Un problema de ciudadanos

El cambio climático, reflejado principalmente en el innegable calentamiento del planeta, es una realidad instalada en nuestra cotidianidad con la omnipresencia mediática del anuncio de una gran marca, algunas de las cuales ya lo utilizan como motivo publicitario. El cambio climático se nos presenta como un mal de dimensiones bíblicas, cuya solución pasa por complicados acuerdos políticos internacionales de los que los ciudadanos somos meros espectadores. Esta percepción es perversa, por errada y porque sólo puede llevar a la inacción de los verdaderos actores en este problema: los ciudadanos.

Reconociendo en esta situación un peligro para la acción efectiva frente a este problema, muchos científicos intentamos presentar el cambio climático como una de las cabezas de una hidra de múltiples cabezas y un solo cuerpo, o causa común, que hemos dado en llamar cambio global. Por cambio global nos referimos al impacto de la actividad humana sobre los procesos fundamentales del sistema Tierra. Las cabezas de la hidra del cambio global incluyen el cambio climático (que va más allá del calentamiento para incluir también, por ejemplo, un aumento global de radiación ultravioleta); las interferencias sobre los ciclos del agua y de los elementos - como nitrógeno, fósforo e hierro- de los que depende la vida; la transformación de la superficie del planeta; la pérdida de biodiversidad y destrucción de ecosistemas, y la introducción de nuevos compuestos sintéticos, creados por la actividad humana, en la naturaleza.

La agregación de estos impactos en un cuerpo común, el cambio global, se justifica en que su causa última es común a todos ellos, siendo el binomio rápido crecimiento de la población humana y rápido incremento en el uso de recursos per cápita, que se podría considerar como el fiel cumplimiento del mandato bíblico "creced y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla, dominad los peces del mar, las aves del cielo y todas las criaturas que pueblan la Tierra" (Génesis 1: 28). Lamentablemente, la Biblia no precisa hasta qué punto hemos de llenar la Tierra y hasta qué punto dominarla. De hecho, los 6.500 millones de habitantes actuales crecerán hasta alcanzar los 9.000 millones hacia mitad de este siglo, una cifra que se sitúa dentro de los cálculos de la población máxima que los recursos disponibles en la Tierra - particularmente el agua- pueden mantener. Este año he calculado, junto con mi colaborador canadiense Yves Prairie, que el crecimiento poblacional hará que la mera respiración humana - difícil de someter a cuotas- llegue a ser una fuente sustancial de emisiones de CO2 a mediados de siglo.

Pero el crecimiento de la población no es, quizá con la excepción de China, una cuestión de decisión política, sino la consecuencia de decisiones adoptadas en el marco privado.

El consumo de recursos per cápita también pertenece, evidentemente, al ámbito privado, aunque las más de las veces no seamos plenamente conscientes de ello. Por ejemplo, el cómputo de nuestro consumo de agua es sólo parcial, pues en éste incluiríamos el consumo de agua doméstico (consumo, cocina, lavado, aseo personal, riego), más quizá el consumo de agua para limpieza urbana. En total, unos 300 litros por persona y día en nuestro país. Pero nuestro consumo de agua es más de diez veces mayor, pues la producción de los alimentos que consumimos requiere más de 3.000 litros de agua por persona y muchos de los bienes que adquirimos requieren agua en su fabricación. Asignamos estos consumos a sectores, como la agricultura, pretendidamente ajenos a nosotros, cuando esos sectores sólo satisfacen nuestra demanda de bienes.

La pretensión de que los problemas derivados del cambio global se deben regular a través de grandes decisiones políticas sitúa el problema lejos del ámbito en el que las actuaciones serían más efectivas: el de los ciudadanos. Por ejemplo, parecería que sólo los países grandes (en población o uso de recursos) cuentan y que los países pequeños, por su escasa contribución a las emisiones globales de gases invernadero, poco pueden hacer. Esa lógica sería equivalente - llevada al extremo- a tolerar el asesinato en países pequeños con el argumento de que poco aportan a las estadísticas globales de crímenes. Lo cierto es que pequeños cambios en nuestro estilo de vida pueden contribuir a paliar los impactos del cambio global. Estos cambios incluyen modificaciones como limitar nuestro consumo de agua, reducir el componente cárnico de nuestra dieta, moderar nuestra descendencia, optar por energía de fuentes renovables, reciclar, caminar en trayectos cortos o usar transportes públicos, limitar los viajes a destinos turísticos exóticos y limitar el número de compuestos químicos sintéticos que consumimos. Pero la plena consciencia de nuestra responsabilidad individual frente al problema del cambio global requiere sobre todo educación e información, pues el grueso de los impactos derivados de nuestro estilo de vida permanecen ocultos y sólo podemos tener un comportamiento responsable como consumidores si contamos con información sobre los impactos derivados de la producción de distintos bienes de consumo. Este aumento de información y educación se ha de acompañar de una mayor consciencia de nuestra responsabilidad ética y moral frente a las generaciones futuras. Basta considerar que el impacto de tan sólo dos generaciones - las nacidas después de la Segunda Guerra Mundial- sobre la biosfera ha sido inconmensurablemente mayor que el impacto acumulado en los miles de generaciones anteriores y condiciona no ya la calidad de vida, sino la mera supervivencia de decenas de generacionesfuturas.En nuestras manos está moderar el consumo, disminuir nuestra huella ecológica y exigir de nuestros dirigentes el liderazgo y la responsabilidad en la toma de decisiones que permitan no ya eliminar el cambio global, objetivo imposible, sino favorecer un nuevo contrato en nuestra relación con la biosfera que atenúe al máximo los impactos y que asegure que nuestros hijos, nietos y las generaciones aún por venir sigan disfrutando de un planeta amable, fuente de vida y bienestar.

Carlos M. Duarte, investigador CSIC-UIB.