Un planteamiento erróneo

La decisión de modificar la legislación sobre el aborto, es decir, aquella reforma del artículo 417 bis del Código Penal que despenalizó en 1985 ciertos supuestos de la interrupción voluntaria del embarazo, no estaba en el programa con que el PSOE concurrió a las pasadas elecciones del 9 mayo, aunque sí en el programa socialista del 2004.

Pese a ello, la conclusión de abrir un debate sobre la reforma del aborto obtenida en el último Congreso del PSOE el pasado julio se ha convertido en decisión de promulgar una nueva ley en el 2009 que sustituya a la vigente. Tal premura se debe en parte --se afirma-- a la inseguridad jurídica en que se mueven actualmente tanto las embarazadas que abortan como las clínicas que practican esta intervención. Lo ocurrido en la Clínica Isadora de Madrid o el caso Morín, en Barcelona, han generado comprensibles alarmas. Y en parte también, seguramente, se debe al deseo gubernamental de dar contenido político a una legislatura en que predomina lo económico por razones obvias. De hecho, la oposición, no sin parte de razón, acusa al Gobierno de querer distraer la atención de la opinión pública con un programa alternativo --también se va a debatir el suicidio asistido-- para lanzar una cortina de humo que proteja al Gobierno de las críticas que suscita su gestión de la crisis.

El hecho de no haber incluido la reforma del aborto en el programa electoral plantea dudas sobre la plena legitimidad de la iniciativa. Al tratarse de un asunto éticamente tan sensible e ideológicamente tan punzante, los electores pudieron deducir de tal ausencia que el PSOE había moderado sus afanes reformistas de corte más radical. Y quizá por tener conciencia de esta circunstancia vidriosa, el Gobierno ha decidido emprender la reforma por vía indirecta: reclamando de entrada el mayor consenso parlamentario y designando a un comité de sabios para que efectúe la propuesta legislativa. En lugar de presentar un anteproyecto de ley sobre el que basar las consideraciones científicas y la negociación con las demás fuerzas.

El procedimiento emprendido es poco atinado, no solo porque será ineficaz, sino porque oculta una especie de timidez, fruto quizá de la mala conciencia, a la hora de tomar ciertas decisiones rotundas, que quieren desactivarse antes de que lleguen por completo al terreno de la crítica. En efecto, el único y gran dilema que se plantea a la hora de reformar la legislación sobre el aborto es si se mantiene el actual sistema de despenalizarlo en determinados supuestos --que exista grave peligro para la vida o la salud física o psíquica de la embarazada, que el embarazo sea consecuencia de un delito de violación o que se presuma que el feto habrá de nacer con graves taras físicas o psíquicas-- o si se opta por una ley de plazos. Y la disyuntiva no tiene en absoluto una solución técnica, porque se trata con claridad de una opción política, ideológica y moral. Dicho de otro modo, el comité de sabios podría sin duda asesorar a los legisladores sobre la mejor aplicación de uno u otro modelo pero no tiene autoridad ni ciencia, para elegir uno de ellos.

De momento, todo indica que el Gobierno pretende avanzar hacia una ley de plazos, como las que rigen en la mayoría de los países europeos (Alemania, Austria, Bélgica, Dinamarca, Francia, Portugal, Grecia, la mayoría de los nuevos países comunitarios del Este, etcétera) pero tal designio tropieza claramente con la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) 53/1985 de 11 de abril que convalidó la normativa vigente: el TC consideró entonces que el artículo 15 de la Constitución --"todos tienen derecho a la vida"-- protege también al nasciturus, si bien no de forma absoluta, por lo que se establece un equilibrio entre los derechos del nonato y los de la mujer embarazada.

No será fácil, bajo esta óptica, consagrar la libertad de abortar en las primeras semanas de gestación, además de mantener los tres supuestos mencionados. En estas circunstancias, parece claro que la iniciativa solo sería posible si el TC modificase o ampliase su criterio o si se reformara la Constitución.

Es probable que exista, como parece creer el PSOE, una mayoría social partidaria de tal reforma, a la que se opondrán sin duda los sectores antiabortistas. Y si así lo ve el Gobierno, lo lógico sería que la acometiese sin subterfugios ni rodeos, cargando con la cuota de críticas y de impopularidad que le corresponda. Pero no tiene sentido buscar consensos donde no puede haberlos. Porque es altamente improbable que el PP, que también se debe a su electorado, se sume a la iniciativa, y no es verosímil que no se hayan percatado de ello la ministra de Igualdad y el resto del Gobierno. Así pues, si quieren sacar adelante la mudanza, actúen por derecho y no se oculten bajo la bien intencionada voluntad de converger con quienes en modo alguno van a dar este paso, aunque después --como ya ha ocurrido con el divorcio y el propio aborto-- no se atrevan a desandarlo.

Guárdese, en fin, la noción del consenso para los grandes asuntos de Estado que lo requieren, y actúese en lo demás a cara descubierta, sabiendo, como es lógico, que las decisiones importantes generan adhesión y rechazo a la vez. Es el precio de optar. Y de avanzar.

Antonio Papell, periodista.