Un primer ministro para Europa

Después de un agitado semestre de presidencia española, la presidencia del Consejo de la Unión Europea (UE) ha pasado a manos de una Bélgica sin Gobierno. Los que no son expertos se preguntarán, ¿no había acabado ya, con el Tratado de Lisboa, la rotación de presidencias?, ¿de qué ha servido la presidencia española?

España quiso en el pasado semestre poner las bases de una nueva estrategia de crecimiento que sirviese para salir de la crisis. Sus propuestas iniciales en innovación y competitividad fueron descartadas; al arreciar la tormenta en los mercados, España no estuvo en condiciones de liderar las grandes iniciativas como la creación del Mecanismo Europeo de Estabilización Financiera. Trabajó también España para poner en marcha las nuevas instituciones del Tratado de Lisboa, empeño en el que tuvo éxitos importantes como el acuerdo para el Servicio de Acción Exterior, pero en el que se hicieron patentes los desajustes del nuevo sistema, que no resuelve la vieja pregunta de quién habla en nombre de Europa. También quería España que la UE se consagrase como actor político decisivo en la globalización, pero los éxitos logrados con Latinoamérica y Rusia no lograron compensar el mal sabor de boca dejado por el plantón de Obama o por la impotencia en el Mediterráneo. Por último, el Gobierno español se propuso ampliar los derechos de los europeos y europeas, abordando causas justas, pero con muy poco impacto en la sociedad.

Sin embargo, la lista de logros sectoriales es larga e impresionante: bajo presidencia española, y en buena medida gracias al trabajo tenaz de diplomáticos, funcionarios y cargos del Gobierno, se ha adelantado en asuntos que van desde el transporte aéreo hasta las donaciones y trasplantes de órganos. Esto nos indica ya algo del nuevo papel reservado a las presidencias rotatorias: el país que preside se dedica, sobre todo, a presentar algunas iniciativas propias y hacer avanzar los temas en las reuniones sectoriales técnicas, buscando pactos y consensos que permitan llegar a acuerdos. La presidencia significa, por encima de todo, la responsabilidad de evitar que los asuntos queden atrapados en la maraña de comités y negociaciones que caracterizan a una UE con 27 estados. Es inevitable preguntarse si no sería mejor tener a unos cuantos funcionarios más en las instituciones europeas y que fuesen ellos los que, acumulando la experiencia año tras año, hiciesen esta gestión del modo más eficaz.

Poco rédito le va a dar al país que preside la UE el esfuerzo ingente de organización y negociación, ya que tendrá que ceder un poco en su posición para ayudar al consenso, difícilmente podrá completar iniciativas en sólo seis meses, y sus ministros y presidente deberán ceder el protagonismo público a los cargos institucionales de la UE. Para estados mucho menores que España (todos los que presidirán la UE en los próximos cuatro años, salvo Polonia), el esfuerzo será enorme y la recompensa bien poca.

Sería tentador concluir que el Tratado de Lisboa nos ha dejado con lo peor de las presidencias rotatorias sin atreverse a acabar con ellas. Lo cierto es que los estados siguen queriendo dejar su huella en el panorama europeo, y siguen dispuestos a ceder parte de sus recursos para contribuir al mejor funcionamiento de la UE. A la ciudadanía le cuesta imaginarse una UE centrada solo en Bruselas y en unas instituciones a las que considera alejadas, incluso un Parlamento Europeo de elección directa. Después de lo que costó alumbrar este sistema, nadie tiene ganas de sentarse a reformarlo menos de un año después de su entrada en vigor. Y el problema de hablar con una sola voz se dirime menos en lo que queda de la presidencia rotatoria que entre los presidentes permanentes del Consejo, de la Comisión y del Parlamento Europeo.

La mayoría de estados europeos tienen bien resuelta la división entre un jefe de Estado mayormente representativo y buscador de consensos y un jefe de Gobierno que representa el poder político y ejecutivo y habla en nombre del país. Si nos creemos de verdad una Europa fuerte, ¿por qué no pensar que una misma persona ocupe los cargos de presidente del Consejo y presidente de la Comisión, con el apoyo, por lo tanto, de los estados miembros y del Parlamento? De este modo no quedaría duda de quién sería la persona fuerte de Europa, con su ministro de Exteriores que sería la alta representante. Si realmente apostamos por una Europa no centralizada y que se ve representada también por sus estados miembros, ¿por qué no darle al jefe de Gobierno del país que ejerce la presidencia de turno un papel representativo ante la ciudadanía y en el exterior, similar al que juega un monarca o el presidente de una república parlamentaria?

Así dejaríamos claro que las instituciones permanentes de la UE no son una mera representación de la suma de estados, sino un poder político emanado de toda la ciudadanía europea, y, en cambio, cada uno de los estados miembros es también representante de la UE en su conjunto.

Jordi Vaquer, director del Cidob.