Un proyecto incompatible con la democracia

Con la excusa de su aspiración a un nuevo estatuto político para el País Vasco, el nacionalismo vasco vuelve a la carga. Ahora, con mayor claridad que en ocasiones anteriores. Ya no se trata sólo del inexistente derecho a decidir (para ellos, derecho a la estatalidad, derecho a la independencia, que ninguna norma recoge) sino de la confección sin escrúpulo ninguno de lo que ellos denominan «nación vasca»; una nación articulada y construida a partir de la diferenciación que hace de sus integrantes en función de la identidad a la que les obligan a elegir y que se encuentra en la distinción de dos categorías de personas: la de los nacionales vascos (quienes optaran por esa nacionalidad) y la de los demás ciudadanos (condición vinculada a la vecindad administrativa en algún municipio).

Una nacionalidad vasca que se justifica en el «carácter plurinacional del Estado español» y que es imposible porque la nacionalidad (vínculo que une al ciudadano con el Estado) es un atributo indisponible del Estado, tal como afirman las normas y la jurisprudencia internacionales.

Sólo ese hecho denota ya la falsedad del objetivo proclamado: «La construcción de una sociedad vasca, moderna, plural, igualitaria, cohesionada, formada por mujeres y hombres libres que viven, conviven y deciden en igualdad».

Un objetivo imposible con tales mimbres porque una sociedad construida sobre la discriminación identitaria ni es moderna, ni es plural, ni es igualitaria ni es cohesionada ni existen hombres y mujeres libres en ella ni, mucho menos, se convive en igualdad. Pregúntenselo, si no, a los miles de ciudadanos que inmigraron en su día al País Vasco, se sacrificaron por esa tierra y han experimentado y experimentan todavía en sus carnes el modo sutil en el que el nacionalismo vasco les trata y les discrimina hasta al punto de llegar a avergonzarse, sin motivo para ello, de sus raíces. Una sutileza que explica que muchos de sus hijos busquen cobijo en el nacionalismo pensando ingenuamente que así serán aceptados en la comunidad identitaria. Pregúntenselo también a los vascos no nacionalistas que callan su identidad plural en tantos municipios vascos gobernados por el nacionalismo para no tener problemas ni ser señalados.

Esa contención y ese silencio que se impone en un amplio sector no nacionalista de la sociedad vasca constituye una muestra evidente –para el que quiera ver– de la eficacia de la persecución ideológica padecida, cuyos efectos perduran en la sociedad vasca ahora que el recurso al terrorismo ya no es necesario y el proyecto político anhelado se impone por la vía de los hechos sin necesidad de matar.

Y ello sin obviar que la sociedad vasca actual y su pluralidad es menos real y más ficticia (no es la que era ni la que pudo haber sido) como consecuencia de la depuración progresiva de la parte no nacionalista de su censo electoral realizada durante cinco décadas por ETA y su brazo político sin que el llamado «nacionalismo democrático» haya hecho nunca nada para corregirlo. Es más, este proyecto –como el Estatuto vigente– les ignora. Así, reconoce y atiende a la «diáspora vasca» (que hoy sí puede votar en la Comunidad Autónoma Vasca, «si hubieren tenido su última vecindad administrativa en Euskadi, siempre que conserven la nacionalidad española») y se ignora a los más de 180.000 desterrados por causa del terrorismo nacionalista vasco (que nunca pueden votar en el País Vasco). Su inexistencia es la confirmación de que para el nacionalismo vasco (victimarios y beneficiarios del terrorismo de ETA) esos miles de desterrados y sus descendientes están excluidos definitivamente de la comunidad. Ni siquiera a título de reparación moral son tenidos en cuenta.

Pero en este proyecto hay muchas más cosas incompatibles con la democracia. Así, la afirmación de la primacía de un supuesto (e inexistente) principio democrático (encarnado por la voluntad mayoritaria de ese «pueblo vasco») sobre el imperio de la Ley (principio de legalidad), lo que es radicalmente incompatible con la democracia y el Estado de Derecho; o la priorización del sujeto colectivo identificado sobre la base de la identidad nacional y del euskera (los territorios, Navarra incluida) sobre el individuo, obviando voluntaria y discriminatoriamente que el castellano no sólo es lengua oficial sino, también, lengua propia de los vascos.

Por sí solos, todo esos aspectos ponen de manifiesto la incompatibilidad del proyecto político nacionalista no sólo con la Constitución vigente sino, también, con los valores de la Unión Europea proclamados en el art. 2 del Tratado de la Unión: «La Unión se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías. Estos valores son comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres».

La «nación vasca» nacionalista así concebida, es una nación excluyente, incompatible con el estatuto de ciudadanía y con la pluralidad de la sociedad vasca. Una «nación» contaminada por el terrorismo nacionalista de ETA que mató, persiguió, desterró, secuestró, amenazó y extorsionó para imponer un proyecto político como el acordado ahora en el Parlamento Vasco por Bildu y por el PNV sin que a ninguna de ambas formaciones ese hecho les produzca sonrojo ninguno. En particular a este último, que tiene a Dios en su lema.

La historia reciente de Europa está plagada de ejemplos que revelan lo que sucede cuando se inmola a la sociedad o a una parte de ella en el altar de la identidad nacional. En la línea de su predecesor Jean Claude Juncker, la nueva presidenta de la Comisión Europea Ursula von der Leyen alertaba recientemente de los peligros del nacionalismo y afirmaba que «el nacionalismo quiere destruir Europa».

En el País Vasco, el sufrimiento padecido durante cinco décadas de terrorismo y sus consecuencias en la sociedad actual no parecen alentar a las formaciones nacionalistas a la reflexión e insisten en el mal camino de la división y de la exclusión. El proyecto de nuevo Estatuto objeto de este breve comentario es claro ejemplo de ello.

Carlos Fernández de Casadevante Romani es catedrático de Derecho Internacional Público y Relaciones Internacionales de la Universidad Rey Juan Carlos.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *