Un problema excesivo

El de Gibraltar es un problema para España. Un problema al que se le pueden aplicar muchas descripciones según el punto de vista que adoptemos. Es un problema enquistado, que se arrastra nada menos que desde hace tres siglos, y que no se ha conseguido en ese tiempo ni siquiera encauzar razonablemente. Es un problema hiriente, porque toca a la soberanía y a la autoestima que toda nación y todo Estado precisan poseer. Es un problema anacrónico, puesto que constituye un caso bastante evidente de colonialismo que sin embargo no se resolvió en el siglo que le correspondía. Es un problema práctico, puesto que los británicos han formado en Gibraltar un nicho de actividades parasitarias de la economía de la zona. Y así podríamos seguir un buen rato.

Y, sin embargo, creo que para una visión realista de la política la descripción más adecuada para el problema de Gibraltar es la de que se trata de un problema que le viene grande a un Estado como España. Que nos viene grande. Que desborda claramente la capacidad de gestión y solución de que dispone ese Estado. Trescientos años es un tiempo más que suficiente para llegar a esta conclusión inapelable. Y para empezar a deducir de ello las consecuencias oportunas.

Gibraltar nació como problema por la situación de división interna que en 1704 fragilizaba al Imperio español, sometido a un proceso de sucesión en el que las fuerzas políticas y territoriales se habían fragmentado en bandos antagónicos. Y ha podido seguir siendo un problema irresuelto, precisamente, por la fragilidad del Estado, que en ningún momento ha sido capaz de encontrar la fuerza y la determinación necesarias como para hacer de él “un problema de Estado” y aplicarle “una política de Estado”. No se olvide que es, en definición magistral, un “Estado desconcertado”.

Ya de entrada, un Estado sometido a serias tensiones secesionistas en las partes más ricas y desarrolladas de su territorio no se encuentra en la mejor de las situaciones como para abordar el desafío de otra parte que, además, está respaldada por uno de los Estados modernos más fuertes, determinados y hábiles que existen. Admitámoslo, parte de la población española aplaude la postura de los gibraltareños y (como hacía Sabino Arana con los estadounidenses que invadían Cuba) les envía telegramas de adhesión. Y no es una parte cualquiera, sino la única que goza de autoridad moral en materia nacional en España, dada la general asunción de que el sentimiento nacional español es por sí mismo retrógrado y oprobioso, mientras que los periféricos son casos de excelencia moral.

¿Y el resto de la sociedad? Pues, guste o no al gobernante de turno, lo cierto es que contempla el caso de Gibraltar en su mayoría como un problema “antiguo” (¿mejor decir “franquista”?) que no tiene mucho que ver con ella. Si los gibraltareños quieren ser británicos, piensa la sociedad mayoritariamente, ¿qué hay de malo en ello?, ¿por qué no dejarles que sean lo que quieren?, ¿creen ustedes que la población tiene siquiera un conocimiento mínimo de la historia del caso? Y es que malamente se puede esperar que la sociedad española tenga “sentido de Estado” cuando el propio Estado español lo posee tan débil.

Porque esta es la otra cara del asunto. En el tratamiento de la cuestión de Gibraltar toda política española es frágil, sectaria, unilateral y sospechosa. Ninguna crítica a esa política (sea la buenista de Zapatero, la altisonante de Franco, o la exigente de Aznar) será tan fuerte e inmisericorde como la que procede de las propias fuerzas políticas españolas. Este es probablemente el único país del mundo en que en una cuestión de Estado de carácter internacional, se sientan a la mesa definitoria en plan de igualdad con el Estado nada menos que las Cofradías de Pescadores, un par de Ayuntamientos, los sindicatos de turno, un Gobierno regional y algún ecologista despistado.

Bueno, ¿y qué hace un Estado frágil con un problema que “le viene grande”? Porque sucede que, si bien no puede resolverlo, tampoco puede quitárselo de encima por las bravas: se le echarían encima esas mismas fuerzas políticas que ahora le critican por ocuparse de él.

En estos casos, la única solución viable es la de buscar a un tercero que nos resuelva el problema. Da igual cómo lo resuelva, da igual que Gibraltar sea declarado parte de España o que sea declarado independiente, británico, autodeterminado o mediopensionista. Lo importante es que alguien con autoridad intervenga y corte de un tajo el nudo gordiano. Una solución sería encomendarse a la suerte, por ejemplo, jugárselo a cara y cruz con Reino Unido. Pero este nunca aceptaría, lo quiere todo. Entonces, la salida es acudir a una institución supranacional dotada de autoridad, tal que el Tribunal Internacional de La Haya, y solicitarle un dictamen vinculante sobre la cuestión completa. Lo que falle el Tribunal es lo de menos, lo importante es que, por fin, nos habrá quitado de encima un problema que nos viene muy grande. Pero que mucho.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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