Un plan Marshall árabe

La oleada de rebeliones que barrió el mundo árabe hace dos años resultó avivada por las reclamaciones de libertad, pan y justicia social, pero, aunque las revoluciones derrocaron a dictadores y transformaron sociedades, esos objetivos fundamentales siguen tan distantes como siempre. En realidad, los problemas económicos que afrontan los países de la “primavera árabe” han llegado a ser más apremiantes y representan una pesada carga para sus perspectivas económicas.

En Túnez y Egipto casi se ha duplicado el desempleo y en todo el mundo árabe la inversión extranjera directa ha quedado reducida a cero. Si bien se mantienen los ingresos por turismo, están reduciéndose y sigue habiendo considerables dificultades fiscales, pero la urgencia económica no se refleja en la reacción normativa, que ha sido tremendamente lenta o inexistente.

Este año, el déficit fiscal de Egipto, por ejemplo, superará el 11 por ciento del PIB, pero los dirigentes del país no han avanzado en las negociaciones sobre las condiciones que entrañará un préstamo del Fondo Monetario Internacional. El año pasado, tras la reducción por parte del Gobierno de las subvenciones a los combustibles, no se hicieron reformas suplementarias y, poco después de que el Presidente Mohamed Morsi anunciara un necesario aumento de los impuestos, se aplazó.

Casi todas las instancias políticas interesadas de Egipto, como las de los demás países árabes en transición, reconocen la necesidad de hacer reformas económicas, pero ni los ciudadanos ni las autoridades parecen dispuestos a cargar con los costos sociales y políticos consiguientes. No es de extrañar que en un clima político tenso e incierto, en el que diariamente estallan nuevas crisis, se hayan aplazado repetidas veces las reformas económicas.

Los políticos saben que la estabilización macroeconómica y la cohesión social pueden ser inconciliables a corto plazo. No es probable que en un país como Egipto, en el que el 40 por ciento de los ingresos por habitante van destinados a la compra de comestibles, se acojan con beneplácito los recortes de las subvenciones de los alimentos y de la energía para reducir la tensión fiscal. Así, pues, la política está limitando las medidas encaminadas a fortalecer la hacienda pública. Al mismo tiempo, unas prescripciones demasiados estrictas del FMI amenazan con exacerbar la inestabilidad política, en vista de que los ciudadanos ya no temen salir a la calle para manifestar su insatisfacción.

El actual callejón sin salida en materia de reformas económicas pone de relieve un aspecto más amplio: no se pueden reformar los regímenes fiscal y de subvenciones sin antes reformular el contrato social subyacente, gracias al cual se ha concedido durante mucho tiempo la aquiescencia política a cambio de la distribución de prestaciones sociales, pero en un momento de incertidumbre económica y elevado desempleo esa iniciativa es demasiado arriesgada para un político concreto o incluso para todo un país.

A fin de crear el espacio político necesario para las reformas económicas, los dirigentes árabes deben subscribir un pacto regional en pro del crecimiento –algo así como un plan Marshall– que facilitaría nuevas inversiones importantes encaminadas a reavivar la actividad económica. Resulta mucho más fácil reformar los programas de subvenciones cuando la economía está en expansión.

Además, la creación de unos mercados competitivos es esencial para garantizar un crecimiento sostenible del PIB. Para ello, se deben desmantelar los obstáculos regionales al comercio, que en el mundo árabe son aún mayores que en el África subsahariana. Aceptando el pacto, los países árabes se comprometerían con la reforma de los sistemas de subvenciones y la reducción de las restricciones de los intercambios económicos transfronterizos.

En el mundo árabe se ha pasado por alto durante mucho tiempo la dimensión regional de la prosperidad, pero las débiles vinculaciones regionales limitan las posibilidades de crecimiento de las empresas pequeñas, lo que las obliga a depender de la ayuda del Estado. Aunque los dirigentes árabes citan con frecuencia a Turquía como faro de esperanza, raras veces reconocen que, si este país no hubiera aplicado sinergias regionales, su reciente transformación –al llegar a ser uno de los mercados en ascenso del mundo que crecen más rápidamente tras haber sido “el hombre enfermo de Europa” – no habría sido posible,.

Esas vinculaciones son particularmente importantes para Egipto y Túnez, que tendrán dificultades para reducir el desempleo, a no ser que se reabra el mercado laboral libio, que históricamente ha absorbido migrantes de los países vecinos del África septentrional. Y, si bien la situación de Túnez parece la más prometedora, una asfixiante escasez de inversión está amenazando con desbaratar los intentos de reformas. Al estar Europa empantanada en la crisis, su mayor esperanza son las corrientes de capitales procedentes de los vecinos árabes ricos en recursos.

Además, los países árabes deben incrementar el gasto para el desarrollo. Como los bancos de desarrollo existentes en esa región apenas han hecho de medios de coordinación y compromiso, habría que crear una nueva institución parecida al Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo para que dirigiera una iniciativa regional de ayuda y financiase los costos de la transición económica. Nuevos medios de inversión, como, por ejemplo, los fondos soberanos de inversión y las finanzas islámicas, pueden aportar financiación a empresas necesitadas de crédito.

Al mismo tiempo, los países árabes deben racionalizar las medidas actuales en materia de ayuda. Durante demasiado tiempo, los gobiernos árabes se han limitado a intentar solucionar los problemas exclusivamente con dinero y los países ricos del Golfo han sido los que han subvencionado en realidad los servicios públicos de sus vecinos con problemas. En los dos últimos años, Arabia Saudí ha facilitado más de 3.000 millones de dólares al Yemen. Qatar ha facilitado 5.000 millones de dólares a Egipto desde 2011 y ha prometido otros 3.000 millones más y los Emiratos Árabes Unidos han prometido recientemente facilitar 2.500 millones de dólares a Bahrein, pero la ayuda incondicional sólo sirve para aplazar las reformas, porque debilita las restricciones fiscales, lo que reduce la presión a las autoridades y crea riesgo moral.

La “primavera árabe” ha expuesto las líneas de falla que no sólo se extienden por los países, sino también por toda la región. Así, pues, hay que reformular las relaciones no sólo entre los ciudadanos y los Estados, sino también entre los países árabes. Por encima de todo, ya no conviene dividir a los países árabes entre donantes y receptores o entre unos países ricos en recursos y otros pobres en ellos. La contribución a la recuperación económica de los vecinos y la facilitación de sus transiciones políticas redundará en provecho de toda la región, incluidos los países que no afrontan un amenaza de rebelión.

Adeel Malik is Globe Fellow in the Economies of Muslim Societies at Oxford University. Bassem Awadallah, a former finance minister of Jordan, is CEO of Tomoh Advisory. Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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