Un poco de laicidad, por caridad

Las cosas no pueden seguir igual entre Catalunya y España. Esta es la conclusión más repetida hoy en cualquier conversación sobre la actualidad. Las manifestaciones del 11 de septiembre del 2010 en respuesta a la sentencia del TC, del 2012 por el derecho a decidir, y la cadena del 2013 por la independencia son más que elocuentes. Manifiestan clarísimamente unos mismos sentimientos de agravio y dignidad herida, pero acompañados de una más variada voluntad política de cambio. Leemos y escuchamos propuestas de todo tipo, ante un problema de tanto alcance. Dictámenes de serios consejos consultivos, posiciones políticas de líderes políticos, editoriales de diarios nos ilustran sobre las múltiples facetas del problema. Todos creen tener razón, tanta, que o se la dan o se la tomarán y, aún más, están convencidísimos de conseguir lo que desean. No pretendo ni tendría la capacidad de sopesar las diversas soluciones propuestas. No es hoy mi intención. Querría, modestamente, avanzar algunas consideraciones desde una posición laica, alejada en lo posible, de cualquier fundamentalismo, y desde una cierta experiencia en la evaluación y ponderación del peso relativo de las fuerzas en litigio (catalanismo y españolismo). En mi opinión, los argumentos aportados –diversos en cuanto a seriedad, responsabilidad, credibilidad y respeto para la posición de los discrepantes– se pueden agrupar en dos paradigmas.

En primer lugar están todos los que, en grado diverso, quieren interpretar o forzar, o ambas cosas, todo el grueso de legalidad acumulada y vigente en Catalunya, España, la UE y en el Derecho Internacional. En efecto, desde una legitimidad indiscutible (el principio democrático), exploran, analizan y proponen la circunvalación o superación de legalidades bien contradictorias, al menos formalmente, con la pretensión política que los anima, repito, bien legítima. Una pretensión, el derecho a decidir, incluida la separación, concebida como un tipo de nuevo pacto sinalagmático en el que si una de las partes lo proclama, la otra parte no tiene más remedio que aceptarlo. En segundo lugar están todos los que, agitando amenazadora y restrictivamente la prolija y compleja legalidad vigente, pretenden bien negar la existencia del problema, bien minimizar su alcance y transversalidad, llegando incluso a rechazar la misma legitimidad.

Ahora bien, ambas posiciones, llevadas a la exacerbación extrema, tienen aquel regusto de verdad absoluta que las hace, cuanto más puras y duras se postulan, más frágiles. Del combate de las verdades únicas, la historia ya ha mostrado que nunca ha salido ganando una sola e impoluta. Por eso, a propósito de la repetidísima metáfora del choque de trenes, no habría que olvidar que después del choque ambas máquinas quedan bien abolladas.

Sin embargo, parece que hoy solamente sea posible denunciar el evidentísimo malestar de los catalanes ante el resultado de las impropias políticas de los sucesivos gobiernos de España, como son el brutal desequilibrio fiscal, la agresión lingüística, el abuso de la radialidad en las infraestructuras viarias y del AVE, la ausencia de política industrial para Catalunya o, peor todavía, la antipolítica industrial, si también se califican los treinta últimos años de democracia en Catalunya y España como un puro fracaso, una imposición únicamente española y una vía estéril, lesiva y completamente impracticable para los catalanes ya que no los ha llevado a la cumplida liberación. Igualmente resulta patético leer y oír a estos campeones españoles del inmovilismo que, en nombre de la modernidad y eficiencia posnacional, se declaran no nacionalistas, ignorando que, como Mr. Jourdain de Molière, hablan en prosa sin saberlo.

Como es natural, entre legitimistas y legalistas a ultranza, caben una serie de posturas intermedias hoy por hoy aún difíciles de valorar. Por eso, de nuevo habría que intentar una aproximación pragmática, intermedia y laica entre las dos posiciones que en todo caso debería: a) reconocer el problema y las fuerzas en presencia, b) delimitarlo evitando en lo posible a los metafísicos populistas en ambos sentidos, c) aportar las soluciones acordadas. Produce casi rubor recordar que este modus operandi no es más que la vieja/nueva política de las negociaciones, de los acuerdos y pactos que finalmente cristalizan, más que en función de la razón o angelismo de cada posición, como resultado de la voluntad de reconocimiento y respeto del otro y, por encima de todo, de la correlación de fuerzas en presencia. La negociación tendría que identificar las políticas hasta ahora lesivas para Catalunya (fiscal, lengua, cultura, infraestructuras, industrial, etcétera) y detallar las propuestas de modificación con la radicalidad que se acordara. Sin embargo, lo que es más importante todavía, el acuerdo y la propuesta de cambio tendrían que ser votados y aceptados por la ciudadanía de Catalunya tal como democrática y masivamente ha reclamado, pues ha expresado claramente que quiere decidir su futuro. Los negociadores tendrían que sopesar esmeradamente el paquete democrático que, en su caso, deberían someter a la voluntad mayoritaria del pueblo catalán. Aquí aparece de nuevo, y con toda su virtud, la correlación de fuerzas en presencia. En resumidas cuentas, primero debería producirse el acuerdo, después la validación popular por votación directa y solamente al final la implementación y el desarrollo jurídico.

En efecto, discutir y proponer las más variadas propuestas jurídicas (entre otros, art. 92 CE, art.152.2 CE, nueva disposición adicional 5.ª, hasta llegar a reformas constitucionales) sin un previo acuerdo político que delimite el alcance y el sentido de cada modificación es, en mi opinión, añadir todavía más incertidumbre y ruido a un problema que, todos lo sabemos, es complejo y envenenado. Cualquiera de los remedios jurídicos es, en el momento de formularlo, una caja vacía de contenido político. ¿Quién lo llenará? ¿Cómo? A la incertidumbre del pacto alcanzable desde la más o menos mágica fórmula jurídica, habremos añadido la inseguridad del desarrollo legislativo y la aprobación final del supuesto remedio jurídico. Por eso una discusión jurídica y formal como la que estamos considerando tiene un punto de irreal, incluso de regusto bizantino. Argumentar únicamente sobre soluciones jurídicas (tanto si se trata del binario sí/no al Estado propio como si examinamos las diversas propuestas federalistas, confederalistas, constitucionalistas) conduce inevitablemente a una confrontación dicotómica, empobrecedora o incierta, o las dos cosas, entre legitimidad y legalidad. En el fondo, nadie gana con estos nominalismos jurídicos. Sólo se profundizan las diferencias de forma cada vez más dogmática. De hecho, nos zambullimos en los populismos más irracionales (nosotros buenos/ellos malos o viceversa), y en definitiva entramos en un combate en el que ganar sería como negar al otro.

Escaldado de dogmatismos me permito, modestamente, sugerir a los voluntariosos líderes de la magnífica movilización cívica y política que vive Catalunya un poco menos de fundamentalismo y un poco más de laicidad política. Avezado a seguir defendiendo restos de grandes utopías, me permito volver a recordar que la política, como la naturaleza, tiene horror al vacío y la sempiterna correlación de fuerzas nunca, nunca deja de actuar. Con independencia de la razón de las partes.

Ramon Espasa, exsenador por el PSC-PSOE.

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