o cual cuestión jurídica o investigar los antecedentes de tal o cual otra como se nos pedía estudiar una fórmula para resolver tal o cual problema, por lo regular estábamos asignados en calidad de secretarios técnicos a las varias comisiones parlamentarias, en cuyo seno nos tocaba a veces presenciar escenas bastante grotescas».

El horror de la Guerra Civil decretó un prolongado punto y aparte. Una orden del 10 de marzo de 1939 le impuso la baja definitiva en el cuerpo. Tuvieron que ser los saludables aires de la Transición que empezaban a soplar los que restañaran parcialmente el despojo. El 25 de noviembre de 1975 la Mesa de las Cortes Españolas, todavía las franquistas, acordó su reingreso en el servicio activo como letrado. La historia garabateó aquí otro de sus bucles: el oficio correspondiente está firmado por el entonces letrado mayor, Felipe de la Rica, firmante de las oposiciones de 1932, y con el procedimiento seguido para llegar a este resultado satisfactorio tuvo que ver su compañero de promoción Gaspar Bayón.

Con el paso del tiempo no perdió el contacto con sus compañeros. Frecuentaba las celebraciones corporativas y disfrutaba con ellas. Una hermosa prueba de ello es una foto tomada bajo la estatua de Cervantes de la plaza de las Cortes en una luminosa mañana de la primavera madrileña. Un nutrido grupo de letrados y letradas, formado por personas tan diferentes y valiosas como, entre otras, Manuel Fraga, Piedad García-Escudero, Manuel Alba, Diego López Garrido, Juan José Pérez Dobón, Helena Boyra, Emilio Recoder, Ignacio Bayón, Fabio Pascua, Alfredo Pérez de Armiñan, Blanca Hernández y Francisco Rubio Llorente, arropa con admiración y cariño al letrado Ayala y a su mujer, Carolyn Richmond.

De esta vinculación con la carrera a la que se enorgullecía en pertenecer constituían un eslabón más los paseos que de vez en cuando el prematuramente desaparecido Claro Fernández-Carnicero y quien escribe dábamos con el maestro. En uno de ellos, el que tuvo lugar el 12 de noviembre de 1998, se desarrolló lo que paso a relatar, ateniéndome con fidelidad a las notas que tomé pocas horas después y que conservo con devoción.

Aquel plomizo día de noviembre empezaba a tener cara invernal. Ayala bajó de su piso con vigor impresionante para sus noventa y cuatro años y se plantó en la calle del Marqués de Cubas quitándole importancia al tiempo adverso.

«Veros me rejuvenece», nos adelantó disipando cualquier duda acerca de lo deseado del encuentro.

Una mesa de un restaurante muy cercano a la iglesia de los Jerónimos nos aguardaba. En el camino no tardó en destilar gotas de su ironía y capacidad de distanciamiento crítico de todo, incluso de sí mismo: «Estoy bien, bien, aunque algo cansado, acabo de llegar de Granada, de un simposio interesante sobre mí, pero duraba mañana y tarde..., sabéis… ¡empiezo a estar un poco harto de ese escritor Francisco Ayala...!», nos dijo.

Enseguida se me hizo presente la sensación de armoniosa mezcla del pasado, presente y futuro que me invadía cuando estaba con él. Ayala era para mí la lograda encarnación de un ubérrimo pasado, un vivo presente y un anticipo perceptivo del futuro. Alentado por ello le formulé algunas preguntas. «Cuando en Buenos Aires leí en 'La Nación' en primera página el asesinato de Calvo Sotelo me dije ya está aquí la guerra, no hay quien la pare»; «Azaña pudo hacer mucho más por evitar la guerra, pero se encerró en su Palacio Nacional, se creyó personificar a lo absoluto la República; se obsesionó por la representación, bastante ostentosa a veces, de la magistratura que creía encarnar. Achacaba al 'paleto' de Alcalá Zamora que no se gastara los créditos presupuestarios de la Presidencia; si son para gastarlos, repetía Azaña», relató con aplomo para añadir que, ante lo que arreciaba, Jiménez de Asúa en su presencia exclamó entre indignado y sorprendido con relación a lo que hacía el presidente de la República: «¡Pero si se dedica a cultivar flores en el Palacio!». El episodio de su primo hermano García-Duarte, diputado socialista, catedrático de Pediatría en la Universidad de Granada, hombre bueno y generoso, nos puso a Claro y a mí los pelos de punta: enteradas las monjitas del pequeño hospital de niños que mantenía de su bolsillo que lo habían apresado y desesperadas por salvarle, corrieron como locas y, en medio de sus gritos de que era pan bendito y que hacía mucho bien, se enteraron de que habían llegado tarde y que ya lo habían asesinado. El pasado siguió presente en la conversación: la amistad en la década de los treinta con Jesús Rubio le llevó en alguna ocasión al círculo falangista que se reunía en los bajos del café Lión, situado en la calle de Alcalá, lamiendo la Cibeles; «vamos a ver lo que dicen estos idiotas», le comentaba el más tarde ministro de Educación de Franco para arrastrarlo hasta allí, según nos reveló.

El presente estaba vivo en un Ayala que en una primera impresión parecía distante del acontecer diario. La distancia no era desconocimiento en su caso: lo de las 'stock options', entonces muy en el debate público («qué fea palabreja», apuntó), es una prueba más de «la poca vergüenza» que cunde en esta época; hoy se ha perdido la vergüenza y el sentido de la medida. «El otro día me pedía por la calle una limosna una señora perfectamente vestida de señorona... nada, que se ha perdido la vergüenza y el propio respeto», comentó resignado.

No tardó en saltar a la escena el futuro entreverado en sus labios con el pasado y el presente, en esa singular combinación que él lograba con tanta naturalidad. No era ajeno Ayala a los nuevos métodos de trabajo y nos habló de sus peleas con su nuevo ordenador; nos confesó que la globalización hacía recapacitar al sociólogo que llevaba dentro; las posibilidades y las limitaciones a las que conducía la explosión de internet le hacían pensar; la rampante superficialidad y carencia de densidad en casi todo y en casi todos, fenómeno tan agravado hoy, le preocupaba y la insustancialidad en la que desemboca tal situación le inquietaba.

La despedida cordial en la puerta de la Real Academia Española, a la que acudía para atender la cita de los jueves, y otra vez el «llamadme, veros me rejuvenece», fue una entrega más de la compenetración de pasado, presente y futuro de la que Francisco Ayala hacía gala.

Luis María Cazorla Prieto fue letrado mayor de las Cortes Generales.

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