Un recuerdo para la Gloriosa

El año que ya se acaba está siendo escaso en conmemoraciones históricas. Los focos de atención han sido el 50º aniversario de Mayo del 68 y el centenario del final de la I Guerra Mundial. No hemos tenido ninguna gran efeméride propiamente española, a excepción de la celebración anticipada del bicentenario del Museo del Prado. Por eso sorprende el silencio en torno al 150º aniversario del inicio del Sexenio Revolucionario (1868-1874). Desconcierta porque si la Constitución de 1978, de la que ahora celebramos sus cuarenta años de vigencia, se parece a alguna otra es precisamente al texto constitucional que resultó de aquel levantamiento cívico-militar al grito de “¡Viva España con honra!”, encabezado por los generales Juan Prim y Francisco Serrano, sublevación que los propagandistas del momento llamaron la Gloriosa. Merece una reflexión que hayamos tardado más de un siglo en consolidar una constitución democrática que, a grandes rasgos, ya alcanzamos en 1869 tras unas elecciones constituyentes mediante sufragio universal (entonces solo masculino). Pese a su escasa duración, el Sexenio es uno de los periodos con mayor intensidad de acontecimientos y en el que se producen los grandes debates sociales, institucionales y territoriales que marcarán nuestro convulso siglo XX. Es sin duda un momento fascinante de la historia contemporánea española, en el que, por ejemplo, nace la peseta como moneda nacional, gracias a una ambiciosa política económica y fiscal impulsada por Laureano Figuerola. Su fracaso final no debería hacerlo caer en el olvido.

Un recuerdo para la GloriosaLa Gloriosa supuso más que el derrocamiento de Isabel II; significó la expulsión de los Borbones, cuyo descrédito se remontaba al ominoso reinado de Fernando VII. En el manifiesto España con honra se denunciaba la inmoralidad y la corrupción de la soberana y su camarilla de Corte. “Jamás, jamás, jamás”, sentenció Prim cuando se puso sobre la mesa la candidatura del príncipe Alfonso, hijo de la destronada reina, ante la evidencia de que no iba a ser fácil encontrar un nuevo monarca que pudiera satisfacer tantos intereses, también los internacionales. No está de más recordar que el anuncio de la candidatura de Leopoldo Hohenzollern, boicoteada por Napoleón III, acabó siendo el pretexto para el inicio de la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Al final, descartadas otras opciones, como la del portugués Fernando de Coburgo, que tal vez hubiera abierto un escenario de unión ibérica, solo fructificó la elección de Amadeo de Saboya, hijo del rey de Italia, auspiciada por Prim, jefe del Gobierno desde junio de 1869. Aunque el apoyo que recibió en las Cortes distó de ser unánime, la nueva monarquía podía haberse consolidado si la coalición progresista y demócrata que condujo la Gloriosa los primeros años no se hubiera desintegrado tras el asesinato del político catalán en diciembre de 1870.

La desaparición de quien mejor encarnaba el espíritu de 1868 no solo privó a Amadeo I de un importante apoyo, sino que tuvo como resultado la división de los progresistas, escindidos entre conservadores, capitaneados por Mateo Sagasta, y radicales, liderados por Ruiz Zorrilla. La inestabilidad política, como consecuencia de los personalismos y de pequeñas clientelas, hizo imposible consolidar un sistema estable de partidos, llevó la vida parlamentaria a la parálisis en medio de importantes debates (sobre la abolición de la esclavitud, la supresión de las quintas, la libertad de enseñanza o la separación Iglesia-Estado) y, finalmente, carcomió el régimen monárquico-democrático. En los dos años siguientes hubo seis Gobiernos y tres elecciones generales, mientras se enquistaba la guerra en Cuba, se recrudecía el desafío militar carlista y los conflictos sociales tomaban un cariz violento. Pese a su buena voluntad, el monarca no pudo salir indemne del juego partidista y las rencillas políticas.

La abdicación de rey hizo inevitable la I República en febrero de 1873. Para el historiador Ángel Bahamonde, se proclamó más por exclusión, como solución de urgencia ante un vacío de poder, que por la existencia de una mayoría social republicana. Si la monarquía democrática había fracasado por un exceso de facciones, la República naufragaría muy pronto por las contradicciones sobre cómo alcanzar el modelo federal. Así mismo, los líderes republicanos tuvieron que enfrentarse al estallido de insurrecciones que querían hacer realidad tanto en las ciudades como en el campo el proceso revolucionario prometido. En el primer Gobierno de la República, además del presidente Estanislao Figueras, figuraban también como ministros otros tres líderes, Francisco Pi y Margall, Nicolás Salmerón y Emilio Castelar, que en pocos meses se sucederían a la cabeza del Estado. La República federal, proclamada en junio de ese año, tras unas elecciones constituyentes celebradas en medio de una enorme abstención y el boicot electoral de sus oponentes, no llegó a aprobar el proyecto constitucional en el que se establecía una división territorial de la “nación española” en 17 Estados en base a criterios históricos. El fracaso de la experiencia federal del Sexenio ha condicionado muy negativamente la percepción de lo que es en realidad el federalismo: una fórmula de Estado unitario para gestionar la pluralidad territorial e identitaria.

El verano de 1873 marcó un punto de no retorno porque la República federal, bajo la presidencia de Pi y Margall, fue incapaz de sofocar los alzamientos cantonales (que llevaban a la práctica el mito de la federación desde abajo) y las huelgas revolucionarias promovidas por internacionalistas obreros. A mediados de julio, Salmerón se hizo con las riendas del poder para reprimir militarmente el cantonalismo y perseguir las actividades de la Internacional. Pero el giro definitivo hacia una política de orden se produjo con el ascenso en septiembre de Castelar, representante de los sectores más conservadores del republicanismo federal, cuyo objetivo inmediato fue robustecer el papel del ejército, para hacer frente tanto a la guerra en Cuba como, sobre todo, al peligro carlista, que se había hecho con el control de partes de Cataluña, Aragón, Navarra y País Vasco. A finales de año, Figueras, Pi y Margall y Salmerón se unieron a los diputados que querían apartar a Castelar del poder por considerar que se había alejado del ideario federal, abriendo así una nueva etapa de inestabilidad. El 3 de enero de 1874, el general Manuel Pavía, republicano de orden, consumada la destitución del presidente de la República, disolvió las Cortes, abriendo un largo prólogo, de casi un año, que hizo inevitable la restauración borbónica. Por desgracia, cuando llegó el reinado de Alfonso XIII tampoco este fue capaz de convertirse en un monarca democrático, y tuvimos que pasar por la “dictablanda” de Primo de Rivera, otra república fallida, la inacabable dictadura de Franco y, entremedio, una cruenta guerra civil. En definitiva, el fracaso de la Gloriosa nos hizo perder más de un siglo en el afianzamiento de la democracia constitucional.

Joaquim Coll es historiador, coeditor del libro Anatomía del procés (Debate).

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