Un profesor catalán

Hay momentos en la formación de uno que suponen una especie de conversión, cuando la materia que está estudiando deja de ser una cuestión ajena y se convierte de pronto en una nueva forma de estar en el mundo. Aunque todavía no es del todo consciente de ello, el estudiante se ha transformado para siempre. Iris Murdoch solía recordar cómo le había cambiado la vida un comentario del helenista alemán Eduard Fraenkel, en el Oxford de los años treinta, sobre el Agamenón de Esquilo. Toda su obra novelística y filosófica, decía, podía leerse como un homenaje a ese instante de revelación. Todo aquel para quien el conocimiento, sea de la índole que sea, anima sus días, tiene su anécdota al respecto. En mi caso tuvo lugar durante una clase de Jordi Llovet, en teoría de la literatura, una asignatura de primero, común a todas las filologías de la Universidad de Barcelona en los años noventa. Llovet comentó aquel día un poema de Hölderlin titulado Wie wenn am Feiertage (Tal como en los días de fiesta) y después de leerlo se detuvo en un solo verso: Und was ich sah, das Heilige sei mein Wort (“Y lo que vi, lo sagrado me sea palabra”). A partir de ahí, Llovet hizo una larga digresión sobre el problema de la naturaleza durante el romanticismo temprano, sobre el silencio de los dioses y la espera del poeta. Virtualmente nunca he salido de esa aula.

Un profesor catalánSus clases estaban siempre abarrotadas porque eran, antes que nada, tremendamente divertidas. Como docente, tenía la rara capacidad de enseñar a la vez con autoridad y espectáculo, gracias a ese invencible sentido del humor que siempre le acompaña y que es otra de las tantas rarezas de su idiosincrasia. Más tarde supimos que aquel profesor extravagante tenía una peculiar trayectoria académica que explicaba la excepcionalidad de sus clases. Aunque pertenecía al departamento de catalán, había estudiado hispánicas pero sobre todo se había formado en el extranjero, estudiando filosofía en Frankfurt —donde atendió un seminario de Alfred Schmidt sobre la Fenomenología de Hegel—, luego teoría literaria en París, con Julia Kristeva, y semiótica en Bolonia y Urbino. Como traductor había traído al catalán algunas de las mejores obras de la literatura europea, principalmente las de los autores que más ha estudiado a lo largo de su vida: Hölderlin, Baudelaire, Flaubert, Rilke, Kafka —de quien ha editado en castellano, magníficamente, la obra completa—, Paul Valéry, Thomas Mann o Walter Benjamin. A finales de los setenta, había fundado con Eugenio Trías, Xavier Rubert de Ventós y Antoni Vicens el Colegio de Filosofía, embrión de lo que acabaría siendo, ya en los ochenta, el Institut d’Humanitats, una de las instituciones más nobles de Barcelona, todavía activa y llena de público y por cuyas aulas, bajo el auspicio de Llovet, han pasado los mejores de todo el país, desde Agustín García Calvo y Joan Ferraté hasta Félix de Azúa o Fernando Savater.

Son cosas que él mismo ha contado en Adiós a la universidad (2011), su particular elegía sobre la enseñanza de las humanidades. El libro fue tan celebrado como denostado y sigue siendo discutible porque constituye un acicate para pensar el lugar de las humanidades en nuestros días, más allá de la universidad. Hay en esa autobiografía, de todos modos, una historia subterránea que es la verdaderamente significativa. Incómodo en la tradición política y filológica de su país, Llovet salió muy temprano a completar sus estudios en otras escuelas, adquiriendo unos conocimientos de vanguardia crítica y docente que luego quiso implementar con su lengua y en su propia facultad. Su primera idea fue crear un área de literatura comparada en el departamento de filología catalana, pero se encontró ahí con los recelos de los custodios de las esencias patrias, a quienes todo amago de heterodoxia les sonaba a fascismo. Finalmente se vio obligado a acudir al departamento de medieval, más cercano tradicionalmente al comparatismo y donde pudo fundar la licenciatura de teoría de la literatura que hoy en día es el grado de estudios literarios, el que más demanda tiene entre los estudiantes. Las aulas de filología catalana, a pesar del creciente fervor patriótico de los últimos años, están en cambio prácticamente vacías. Su actitud intelectual, sin embargo, nunca fue bien recibida en la universidad y al final incluso tuvo que dejar la dirección de su departamento por desavenencias con su propio equipo. Y con eso culminó el exilio interior en el que nunca había dejado de vivir.

Ensayista y traductor en catalán, dueño de una prosa de largos periodos —tan bien modulada y llena de incisos como su conversación— pero al mismo tiempo insensible al nacionalismo, fiel discípulo tanto del catedrático de catalanística Antoni Comas como del hispanista José Manuel Blecua, políglota, melómano, bibliófilo y animador cultural en diversos ámbitos, Llovet pudo haber sido el primer crítico literario de Cataluña. Por el contrario, la hostilidad de la universidad, el descrédito creciente de las humanidades en los nuevos planes de estudio, el general deterioro del país y de sus instituciones y la confusión entre lengua e ideología, lo han obligado a refugiarse en el papel, tan sintomático como impropio, del humanista, regresando, por desencanto, a un concepto de autoridad que él mismo había desafiado al principio de su trayecto intelectual.

Poco a poco, Jordi Llovet se ha ido convirtiendo en ciudadano de un país inexistente, acompañado de unos pocos e incondicionales amigos, cada vez más ceremonioso y protocolario en una sociedad sin maneras, dedicado a la lectura y al cara a cara de la palabra viva como principal herramienta hermenéutica. Es ahora un buen momento para agradecerle su labor cívica, tantos años, sobre todo, de enseñanza y atención a los más jóvenes, una entrega resumida en la leyenda evangélica que no deja de repetir: illum oportet crescere me autem minui (“que él crezca y que yo disminuya”).

En la metamorfosis del conocimiento a la que me refería al principio hay un momento en que profesor y alumno se funden en lo que estudian. Hace poco leía una anécdota del gran Leornard Bernstein sobre su maestro, el director ruso Serge Koussevitzky. Koussevitky se ofreció a estrenar The Age of Anxiety, la maravillosa segunda sinfonía de Bernstein, basada en el poema de Auden. En los ensayos, sin embargo, el maestro no acertaba a entender la música y Bernstein tuvo que enseñarle a dirigirla, devolviéndole todo lo que había aprendido de él para hacer juntos otra cosa. Bernstein, al final de su vida, cerraba la evocación con las mejores palabras que se pueden dedicar a un maestro: “Hasta el día de hoy, él sigue estando en mi sangre”.

Andreu Jaume es editor y crítico literario.

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