No pierde ripio. Es presidente de la República, pero también primer ministro, ministro, viceministro, realizador de los grandes eventos mediáticos (¡el 14 de julio!)...; en suma, es un jefe, el jefe de todo lo que se mueve. Y no lo hace demasiado mal, si se trata de demostrar que Francia ha salido de su larga etapa de atonía chiraquiana. A decir verdad, cualquier presidente se hubiera visto obligado a actuar con la misma energía y por la misma razón, pero seguramente ninguno lo hubiera hecho con tanto know how: Nicolas Sarkozy es antes que nada un hombre mediático que sabe pulsar los ambientes. Tampoco ignora que para captar la atención y mantener la tensión hace falta ritmo; ni que hay que cambiar de tema lo más rápidamente posible, porque el espectador (ya no hay ciudadanos, o, mejor dicho, el ciudadano no es su prioridad: a quien quiere llegar es al consumidor de imágenes) se cansa enseguida y porque no hay que darle tiempo para profundizar en las cosas. Como en el cine. Quiero decir como en una película norteamericana: rápida, brutal, con las dosis precisas de violencia, sexo, sentimientos, vulgaridad e ingenuidad. Sarkozy es radicalmente antibrechtiano: no quiere que juzguemos sus actos desde una distancia crítica, quiere una adhesión sin fisuras ni matices hacia todo lo que hace. ¿Su talento? (Porque tiene uno). Haber comprendido que, en el fondo, un presidente moderno no gobierna, sino las apariencias, pues el poder está en otras manos (finanzas, bolsa, medios). Un presidente posmoderno, en suma. Es decir, alguien que manipula el poder en una época en la que casi nadie cree en nada; en la que los valores pueden invertirse sin que eso tenga la menor importancia; en la que los gritos de los oprimidos y los olvidados del progreso son hábilmente sofocados por la sobreinformación mediática; en la que la explicación de la vida política se reduce, en los boletines informativos televisados, a una serie de acontecimientos inconexos, de sucesos a veces escandalosos y a veces trágicos; en la que la capacidad de analizar la realidad, de comprenderla, de actuar sobre ella, está desapareciendo, porque la razón crítica está siendo progresivamente desvirtuada.
Algunos ven en Sarkozy a un cínico que no cree en nada, a un maquiavelista perverso que manipula hasta a sus propios adversarios, a un conservador oculto tras un simpático saltimbanqui. Pero se equivocan. No es Sarkozy quien obliga a sus adversarios a acercarse, son ellos quienes corren hacia él. Muchos se preguntan por qué algunos dirigentes de la izquierda socialista se han precipitado hacia las puertas del Elíseo y por qué otros sólo esperan una llamada. Es porque comparten su análisis de la realidad: no queda gran cosa que cambiar, los márgenes de maniobra son estrechos. Cuando está en la oposición, la izquierda es crítica, pero cuando ocupa el poder, hace la política de la derecha (véase Lionel Jospin). E, inversamente, cuando tiene el poder, la derecha busca el centro (salvo cuando está dirigida por ideólogos neófitos, como Bush o Aznar), por mucho que desde la oposición proclame su conservadurismo.
Luego están las consideraciones personales, que nunca hay que olvidar si se quiere comprender el comportamiento de ciertos políticos que pretenden estar sacrificándose por el bien público. Piensen en Dominique Strauss-Kahn. Es un socioliberal; tiene sesenta años, ha perdido la batalla frente a Ségolène Royal y sabe que nunca será el candidato oficial del Partido Socialista. Más aún: cree firmemente que Sarkozy gobernará por lo menos dos legislaturas, es decir, que tiene al menos para diez años. ¿En nombre de qué ideología, de qué valores, de qué espíritu de sacrificio permanecerá Strauss-Kahn apartado del poder durante diez años, él que sólo vive para el poder? ¿Él, que ha sido humillado por Ségolène Royal? ¡Diez años! Es decir, que si aún confiase en sus posibilidades en la oposición, tendría que resignarse a presentarse a los setenta años... ¿Y Jacques Lang? ¿Y todos los demás, que han perdido la fe? Sarkozy
sabe todo esto. Ha visto a esa camarilla sostener a Ségolène Royal como la cuerda sostiene al ahorcado y le ha bastado -como a Hassan II ayer con "la oposición de su majestad"- tender la mano para que los opositores frustrados se transformen en cortesanos satisfechos.
La posmodernidad en política consiste en comprender que, para muchos profesionales de la política, el atractivo del poder es más importante que la fe en las ideas. ¿Una prueba? El mismo Sarkozy. Permítanme recordar que en su programa de candidato lo mismo apelaba a los padres fundadores de la derecha, de Giscard a Schuman, que a los mártires de la izquierda, de Jean Jaurès a Léon Blum. Todo valía. Ya nadie sabía en qué creía realmente Sarkozy. ¡Y funcionó! Y es que, como diría un gran crítico literario desaparecido, Hans Hubert Jauss, había un "horizonte de expectativas".
¿Qué es un "horizonte de expectativas"? Son impresiones, sensaciones, sentimientos, ideas espontáneas que flotan en el ambiente de toda una época y que algunos escritores consiguen cristalizar en sus obras, dotándolas así de vida y coherencia. Sarkozy ha cristalizado esas expectativas, ha transformado esas aspiraciones difusas en sumisiones sonrientes. Es el escritor cotidiano de esas demandas de poder, o consideración, o reconocimiento, de esas vanidades por satisfacer, de esos narcisismos que halagar. Ha comprendido maravillosamente su época, la significación del individualismo pequeñoburgués triunfante, y es su personificación.
¡Pero que nadie se equivoque! Pues, en lo esencial, nuestro presidente posmoderno es más realista que Sancho Panza y más duro de pelar que cualquier comerciante de bazar. No hará concesiones en sus orientaciones económicas liberales; no retrocederá un milímetro en su autoritario credo sobre moral y valores; seguirá siendo el mejor defensor de la Europa liberal aunque tenga que simular conseguirlo entonando el himno a la "Gran Nación"; seguirá utilizando a la inmigración como chivo expiatorio, aunque para ello tenga que llamar a su servicio en el Gobierno a algunos beurs [jóvenes de origen magrebí nacidos en Francia]; será el fiel aliado de la Norteamérica imperial, aunque para eso tenga que aliarse con Hillary Clinton.
Y no le faltan ideas: quiere un Tratado institucional europeo adoptado por el Parlamento (su mayoría), pero no en referéndum (se encomienda a De Gaulle, pero no a la soberanía popular); quiere una "Unión Mediterránea" sólo para impedir que Turquía entre en Europa y para proponer un "nuevo" enfoque de la "inmigración seleccionada"... En resumen, Nicolas Sarkozy es un presidente que sabe disimular notablemente bien la prosaica realidad tras la representación lúdica de esa misma realidad. Heinrich Heine, observando la vida política del siglo XIX, decía ya: "Danzamos sobre un volcán, pero danzamos". ¿Cuánto tiempo durará la sinfonía sarkozyana?
Sami Naïr es profesor invitado de la Universidad Carlos III. Traducción de José Luis Sánchez Silva.