Un premio para atajar las causas del hambre

Un trabajador del Programa Mundial de Alimentos carga un saco de alimentos en El Fasher, Darfur.UN Photo/Albert Gonzalez Farran
Un trabajador del Programa Mundial de Alimentos carga un saco de alimentos en El Fasher, Darfur.UN Photo/Albert Gonzalez Farran

El director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos (PMA), David Beasley, advertía hace unos meses y en términos poco ambiguos del impacto de la covid-19 en la seguridad alimentaria global: el mundo se enfrenta a una hambruna “de proporciones bíblicas. (…) No estamos hablando de gente que se va a la cama con hambre. Estamos hablando de condiciones extremas. (…) Si no les hacemos llegar alimentos, la gente morirá”.

En solo unos meses, la población objetivo del PMA se ha disparado un 82%, hasta los 270 millones de personas. En un contexto que podría echar por tierra los avances de dos décadas de lucha contra el hambre, el Premio Nobel de la Paz anunciado hoy constituye todo un espaldarazo. Aunque el PMA es una más de las organizaciones que lidian con los devastadores daños colaterales del SARS-Cov-2, su notable comportamiento permite apuntalar de manera limpia a un sistema humanitario multilateral con actores más radioactivos.

No siempre ha sido así. Durante mucho tiempo este organismo actuó como el brazo armado de los exportadores agrarios de los Estados Unidos, el país del que todavía dependen cuatro de cada diez dólares del presupuesto de la organización. El dumping humanitario de los agroexportadores arrasaba con los mercados locales y oscilaba peligrosamente de acuerdo a los niveles de excedentes en origen.

Durante los últimos años, esta estrategia ha cambiado notablemente. Dejando a un lado que el bueno de Beasley fue en otra vida gobernador republicano de Carolina del Sur, la realidad es que el PMA no es lo que era. Las donaciones en especie se limitaron en 2019 al 17% del total de las contribuciones alimentarias, y la organización ha hecho una apuesta explícita por los mercados locales y regionales como fuente de aprovisionamiento.

Hoy, el verdadero talón de Aquiles del PMA es financiero. Por un lado, el Programa depende absolutamente de contribuciones voluntarias; por otro, estos recursos están concentrados en un puñado de donantes cuyo estado de ánimo es tan variable como las circunstancias.

Si añaden a este cóctel la brecha de financiación provocada por la proliferación de crisis alimentarias, el escenario presupuestario es inquietante: mientras los países más ricos aprueban fondos históricos de auto-rescate, tres de cada cuatro euros del Plan Global de Respuesta Humanitaria a la pandemia esperan todavía financiación de los donantes.

Con todo, el verdadero valor de este premio sería empujar al PMA hacia una estrategia más basada en las causas del hambre que en sus consecuencias. Como ha señalado la ONG Oxfam en una valoración sobre el impacto humanitario de la covid-19, la pandemia es gasolina en un fuego que comenzó en otra parte. En el año 2020 la inseguridad alimentaria del planeta no depende de la caridad de los donantes, sino de la capacidad colectiva para frenar los efectos del cambio climático; la desigualdad en el acceso al empleo y la protección; la perpetuación de conflictos como el de Siria o Yemen; o las ineficiencias de un sistema alimentario roto que abandona al pequeño productor en beneficio de modelos agrícolas insostenibles e inequitativos. En el lenguaje del propio PMA, Saving lives, changing lives (salvando vidas, cambiando vidas), una estrategia que debería salir reforzada con el Nobel.

Y si nada de esto les convence, consuélense pensando que al menos el Programa Mundial de Alimentos no tendrá que devolver a Oslo su premio, de camino al Tribunal de la Haya. No es poco, considerando el historial reciente del Comité Noruego.

Gonzalo Fanjul

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