Un residuo del siglo XIX

El pacto firmado por los líderes del PSOE y Ciudadanos para la investidura del presidente del Gobierno tiene al menos la virtud de introducir en la agenda política el debate sobre una serie de reformas que el país necesita, algunas de ellas de naturaleza administrativa, de las que la más señalada es la supresión de las diputaciones provinciales. Conviene por ello precisar cuáles son los motivos que justifican esta reforma y qué significaría en la práctica.

La diputación provincial es una institución prevista por la Constitución de Cádiz de 1812 para la administración del territorio y creada efectivamente en España en 1833, cuando se generalizó la división provincial que hoy conocemos, que sustituía a otras circunscripciones históricas. En aquel momento inicial, la diputación era simplemente una corporación de notables con funciones deliberativas, presidida por un jefe político o gobernador civil nombrado por el Gobierno central, única autoridad a la que se conferían poderes ejecutivos. El modelo era similar al del departamento francés instituido por la Revolución y difundido en otros países europeos -aunque nuestra división provincial procuró tener en cuenta los vínculos históricos- y respondía a la filosofía propia del Estado liberal de la época: un esquema de administración uniforme en todo el territorio para asegurar la igualdad de derechos y promover al tiempo la prosperidad de cada provincia.

La división provincial y la creación de las diputaciones no tuvo, en un principio, la misma aceptación en todo el país. Particularmente, fue objeto de recelo en Cataluña y otros territorios de la antigua Corona de Aragón, más apegados a sus instituciones tradicionales –sobrejuntas y veguerías- , y en el País Vasco y Navarra, defensores de las instituciones forales. Además, excluía cualquier reconocimiento oficial de los antiguos reinos, principados y regiones peninsulares. De ahí que, en palabras de Vicens Vives, fuera percibida en dichos territorios como “la quintaesencia de la centralización”. Pero, una vez finalizadas las guerras carlistas, las diputaciones absorbieron las instituciones forales donde existían (o viceversa) y al tiempo se fue consolidando el ideario liberal y de su mano la institución provincial. Es más, dicho sistema de administración territorial favoreció decisivamente el desarrollo de una red de ciudades capitales que articulaba el territorio circundante, puesto que se constituyeron en centros de relaciones políticas y económicas y en sedes de una burocracia en expansión.

Sin embargo, las diputaciones provinciales no se concibieron como administraciones prestadoras de servicios públicos a los ciudadanos. Más bien fueron instituciones de naturaleza política, mediante las que se llevaba a cabo el control político y económico de los municipios y se aseguraba la vinculación de las “fuerzas vivas” de la provincia al Gobierno central. Las diputaciones y el gobernador civil a su frente se convirtieron así en pieza esencial de la maquinaria caciquil de la época, fuente de prebendas y de favores en el reparto de los presupuestos públicos. Solo desde finales del siglo XIX se intentó dotar a esa institución de otro carácter, asignándole algunas competencias propias, como la construcción y mantenimiento de las carreteras secundarias, la incipiente red de hospitales públicos o el sostenimiento de los establecimientos que entonces se denominaban de beneficencia, es decir, los primeros y reducidos servicios sociales. Pero no se pasó de ahí; ni siquiera a partir de la segunda mitad del siglo XX, cuando empezó a desplegarse un extenso aparato administrativo en consonancia con el modelo de desarrollo económico que entonces se impulsaba. En ese período, bajo el régimen franquista, se mantuvo sí la circunscripción provincial para la administración del territorio, pero lo que se potenció fue la Administración propia del Estado en las provincias, es decir, las delegaciones ministeriales, no los servicios de la diputación, que siguió siendo sobre todo el baluarte de los cuadros locales del Movimiento.

Dados los precedentes, el mantenimiento de la provincia y de las diputaciones por la Constitución de 1978, que cambia radicalmente el modelo de organización territorial, solo se explica por dos tipos de razones. Primero, por el empeño de las fuerzas conservadoras firmantes del pacto constitucional. Y segundo, porque el Título VIII no generalizó la creación de las comunidades autónomas, sino que trazó un sistema abierto y de resultado incierto, que permitía justificar la pervivencia de la provincia como única institución supramunicipal existente en todo el territorio del Estado.

Cuando poco después de aprobada la Constitución sí se generalizó el mapa autonómico, quedó en el aire dicha justificación. No solo eso, sino que la diputación provincial dejó de existir en una parte del territorio, sustituida por las comunidades uniprovinciales y los Cabildos y Consejos insulares o las Diputaciones Forales de los Territorios Históricos vascos, todas ellas administraciones mucho más fuertes, genuinas y de elección directa. Incluso el Parlamento de Cataluña pretendió vaciarlas de contenido, mediante una ley “de transferencia urgente y plena de las competencias de las Diputaciones a la Generalitat”, anulada tempranamente por el Tribunal Constitucional. Mientras, en la Comunidad Valenciana se trató –con escaso éxito- de someterlas a una férrea coordinación y control autonómico y en Aragón (como en Cataluña) se aprobaba una nueva división comarcal, poco compatible con el mantenimiento del nivel administrativo provincial.

Aun así, los pactos autonómicos de 1981 quisieron insuflar nueva vida en las diputaciones provinciales, proponiendo que les fuera encomendada la gestión administrativa de las competencias de las comunidades autónomas en el territorio. De hecho, esa propuesta se recogió en varios estatutos de autonomía. Pero no se llevó a efecto, pues también las comunidades autónomas (todas ellas), como antes el Estado, prefirieron desarrollar su propia red administrativa mediante delegaciones y servicios provinciales de las consejerías. Es más, la administración autonómica absorbió los servicios sanitarios y sociales y otros que habían sido de competencia provincial.

En consecuencia la diputación provincial, subsistente solo en parte del territorio nacional, quedó relegada a un papel muy secundario en el conjunto de nuestro sistema administrativo. En realidad, su única función importante es la asistencia financiera y técnica a los pequeños municipios. Pero, eso sí, para este fin y otros de promoción y fomento de intereses e iniciativas provinciales, cuenta con un nivel de recursos económicos no desdeñables –habida cuenta de que no presta apenas servicios directos a los ciudadanos-, cuyo destino y beneficiarios se decide en muchos casos con amplios márgenes de discrecionalidad. A ello debe añadirse que el legislador acordó que sus miembros fueran designados por los partidos con mayor representación municipal en la provincia, de manera que su composición queda en manos de los aparatos de partido, sin intervención alguna de los ciudadanos, que en su gran mayoría desconocen a sus representantes provinciales, lo que en realidad hacen y en qué y cómo gastan su presupuesto. No puede extrañar por ello que para una parte significativa de la opinión pública las diputaciones sean hoy “la quintaesencia del clientelismo”. Algunos episodios de corrupción, contrataciones “a dedo” o el nombramiento de políticos no elegidos como cargos de confianza de esas instituciones no han hecho sino confirmar la impresión. De hecho, la figura –esta sí, tristemente célebre- de algunos recientes presidentes de diputación recuerda a los caciques de antaño.

Las diputaciones provinciales son así un residuo del siglo XIX, que carece de sentido en la actualidad. No es cierto, como apuntan sus defensores, que sigan siendo imprescindibles para asistir a los municipios de menor población, pues esa función puede ser desarrollada por la administración de las comunidades autónomas, quizá incluso de manera más profesional y objetiva. Tampoco son necesarias para la vertebración del territorio, pues una cosa es que desaparezca la diputación y otra distinta que quede abolida la provincia como circunscripción administrativa de los servicios territoriales del Estado y de las comunidades autónomas, algo que en este momento nadie plantea. Ello aparte de la configuración de la provincia como circunscripción electoral, que no puede cambiarse sin otro pacto constitucional, seguramente más complejo. En último extremo, de lo que ahora se trata es de suprimir la referencia a las provincias como administraciones locales en el texto de la Constitución. Y ello sin perjuicio de que aquellas comunidades autónomas que quieran conservarlas, por tradición o por la extensión de su territorio u otras razones, puedan hacerlo con sus propios recursos o los de los municipios de la provincia, de la misma manera que crean y regulan las comarcas o las áreas metropolitanas, pues ésa es su competencia.

La supresión constitucional de la provincia, que por cierto y no por casualidad, va a aprobarse dentro de poco en Italia, no solo procede porque son una fuente innecesaria de gasto público y de clientelismo político. De llevarse a cabo, constituiría un signo, quizá el primero, de que la reforma de las instituciones y del viejo aparato administrativo es posible, como demandan los tiempos y un número creciente de ciudadanos.

Miguel Sánchez Morón es catedrático de Derecho Administrativo.

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