Un plan estratégico para España

La política es un espacio público abierto que no requiere de titulaciones. El soporte técnico de la política lo aportan las administraciones públicas servidas por los varios y bien preparados cuerpos funcionariales, que deben desempeñar su labor de manera profesional y aséptica. Este libre acceso a la política se ha confundido habitualmente con la permisividad hacia la ineficiencia de los Gobiernos y de la oposición, la impunidad ante el incumplimiento de los compromisos electorales y la irresponsabilidad frente a errores materiales y éticos. De ahí que muchos ciudadanos comiencen a preguntarse si en la política y, específicamente, en el desempeño de los distintos roles que en ella se desenvuelven, no habría que establecer objetivos y alguna forma de evaluarlos. O en otras palabras, si la gestión empresarial no podría también inspirar la de los intereses comunes por parte de los representantes públicos. En definitiva, si el futuro de nuestro país, en sus distintas vertientes, no debería estar sometido a una especie de gran plan estratégico que, además de fijar logros, establezca los métodos para conseguirlos.

Después del largo período de incertidumbres que hemos vivido —y del que aún no hemos salido— los retos del país, esos objetivos compartidos, parecen claros en su formulación, aunque sean difíciles de conseguir. Es evidente que lo acontecido desde el pasado 20 de diciembre de 2015, en combinación con la permanente tensión secesionista en Cataluña, aconsejaría, con cautela pero con decisión, una revisión de la Constitución de 1978 para evitar, también, algunos maximalismos ideológicos y generacionales que proponen como alternativa un proceso constituyente. Las serias disfunciones que hemos contemplado y la conveniencia de revisar nuestra articulación territorial no solo aconsejan la reforma constitucional, sino que está siendo insistentemente indicada por constitucionalistas y analistas, sin embargo desoídos sistemáticamente por los principales partidos políticos, algunos de los cuales se manifiestan tímidamente inclinados a estudiar iniciativas renovadoras. Una legislatura como la que se adivina —con un Gobierno en minoría y un protagonismo excepcional e inédito del Congreso— es la idónea para, en el equilibrio de fuerzas existentes, reiterar, décadas después, el gran consenso de 1978. Objetivo claro: mejora de nuestra Carta Magna; y procedimiento evidente: inevitable consenso en un nuevo modelo pluripartidista en España.

La sostenibilidad del Estado del Bienestar —sanidad, educación, prestaciones sociales, pensiones, dependencia— requiere un pacto simultáneo o paralelo al de la renovación constitucional e implica necesariamente un acuerdo de gran envergadura. Las prestaciones públicas del Estado no responden ya a políticas partidarias. Uno de los grandes logros de la socialdemocracia —y a la vez uno de sus factores de crisis— consiste en haber universalizado en el espectro ideológico el esencial papel redistribuidor y proveedor de prestaciones sociales del Estado. La crisis ha debilitado esta función estatal, ha impuesto recortes y no ha logrado establecer mecanismos eficientes para evitar que, contradictoriamente, haya aumentado la brecha de la desigualdad y desprotegido a las clases más vulnerables, a la vez que mermado las expectativas de las clases medias. La recuperación del papel del Estado, incluso de las medidas de liberalización que dinamizarían nuestra economía, vuelve a ser una claro objetivo común que sólo se logrará con un consenso transversal, más factible ahora que antes dada la diversidad de fuerzas políticas parlamentarias que convergen en esta aspiración. El Gobierno del Parlamento —por la minoría en que está el Ejecutivo— ampara con más probabilidad abordar este objetivo.

El papel de España en la Unión Europea, en América Latina y con relación a Estados Unidos, así como su proyección futura sobre los mercados asiáticos, sería el tercer gran consenso sobre el que debe trabajarse. La combinación de la crisis económica con la institucional y el largo período de interinidad del sistema político español, han erosionado la presencia española en el exterior. No es un exceso sostener que el menor protagonismo español en la política internacional no resulta coherente ni con la dimensión económica y cultural de España ni con las capacidades de nuestro país, que ha consolidado un ejemplar proceso de internacionalización de nuestras empresas en los sectores más punteros —financiero, energético, gestor de infraestructuras— y que dispone del potencial de un idioma hablado por más de 500 millones de ciudadanos, 40 millones de ellos en los Estados Unidos. La política exterior nacional, entendida en su más amplia acepción, rebasa la estricta de un Gobierno y debe ser de Estado, y, por lo tanto, permanente y sostenida en el tiempo.

Frente a los que estiman que la XII legislatura será un tiempo basura, mero prolegómeno de una nueva convocatoria electoral, hay que hacer de la necesidad virtud y extraer de una correlación de fuerzas parlamentarias sin precedentes en la democracia española la oportunidad de trabajar por unos objetivos estratégicos, que requieren una transversalidad de la que extraerían su fortaleza y permanencia. Ese esfuerzo de consenso, además, resultaría especialmente indicado para que la clase política española recuperase una confianza que ha perdido —como en otros países occidentales—, evitándose así esa quiebra de sintonía que ha favorecido la aparición de fenómenos democráticamente regresivos y de liderazgos populistas que se definen por proponer soluciones sencillas a problemas complejos, utilizando para ello los peores recursos demagógicos.

Se trata, en definitiva, de rentabilizar un tiempo político, diferente a todos los anteriores, que está siendo contemplado con escepticismo cuando se dan las condiciones de plural equilibrio –se acabaron las mayorías absolutas- para obtener logros compartidos que eleven el común denominador de los partidos y aúnen a los ciudadanos en el aprecio de la democracia, no solo por los derechos y libertades que granjea, sino también por la eficiencia en la gestión de los intereses materiales comunes.

José Antonio Llorente es socio fundador y presidente de Llorente & Cuenca.

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