Un problema de difícil solución

El binomio igualdad/desigualdad es uno de los conceptos clave que desde siempre han ocupado al ser humano en sus elucubraciones sobre sí mismo. En el curso de la historia, desde Aristóteles hasta el más reciente premio Nobel de Economía, Amartya Sen, han sido muchas las mentes brillantes que se han dedicado a la interpretación de esta idea; numerosos los hombres y las mujeres que han luchado en su nombre, y - quizá- demasiados los políticos que se han apropiado del término de manera, por lo menos discutible. Los economistas, además, no pierden ocasión de recordarnos que, a pesar del crecimiento económico alcanzado, las desigualdades han aumentado a lo largo de las últimas décadas. En Argentina, por ejemplo, el 10% de la población más rica es hoy 40 veces más rico que el 10% de los más pobres. En Lesotho, 100 veces más. Y sin ir tan lejos, en nuestra querida Europa, los habitantes de Londres tienen una renta per cápita cinco veces superior a la de los extremeños. Sin embargo, ¿qué es la igualdad en la esfera de lo económico, político y social? ¿Qué relación existe entre igualdad y justicia? Y, finalmente, por lo que concierne a la justicia redistributiva, ¿qué es lo que habría que repartir de forma igual?

1. En principio, la igualdad (en griego, Isotes;en latín, Aequitis, Aequalitis)puede entenderse como una correspondencia entre dos personas (o grupos de personas) con respecto a una (o más) dimensión (dimensiones). En segundo lugar, apoyándose en la tradición aristotélica, la igualdad puede ser numérica o proporcional. Lo es del primer tipo cuando, por ejemplo, consideramos a las personas como no distinguibles y redistribuimos la misma cantidad de bienes (dinero o libertades) a cada una de ellas. Por otro lado, se habla de igualdad proporcional (o relativa) cuando se reparte una cantidad de bienes (dinero o libertades) a cada uno según sus capacidades o sus méritos o necesidades. Claramente, la igualdad numérica es un caso particular de igualdad proporcional, que puede darse cuando todas las personas son absolutamente iguales, es decir, idénticas. Dado que, por el contrario, nacemos únicos y diversos, es probable que el resultado de una distribución numéricamente igual pueda considerarse no justa. Pensar, por ejemplo, en las consecuencias de repartir el mismo número de calorías diarias indistintamente a niños, mujeres y hombres o a dos personas empleadas en tareas con desgaste físico muy diferente.

2. Llegamos así al segundo punto: ¿qué relación existe entre igualdad y justicia? Muy banalmente, si dividimos un pastel entre cuatro personas adultas y damos a cada una exactamente una cuarta parte del total, esto no exige automáticamente una justificación. Sin embargo, si nos alejamos de tal principio, sí que tendremos que aducir una razón. A partir de la modernidad (cuyos inicios, muy arbitrariamente, ubicaré en el siglo XVII), esta presunción de igualdad deriva del hecho de que cada ser humano es considerado como portador de unos derechos naturales y, por ende, igual entre iguales y digno de igual tratamiento. En la retórica de la Declaración Universal de los Derechos Humanos recordamos que el artículo 1 reconoce solemnemente que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos. En términos más teóricos, finalmente, vale la pena mencionar que, incluso dentro del amplio y variado panorama de la tradición liberal contemporánea, ninguna teoría política de la justicia puede prescindir de la presencia de algún principio de igualdad. En temas de justicia redistributiva, desde Nozick hasta Dworkin, pasando por Rawls, Sen, Nussbaum y Walzer - sólo por citar algunos nombres-, la cuestión central es siempre qué dimensión igualar.

3. ¿Igualdad de qué, entonces? ¿Qué es lo que tendría que repartirse de forma igual para que las personas puedan sentirse verdaderamente iguales entre iguales? ¿Dinero? ¿Renta? ¿Bienes básicos? ¿Libertades? ¿Derechos? Hoy en día - en tiempos del pluralismo filosófico- está de moda usar la expresión igualdad de oportunidades queriendo con eso afirmar que cada persona, cualquiera que sea su nacimiento, sexo, etnia, religión o posición social, pueda poseer de hecho, y no simplemente en apariencia, iguales oportunidades de utilizar la totalidad de sus dotes naturales físicas e intelectuales a fin de desarrollar su propio plan de vida.

En otras palabras, se trata de ampliar el conjunto de las posibilidades concretamente alcanzables por las personas y expandir así sus libertades de elección. Bajo ningún concepto se habla de equiparar los estados finales y resultados alcanzados por las personas. Y esto porque, aunque posmodernos, moralmente seguimos creyendo que, en primer lugar, somos responsables de nuestras acciones; y, en segundo lugar, que es primordial intervenir sobre los elementos instrumentales para nuestras libertades y no sobre nuestras libertades mismas.

Andrea Noferini, Institut Universitari d´Estudis Europeus, Universitat Autònoma de Barcelona.