Un proyecto para España

La disgregación del Estado-nación español, se resuelva como se resuelva el actual conflicto catalán, es una posibilidad que no puede ser descartada. A pesar de la lógica incredulidad que genera, ha estado presente desde hace ya tiempo y seguido el camino habitual de las ideas que rompen el statu quo: de inimaginable a posible y finalmente, para muchos ya en este momento, inevitable. Cabría incluso afirmar que la barroca solución ideada por la Constitución de 1978 no sólo no resolvió el problema sino que es posible que lo haya agravado hasta volverlo irresoluble, entre otros motivos porque lo entendió como un problema de Estado y no como lo que realmente es: un problema de nación.

El fracaso del Estado-nación español, suponiendo que finalmente se convierta en un proyecto abortado, no tiene que ver con la organización del Estado (centralista, federal, confederal, de las autonomías, monarquía, república, etcétera), sino con la incapacidad para conseguir que sus ciudadanos se sientan parte de una misma comunidad nacional. Las naciones no son realidades objetivas, sino mitos de pertenencia que se construyen y renuevan en el tiempo. Sin embargo —consecuencia de las dificultades objetivas o de la indigencia intelectual respecto al hecho nacional de las élites que hicieron la Transición, poco importa—, el régimen político nacido de la Constitución de 1978 abandonó casi por completo cualquier proyecto de construcción nacional e hizo suyo el relato de una nación española a la defensiva, laminada entre proyectos de tipo centrífugo y un horizonte europeo que se ofrecía como solución pero no como proyecto nacional propio. El resultado: un acelerado proceso de desnacionalización de España y de nacionalización de sujetos políticos alternativos.

Un proyecto para EspañaEl éxito político de los nacionalismos periféricos para construir naciones ha sido desde esta perspectiva innegable; tanto como el fracaso del nacionalismo español, no ya para hacer nación, sino para mantener la anteriormente construida. Y es que una de las peculiaridades del proceso de construcción nacional español es que empieza bien pero acaba mal. Esta afirmación exige una pequeña digresión histórica. La historia política del mundo contemporáneo no es, como quiere el pensamiento nacionalista, la de naciones en busca de Estado sino la de Estados en busca de naciones, entre otros motivos porque con el fin del Antiguo Régimen éstas se convirtieron en lo que anteriormente nunca habían sido: la forma exclusiva y excluyente de legitimación del ejercicio de poder, en nombre de la nación y no por la gracia de Dios. Y los Estados que no consiguieron fabricar naciones a su medida desaparecieron, disgregados en otros más pequeños o absorbidos por otros más grandes, desde la Gran Colombia al Reino de las dos Sicilias.

El Estado-nación español, nacido de la disgregación del antiguo Estado-imperio que había sido la Monarquía católica, dedicó lo mejor de sus energías, lo mismo que el resto de sus contemporáneos, a construir una nación, y con éxito más que notable. El siglo XIX español no sólo construyó un relato de nación coherente —una nación es sólo la fe en un relato—, sino que lo hizo creíble, tanto como para que en una fecha tan temprana como 1877 Pi i Margall pueda escribir, satisfecho, que “la nación está vigorosamente afirmada en el pensamiento y en el corazón de todos los españoles; […]¿en qué pueblo ni en qué provincia se ha visto jamás tendencia a separarse de España?”.

Un siglo y medio más tarde, sin embargo, la respuesta a la retórica pregunta del federalista catalán es necesariamente otra. La tendencia a separarse de España se ha hecho real en muchos pueblos y provincias y la nación no sólo no está “vigorosamente afirmada en el pensamiento y el corazón de todos los españoles”, sino que no son pocos los que niegan incluso que exista; si acaso, una nación de naciones, algo así como el misterio de la Santísima Trinidad en versión posmoderna. Y es que en medio pasaron muchas cosas; entre otras, cuarenta años de franquismo, de efectos devastadores sobre el proceso de construcción nacional español, y una transición política que en muchos aspectos no lo fue menos.

La falta de legitimidad que amplios sectores de la población atribuyeron al régimen nacido del 18 de julio generó un proceso desnacionalizador que confundió —en un mismo magma indefinido— Gobierno franquista, Estado español y nación española y que, por obvios motivos, afectó sobre todo a la izquierda. La afirmación de Andrés de Blas Guerrero de que “una parte estimable de la izquierda antifranquista trabajó como agente objetivo de desnacionalización y deslegitimación del Estado español en tanto que realidad histórica” describe de manera precisa un fenómeno en el que hasta el uso de la bandera tenía carácter partidista. Proceso particularmente relevante durante los años de la Transición por la coyuntura histórica en la que ésta tuvo lugar, España sufrió en los años posteriores a 1960 una de las transformaciones sociales más rápidas y profundas de toda su historia, fenómeno común al conjunto de los países occidentales pero particularmente virulento por el retraso comparativo de su inicio, con los cambios concentrándose en un periodo de tiempo mucho más corto. Transformaciones sociales (emigración rural, colapso de la sociedad campesina tradicional, cambios en los hábitos religiosos, ruptura de la estructura familiar...) que dinamitaron los viejos vínculos comunitarios y generaron el caldo de cultivo favorable para su recreación simbólica en la nación, no sólo sujeto político sino también refugio de la intemperie identitaria generada por los procesos de modernización. Necesidad de recreación de vínculos comunitarios que llega a su punto álgido coincidiendo aproximadamente con el momento de la transición política, justo en el momento de mayor deslegitimación de la nación española como realidad histórica.

La imagen de España aparecía contaminada de franquismo, y aquí se debe tener en cuenta que el relato de nación franquista, a pesar de la verborrea antiliberal de sus ideólogos e intelectuales orgánicos, siguió siendo a grandes rasgos el forjado por el nacionalismo liberal decimonónico. Nada particularmente llamativo. Los grandes mitos de pertenencia se desarrollan en la larga duración histórica, por lo que resultan difíciles de cambiar y de modificar en la corta. El rechazo al franquismo se confundió con el rechazo a la España que no estuvo operativa, o lo estuvo de manera defectuosa, como mito de pertenencia a la hora de catalizar la necesidad de lazos comunitarios en un momento de dramática fractura de la sociedad tradicional. Situación que propició una auténtica orgía de naciones alternativas, desde las más arraigadas (Cataluña y País Vasco) a las de riguroso estreno, que colorearon de banderas y naciones la totalidad del territorio español. Y más arraigadas no significa, por supuesto, más reales La delirante distinción entre nacionalidades y regiones que hace la Constitución de 1978 responde, en el mejor de los casos, a diferencias en un momento histórico, carentes como consecuencia de cualquier otro tipo de significado y, por supuesto, cambiantes en el tiempo; en el peor, sólo una forma de mantener vivo el proceso de diferenciación identitaria facilitando la construcción de relatos de nación alternativos.

El fracaso del Estado-nación español, en resumen, no tiene que ver con la organización del Estado sino con la construcción de la nación, y no se resuelve con ingeniería constitucional sino con políticas de construcción de identidad compartida, sean éstas del tipo que sean. Un fracaso que tampoco debe magnificarse; al fin y al cabo, buena parte de los principales Estados-nación europeos podrían definirse como multinacionales: una especie de relativo fracaso colectivo en los procesos de homogeneización nacional. El problema, si acaso, sería el de unas élites políticas, las españolas actuales, cuya ausencia de un proyecto de nación, no de Estado, resulta casi pavorosa.

Tomás Pérez Vejo pertenece al Instituto Nacional de Antropología e Historia de México.

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