Un presidente para la Unión

La Unión Europea está desorientada. Camina con un dubitativo y errático paso por un camino lleno de maleza que puede cerrarse definitivamente con la elección de su futuro presidente. Aunque los checos, y su codicioso y farisaico máximo dirigente Václav Klaus (uno más de los que sobran del proyecto europeo) han sido el último obstáculo para la aprobación del Tratado de Lisboa, no es menos cierto que para que la 'gran quimera europea' sea una realidad habría que cambiar innumerables aspectos de la misma, empezando por la defenestración de los Estados cicateros y ególatras que la están destruyendo con sus rapiñas y saqueos interesados. Superado el último escollo, el Tratado puede entrar en vigor a primeros del próximo mes. Previamente, se elegirá al primer presidente de la Unión (Consejo Europeo) de un elenco de personalidades más o menos cercanas al europeísmo que debe impregnar su comportamiento político. Cargadas las tintas contra el presidente checo en no pocos rotativos europeos, debemos recordar que su postura es la de la mayoría de sus compatriotas y que el Parlamento lo eligió como presidente del país. Puntualizaciones interesantes para no caer en el simplismo de creer que, salvo casos como éste, la mayoría de los europeos apoyan el proyecto común. Sería necio, por otra parte, considerar que el euroescepticismo más peligroso para la Unión proviene de los últimos países que se sumaron a la misma, como es el caso de las beligerantes Polonia y República Checa. Varios países de la denominada Europa occidental participan de este triste protagonismo, siendo el paradigma de los mismos una Gran Bretaña que estaría acompañada, a otros niveles, por los países nórdicos e Irlanda. El entusiasmo británico por el proyecto europeo es más aparente que real y así lo refleja su exclusión voluntaria del Tratado de Schengen y de la Eurozona, dos de los principales jalones de la consolidación comunitaria. Si a ello añadimos las particularidades en cuestiones presupuestarias y sociales, siempre a su favor y al margen de los acuerdos generales, y el regocijo disimulado tras el rechazo al Tratado Constitucional de Francia y Holanda, podemos entender el papel de Gran Bretaña en la Unión.

Las realidades citadas y la trayectoria comunitaria de Tony Blair inhabilitan al que hasta hace poco se promocionaba como máximo favorito a la presidencia del Consejo Europeo, una de las principales aportaciones del Tratado de Lisboa. Presidencia que pretende subsanar las carencias de las presidencias rotatorias que han funcionado hasta ahora y que se incluye dentro de la tendencia democratizadora que el citado Tratado ofrece a la realidad comunitaria. La entidad y el significado simbólico del nuevo cargo exige un político totalmente 'fundido' con el proyecto de construcción europea, con los valores del europeísmo más cosmopolita y con una visión global de la Unión, y éste no es el caso de un Blair identificado con George Bush y la guerra de Irak, con sus ideas sobre Oriente Próximo, con su vinculación atlantista por encima de la Unión y de su papel internacional, con quien es en el fondo adversario de la política social y fiscal europea, con quien rechazó una política de empleo común, con quien contribuyó a reducir el presupuesto comunitario, con quien presionó en cuestiones simbólicas como la bandera y el himno de la Unión (al igual que checos y polacos) situándose siempre en contra de la opinión mayoritaria, con quien pertenece a un Estado indiferente, cuando no hostil, a la Unión. Ni sus brillantes discursos europeístas, ni su habilidad para apoyar de boquilla a la Unión, ni el Premio Carlomagno, ni su gran prestigio internacional, compensan este bagaje.

Llegados a esta tesitura, cabe preguntarse por los políticos que tienen alguna posibilidad de presidir la UE y los factores que probablemente incidirán en las posibilidades de unos y otros. El Consejo Europeo que convocará la presidencia sueca la semana próxima, será el foro en el que se conocerá el nuevo líder. Candidatos, autodesignados o barajados por terceros, no faltan. Junto al citado Blair, aparecen con mayores o menores posibilidades, dependiendo de las quinielas, el primer ministro luxemburgués, cabeza visible del partido Popular Social Cristiano, artífice del Tratado de Maastricht, iniciador del Proceso de Luxemburgo y ferviente defensor de la integración europea, Jean-Claude Juncker; el primer ministro de los Países Bajos desde 1992, democristiano y claramente preeuropeo, Jan Peter Balkenende; el ex primer ministro finlandés, socialdemócrata y artesano en el compromiso de su país con la Unión, Paavo Lipponen; el primer ministro danés de 2001 a 2009, secretario general de la OTAN, democristiano y abiertamente favorable al euro y a la integración, Anders Fogh Rasmussen; el primer ministro irlandés de 1997 a 2008, mediador en el acuerdo de paz de Irlanda del Norte, protagonista del crecimiento económico irlandés y de los escándalos de financiación que le salpicaron, Bertie Ahern; el ex presidente español, director del Grupo de Reflexión sobre el futuro de la Unión Europea y ferviente europeísta, Felipe González; el ex presidente polaco Aleksander Kwasniewski; la ex presidenta de Irlanda, Mary Robinson; la política finlandesa, Tarja Halonen; la ex presidenta letona Vaira Vike-Freiberga y, finalmente, un aspirante de última hora, el primer ministro belga y candidato de consenso, Herman Van Rompuy.

De este elenco de nombres, sólo tres tienen posibilidades reales de hacerse con la presidencia, Rompuy, Juncker y Balkenende, y coinciden con los tres países del Benelux que con Alemania, Francia e Italia fundaron la CEE en 1957. Cualquier otro resultado sería una conmoción en los mentideros comunitarios y en las negociaciones de pasillo que se están produciendo en Bruselas. Recordemos que el Tratado de Lisboa crea otro importante cargo, el de Ministro de Exteriores, para el que hay que nombrar representante y que ello se hará en función de la elección del presidente. Si para este cargo se elige a un democristiano, la probabilidad de que un socialista, en una Europa de derechas, sea el Alto Representante de Política Exterior, se reforzará. Los ciudadanos europeos contemplamos con interés esta elección después de la parálisis de la Unión en los últimos años. La ratificación del Tratado de Lisboa es una nueva oportunidad para democratizar la Unión. Lo que ocurra con la presidencia en Bruselas es más importante de lo que parece, sobre todo después de las sospechas que nos asaltan respecto al intento de minusvalorar y desvirtuar las funciones del futuro presidente, potenciando la figura del ya citado Alto Representante de Política Exterior. El Tratado es una nueva oportunidad de acercar la ya lejana Unión a los ciudadanos. La elección de sus primeros representantes también. Si finalmente alguno de los tres candidatos mencionados es elegido, la Europa de la unión política habrá dado un paso más en la batalla que mantiene con la de los mercaderes que representa Tony Blair. La Unión habrá encontrado el camino correcto de su futuro.

Daniel Reboredo, autor de La identidad de la Europa posmoderna.