Un planeta para todos los simios

Dos nuevas películas estrenadas en este mes –una, un bombazo de ciencia ficción; la otra, un documental revelador– plantean la cuestión de nuestras relaciones con nuestros más cercanos parientes no humanos, los grandes simios. Las dos dramatizan visiones y lecciones que no se deberían ignorar.

La rebelión del planeta de los simios de Rupert Wyatt es la séptima película de una serie basada en la novela  de Pierre Boule de 1963 El planeta de los simios, sobre un mundo poblado por unos simios muy inteligentes. La publicidad de la nueva película afirma que es “la primera película de la historia del cine que no es de animación, cuyo protagonista es un animal sensible y que está contada desde el punto de vista de él”. Sin embargo, no se utilizaron simios vivos.

En su lugar, “la tecnología de captación facial”, originalmente inventada para la película Avatar, permite a un actor humano, Andy Serkis, desempeñar el papel del chimpancé Caesar, pero no vistiéndose con traje de tal, sino logrando transformar todo gesto y movimiento facial, incluso la contracción de una ceja, en el movimiento de un simio.

Cuando hablé con Wyatt el mes pasado, reconoció que había razones prácticas para no utilizar a simios reales en su película, pero también entendió la cuestión ética. “Había cosas que yo no quería hacer”, me dijo. “Para lograr que los simios hagan cualquier cosa que queramos, tenemos que dominarlos; tenemos que manipularlos para que actúen. Eso es una explotación”.

La renuencia de Wyatt a participar en la explotación de los grandes simios es comprensible, en vista de que la propia película cuenta la historia de unos simios que se rebelan contra la opresión de unos seres humanos dominantes. El personaje humano principal, Will Rodman (interpretado por James Franco), es un científico que, en busca de un tratamiento para la enfermedad de Alzheimer, hace experimentos con simios.

Muchas películas habrían ensalzado a un científico que intentara conseguir ese objetivo y habrían considerado evidentemente justificada la utilización de animales para ese fin. Sin embargo, La rebelión del planeta de los simios retrata a Rodman como, según dice Franco, “una persona fría y aislada”. Sólo cuando los superiores de Rodman suspenden sus experimentos y él se lleva a Caesar, una cría de chimpancé, a su casa, empieza el científico a preocuparse por los demás.  Entonces la trama da otro giro cuando Ceasar llega a ser demasiado grande y agresivo para vivir en un hogar humano y lo llevan a un supuesto refugio para primates, pero que es, en realidad, un vertedero para simios desechados y administrado por unos seres humanos que dan muestras de crueldad para con los animales cautivos.

Por lo que al tratamiento dado a los simios se refiere, gran parte de la película está firmemente basada en la realidad, como la contemplación de El proyecto Nim, documental basado en el libro de Elizabeth Hess Nim Chimpsky: The Chimp Who Would Be Human, demuestra claramente. Nim nació en 1973, en un centro de investigaciones sobre primates de Oklahoma y fue separado de su madre cuando sólo tenía diez días de edad para utilizarlo en un experimento sobre el lenguaje de signos.

Criado como parte de una familia humana, aprendió a utilizar más de 100 signos del Lenguaje Americano de Signos, el utilizado por los americanos sordos, pero fue separado de su primera familia humana y entregado a otros profesores con los que no tenía el mismo tipo de vinculación. Creció, se hizo más fuerte, se volvió más agresivo y empezó a morder a sus profesores.

Herbert Terrace, el psicólogo de la Universidad de Columbia que dirigía el proyecto, decidió ponerle fin y devolvió a Nim al centro de investigaciones sobre primates de Oklahoma. Allí, el mimado chimpancé, que, cuando se le pedía que diferenciara entre fotos de seres humanos y de simios, colocaba la suya entre las de los primeros, fue encerrado en una jaula con otros chimpancés. Demostró su visión de aquella situación al hacer el signo de “fuera” a los seres humanos que pasaban por delante. Nim sufrió otras diversas vicisitudes –y escapó por los pelos de ser infectado con hepatitis como parte de un experimento médico– hasta que al final fue liberado y llevado a un refugio para animales, donde murió en 2000.

En 1993, Paola Cavalieri y yo fundamos el Proyecto de los Grandes Simios, organización dedicada a reconocer que los grandes simios tienen una condición moral propia de su naturaleza como seres autoconscientes que pueden pensar y tienen vidas ricas y profundamente emocionales. Como mínimo, deben contar con el derecho a la vida, la libertad y la protección contra la tortura que concedemos a todos los miembros de nuestra especie, independientemente de sus capacidades intelectuales.

En todos estos años, esa idea ha logrado avances constantes. Desde 2010, la Unión Europa ha prohibido esencialmente la utilización de grandes simios en experimentos. Ahora los experimentos con grandes simios están prohibidos o severamente limitados en Nueva Zelanda, Australia y el Japón. En los Estados Unidos, un grupo bipartidista de miembros del Congreso apoya una legislación para poner fin a la utilización de los chimpancés en investigaciones que afectan a su organismo. En España, una resolución parlamentaria instó en 2008 al Gobierno a conceder derechos legales básicos a los grandes simios, pero el gobierno español aún no la ha aplicado.

Tal vez el estreno de esas dos películas tan diferentes propicie un gran impulso para situar a los grandes simios dentro del círculo de los seres con derechos morales y legales. De ese modo, nuestros parientes más próximos podrían servir para colmar el abismo moral que hemos creado entre nosotros y otros animales.

Por Peter Singer, profesor de Bioética en la Universidad de Princeton y profesor laureado en la Universidad de Melbourne. Entre sus libros, figuran Animal Liberation (“Liberación animal”), Practical Ethics (“Ética práctica”), The Ethics of What We Eat (“El significado ético de lo que comemos”) y The Life You Can Save (“La vida que podéis salvar”). Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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