La política es volátil. Nadie en su sano juicio hubiera podido predecir hace tres meses que los sondeos de opinión del referéndum sobre la Unión Europea y el Reino Unido –un país pragmático por excelencia– podrían predecir una victoria del Brexit. Pero, a apenas unos días del referéndum, los sondeos pronostican en el mejor de los casos un resultado próximo al empate.
Ha sido una campaña bronca, como esas cenas de Navidad donde uno de los hermanos se queja inocentemente de que falta sal y empieza una escalada de reproches vertiginosa, donde sale a relucir lo peor de cada familia, causándose a veces un daño emocional irreparable.
Incluso obviando el vil asesinato de la diputada Jo Cox, que aún no se sabe si está directamente relacionado con el referéndum, en la última semana la campaña se les ha ido a todos de las manos: un primer ministro acobardado y escondido en Gibraltar; el antiguo primer ministro Gordon Brown (uno de los más impopulares de toda la historia del país) teniendo que reemplazarle liderando el «In»; los dos bandos del Partido Conservador insultándose abiertamente; el líder de UKIP utilizando carteles que copian la propaganda nazi; el líder laborista Corbyn eludiendo toda responsabilidad… Un auténtico desbarajuste cuyas consecuencias son difíciles de determinar.
Lo realmente preocupante son las fragmentaciones que han aflorado en el país. Primero, una escisión radical entre un Londres optimista e internacional y la Inglaterra periférica, de sesgo aislacionista, proteccionista e incluso en algunos núcleos con incipientes y preocupantes tintes xenófobos. Segundo, una brecha generacional entre la población anciana –que añora el Imperio– y los jóvenes mayoritariamente proeuropeos, que no entienden por qué los ancianos van a imponer su decisión sobre algo que les marcará a ellos para el resto de su vida. Y por último, una división social, con una nueva clase emergente que aúna las tradicionales clases trabajadora y media baja y que se muestra abiertamente hostil contra ese grupo amorfo y de difícil definición que convenientemente se ha dado en llamar «el establishment».
Todas ellas son divisiones profundas, emocionales, que quizá se estaban fraguando desde mucho antes y simplemente han salido a la luz en la campaña, pero que van a ser muy difíciles de erradicar ahora que se ha destapado la caja del rencor y del odio, azuzado día a día por la poderosa prensa ultraconservadora británica.
Muchos británicos son plenamente conscientes de que ese rencor tardará tiempo en desaparecer. Pero como la campaña ha sido exclusivamente introspectiva, sin mirar a lo que pasaba al otro lado del Canal, de lo que no son conscientes, no están preparados en absoluto para asumir el resentimiento que este referéndum ha creado hacia ellos en el resto de los países de Europa. Y ello independientemente de que gane el «In» o el «Out».
Los británicos todavía no se dan cuenta del daño político que han hecho en toda Europa dando una tribuna de plata y posiblemente un espaldarazo al populismo barato, en este caso liderado por Boris Johnson, Michel Gove y Nigel Farage, pero que es similar tanto en tácticas como en objetivos al de Marine Le Pen, Syriza, Geert Wilders o Podemos.
No han caído en la cuenta de que sería normal que les reprocháramos el riesgo económico en el que nos han puesto a todos. Un riesgo reconocido no solo por los organismos internacionales al unísono, sino incluso por el primer ministro y el ministro de Economía británicos. Si gana el «Out», el cataclismo económico se sentirá en toda Europa y acabarán, como siempre, pagando por ello los que menos tienen en cada país.
No han percibido el resquemor que han causado quejándose del coste de los europeos que viven en su país y de que muchos no hablan inglés, sin darse cuenta de que nosotros soportamos el coste de muchos ingleses que pasan su jubilación en nuestros países y ni siquiera se molestan en intentar hablar nuestra lengua.
No ven la frustración que crea ver cómo a sus políticos se les ha llenado la boca diciendo que la Unión Europea tiene que reformarse sin que hayan hecho una sola propuesta constructiva de reforma en más de dos décadas, porque han dedicado su pertenencia a la UE no a mejorarla, sino a decir que no a todo.
Y, sobre todo, no se han percatado de la desconfianza que ha provocado en toda Europa su primer ministro por habernos puesto a todos –y a todos nuestros hijos– en riesgo solo para salvar su propio puesto, sin pensar en las consecuencias y, encima, sin ninguna necesidad.
Todos esos reproches hacia el Reino Unido, y muchos más, son comprensibles. Pero, independientemente de que el 23 de junio gane el «sí» o el «no», el resto de los europeos tenemos la obligación moral de resistir la tentación del resentimiento y el rencor. Porque la Unión Europea se creó precisamente para eso, para evitar que el rencor y el resentimiento imperasen en Europa. No somos Europeos porque tengamos instituciones comunes, o porque compartamos una moneda única, o porque no pasemos controles aduaneros cuando viajamos. Somos Europeos porque compartimos unos principios: democracia, justicia, libertad de expresión, respeto a los derechos de los demás… No hace falta más que mirar el mapa del mundo para darnos cuenta de que somos muy pocos los que compartimos esos valores y la suerte que tenemos de haber nacido aquí. Unos principios, repito, en los que no entran ni la política del odio ni el resentimiento.
Como proeuropeísta que admira y quiere al Reino Unido, espero de todo corazón que los británicos voten a favor de quedarse con nosotros en la UE. Pero, decidan lo que decidan el día 23, habrá que pasar página e intentar entre todos buscar un marco de relaciones que nos permita seguir adelante. Porque la gente de a pie, y sobre todo los niños y los jóvenes británicos, en el fondo no tienen la culpa de que su Gobierno esté en manos de unos irresponsables.
Miriam González Durántez, abogada.