Un régimen petrificado que se cuartea

La gran paradoja de lo que está ocurriendo en España, respecto a nuestro régimen constitucional, consiste en que los padres constituyentes, los redactores de la Constitución, quisieron blindarla de tal forma que fuese imposible su modificación a corto y hasta a largo plazo, con la ingenua pretensión de que durase eternamente. Por supuesto, las razones para ello no sólo venían motivadas por nuestra aberrante historia constitucional, según la cual nuestras Normas Fundamentales, salvo alguna excepción, no sobrepasaban nunca los 10 años de vigencia.

También, qué duda cabe, influyó en esa pretensión de eternidad la propia soberbia, o mejor llamémosla vanidad, de los autores del texto, que pensaban que no se podía tocar su «obra maestra», demostrando así que con mucha frecuencia la inteligencia se rinde ante la petulancia. Y esto no lo digo a humo de pajas, sino que se puede comprobar fácilmente, pues con motivo del vigésimo aniversario de la Constitución, los siete Padres Constituyentes publicaron un libro con sendos artículos en los que salvo una excepción, y en un punto concreto nada más (el Senado), ninguno era partidario de modificarla. Pero es que daba igual, porque, a sabiendas o no, habían redactado una Constitución inmodificable. Ciertamente, adoptaron dos procedimientos de reforma: el ordinario y el agravado, de acuerdo con lo que exponen los artículos 167 y 168 respectivamente. Según el primero se necesita únicamente el voto de tres quintos de los miembros de cada Cámara, en el supuesto de que haya acuerdo entre ambas, y si no es así habría que recurrir a un procedimiento todavía mas complicado. Mientras que en el 168, se exigen los dos tercios de cada Cámara, a continuación la disolución de las Cortes, después elecciones generales, aprobación otra vez de la reforma por las nuevas Cortes y, para acabar, el referéndum de la Nación. Este procedimiento agravado es necesario siempre que se trate de la modificación de 32 artículos, esto es, del 1 al 9, del 15 al 29 y del 56 al 65. El primer procedimiento, denominado ordinario, se refiere, por su parte, a los 137 artículos restantes, más las Disposiciones Adicionales y Transitorias. Ciertamente, en el papel todo queda muy claro, pero en la realidad hay que decir, por un lado, que al «procedimiento ordinario» habría que llamarlo «procedimiento casi inservible», porque requiere el acuerdo de los dos grandes partidos nacionales y, tal vez, de algún otro, más también el de las dos Cámaras, y hasta un posible referéndum optativo. Pero como la dama no está para tafetanes, a ver como se ponen de acuerdo dos partidos, de los que, al menos uno, busca la aniquilación del otro. Y, por otro lado, en lo que se refiere al llamado «procedimiento agravado», es mejor llamarlo, «procedimiento imposible», pues además de lo complejo que resulta que se logre una mayoría de dos tercios de los miembros de cada Cámara, hay otra cuestión. Supongo que nadie dudará de que ningún partido ni ningún parlamentario se haría el haraquiri votando una reforma que lleva aparejada la disolución de las Cámaras, pues es evidente que ningún diputado o senador tiene la certeza de que volverá a ser elegido. No obstante, es cierto que toda regla tiene su excepción, pero ésta ya se dio en nuestro país con motivo de la aprobación, por las Cortes franquistas, de la Ley para la Reforma Política, por lo que no creo que se vuelva a dar otro caso similar. Ahora bien, en el supuesto de una intervención de Santa Rita a fin de convencerles de que adoptasen tal decisión, quedarían después otros dos obstáculos: primero, la aprobación otra vez por las nuevas Cortes de la reforma deseada, lo cual no es algo automático, porque pueden haber cambiado las mayorías en ambas Cámaras y rechazarse, por tanto, lo que aprobaron las Cortes anteriores. Y, segundo, la guinda del pastel es que el pueblo apruebe asimismo una reforma que dos Cortes Generales consecutivas han aprobado ya, lo cual nunca se puede dar por hecho.

En resumidas cuentas, siento tener que decir que el primer procedimiento para reformar la mayoría de los artículos de la Constitución, no será fácil que se pueda llevar a cabo alguna vez. Y, en lo que se refiere al segundo, salvo que hubiera un consenso generalizado y se realizara la disolución requerida de las dos Cámaras al final de una legislatura, tendría que ser aprobado además por las nuevas Cortes y por el referéndum, por lo que hay que concluir tajantemente en que es materialmente imposible de realizarse. Por tanto, la consecuencia que se puede deducir de todo esto es que nuestro régimen constitucional, a diferencia de lo que ocurre con la mayoría de los países democráticos como Estados Unidos, Alemania, Francia, Italia, Suecia y un largo etcétera, está petrificado y no se puede cambiar, porque es muy difícil o imposible modificar los artículos de la Constitución. Estamos, por tanto, condenados a mantener una Constitución intocable, cuando convenía adaptarla a las nuevas necesidades, como la cuestión del orden sucesorio, la referencia a Europa y el diseño definitivo del Estado. Ahora bien, si alguno alega que la Constitución ya se ha modificado una vez, hay que decirle que no sirve ese ejemplo en absoluto como precedente, pues se trató de algo que nos exigía la firma del Tratado de Maastricht, mediante la Directiva 94/80 CE, a efectos de que los residentes comunitarios en España pudiesen votar y ser elegidos en las elecciones municipales. Por lo demás, esa reforma fue una chapuza, ya que se reformó el artículo 13, dejando un texto mal redactado, puesto que de dos derechos (el derecho al sufragio activo y el derecho al sufragio pasivo) se hizo sólo uno, diciendo «el derecho de sufragio activo y pasivo», cuando se tenía que haber puesto «los derechos de sufragio activo y pasivo». Pero, en fin, esta anécdota nos viene a confirmar una vez más que no es fácil, salvo una situación de consenso generalizado que hoy no se da, la reforma ordinaria de 137 artículos de la Constitución, mientras que otros 32 son absolutamente imposibles de modificar, a causa del procedimiento agravado. Si los Príncipes de Asturias tienen un tercer hijo varón, a la vista de lo que hay, será el heredero del heredero, en lugar de la Infanta Leonor.

Por consiguiente, de nada sirve que los líderes de los partidos digan en las campañas electorales que piensan reformar algunos aspectos de la Constitución, como ayer hizo Zapatero, o, en la actualidad dice Rajoy, porque es materialmente imposible que obtengan las mayorías cualificadas que se exigen, e incluso, además, porque la voluntad política de reformar la Norma Fundamental que manifiestan en las campañas electorales, desaparece inmediatamente después cuando un partido llega al poder, del mismo modo que los efluvios del mejor perfume no resisten tampoco mucho tiempo.

Pero volvamos a la paradoja de la que hablaba al principio y que se muestra al desnudo en el caso de la estructura del Estado. Es sabido que de forma demencial, nuestra Constitución no adoptó un modelo de Estado estable en cuanto a la descentralización del poder, sino que únicamente permitía que se formasen, de forma voluntaria, diversas Comunidades Autónomas, cuando quisieran y con las competencias, dentro de unos límites, que quisieran. Al final, se crearon 17 comunidades autónomas y dos ciudades autónomas, gozando cada una de ellas de competencias a la carta, lo cual era un dislate, porque además se permitía que mediante la reforma de sus respectivos Estatutos fuesen aumentando sus competencias. Con todo, los Pactos autonómicos de 1981 y 1992, más la jurisprudencia, a veces oscilante, del Tribunal Constitucional, habían logrado, a pesar de todo, que se perfilase ya como definitivo un diseño de Estado, con mucho contenido federal, aunque fuese asimétrico.

Sin embargo, todo cambió con las pretensiones de los partidos nacionalistas en el poder a partir de 2003, primero con el PNV y el Plan Ibarretxe y, después y sobre todo, con la perversa entrada en el Gobierno de Cataluña de Esquerra Republicana, gracias a las apetencias de poder del funesto Maragall. La elaboración de un nuevo Estatuto, que nadie reivindicaba salvo los separatistas de Esquerra (ahora, según Puigcercós, como las autonomías ya no sirven, sólo queda la independencia), fue alentada por La Moncloa sin saber las consecuencias de lo que se estaba haciendo. La primera versión del Estatut no es que fuese inconstitucional, es que además era una declaración de independencia. Pero el texto actual que aprobaron las Cortes es igualmente inconstitucional, a pesar de que se limaron los aspectos más punzantes de su versión original. Sea lo que fuere, el hecho es que se ha aprobado una norma que prácticamente deroga la Constitución en Cataluña, porque ya no regirá más que el Derecho catalán en esa comunidad autónoma, y que, por otra parte, su influencia contagiosa ha revolucionado también las pretensiones de otras comunidades, hasta el punto de que ha saltado por los aires el diseño del Estado autonómico, que estábamos a punto de lograr a los casi 30 años de vigencia de la Constitución. En otras palabras, se ha modificado la Constitución de forma subrepticia, por la simple razón de que ha entrado en juego la paradoja anunciada. La imposibilidad de reformar la Constitución por los procedimientos que regula, según hemos visto, ha provocado que esté en trance de ser reformada por los estatutos de autonomía, especialmente el catalán, pero no sólo el catalán, aprovechándose de la incongruencia de los redactores de la Constitución. Ciertamente, al ser ésta una Constitución inacabada, puesto que no incluía el modelo de Estado descentralizado, los estatutos pasaron a formar parte del bloque de la constitucionalidad, por ser las normas en donde se regulan las competencias de cada comunidad autónoma. Lo cual viene a decirnos que si se reforman los estatutos, sin modificar previamente la Constitución, se puede producir una grave mutación constitucional, ya que, como ocurre en el caso catalán, el nuevo Estatut se ha apoderado de competencias propias del Estado. ¿Cómo ha sido posible tamaño absurdo? Pues, simplemente, porque si para reformar formalmente la Constitución se requieren tres quintos o dos tercios de parlamentarios, según los casos, para reformarla materialmente, a través de la modificación de los estatutos, basta con que, aparte del procedimiento propio que establezca cada uno de ellos, las Cortes Generales aprueben esa reforma por la mitad más uno de los miembros de cada Cámara, es decir, por mayoría absoluta y no por una mayoría cualificada. De nada ha servido, pues, que el PP estuviese en contra del nuevo Estatuto catalán, pues la mayoría del PSOE, junto con sus aliados separatistas, han aprobado la ley orgánica, que se requiere para la reforma de los estatutos. Esta locura se hubiera podido evitar de no haberse derogado el recurso previo de inconstitucionalidad que preveía la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional.

Pero el hecho ya no tiene remedio, y la consecuencia es que de nada sirve tener una Constitución que casi impide formalmente su reforma, cuando ha dejado abierta una puerta para que a través de los estatutos, salvo que lo remedie un Tribunal Constitucional cada vez más extraviado y partidista, se esté reformando ya materialmente. El petrificado régimen constitucional español se está cuarteando, porque los que quieren esta mutación constitucional, sin reforma legal, es decir, los nacionalistas, se hallan ya en el gobierno de al menos cinco o seis comunidades autónomas y, además, dan su apoyo «condicionado» al Gobierno nacional. Nos dirigimos hacia el precipicio y no sabemos si acabaremos cayendo en él. Pero, desde luego, todo se debe a la actual legislación electoral que permite que estén representados partidos minoritarios nacionalistas, que como Esquerra Republicana con algo más del 2% de votos, esta condicionando la actuación del Gobierno y, por supuesto, al absurdo procedimiento de (no) reforma que se adoptó en la Constitución, el cual parece haber sido escogido por discípulos heterodoxos de Lampedusa, pues al principio formulado por éste de «que todo cambie, para que todo siga igual», han adoptado uno inverso: «que nada cambie (en la Constitución), para que todo no siga igual...».

Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional, presidente de Unidad Editorial y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.