Un respeto a las víctimas

José Antonio Vera (LA RAZON, 18/12/04).

Después de tantos dimes y diretes, ha sido bueno que llegaran las víctimas para poner un poco de humildad donde sólo había maldad, para sosegar, para recordarnos que sí, muy bien, las guerras de ustedes están bien, pero a nosotros lo que nos duele son nuestros muertos, nuestros hijos perdidos, nuestros maridos mutilados, nuestros padres olvidados por quienes, como ustedes, se dedican sin tregua ni descanso a medrar, a trampear, a sacar partido o réditos incluso del dolor, a mentir sin descanso, a fabular de forma cruel y permanente. Sí, hubo una gran tragedia, y mientras los ciudadanos nos daban lecciones ayudando a los heridos, donando su sangre, ofreciendo sus manos y sus coches y viviendas, los políticos, algunos políticos, se dedicaban a despedazarse con reproches y miserias. Se dedicaban a propagar el hedor, a ensayar la manipulación, a la remover la hediondez de la conspiración, a fabricar una epidemia de declaraciones sobre hechos falsos o inventados, con suicidas que no había, con golpes imaginarios, con estados de excepción que no existieron, que sólo figuraron en la mente de los que querían llegar al poder a toda costa, como fuese, aunque para ello tuvieran que modelar la realidad sobre un paisaje de ciento noventa y un cadáveres.

No ha sido precisamente edificante esta comisión del onceme, la verdad. Ha sido, a veces, patética. Gritos, risas, jaleos, abucheos y un jolgorio impropio de quienes tendrían que pensar que el poder es siempre pasajero y que de lo que se trataba era de hacer algo serio para compensar en su dolor a todos los que han perdido tanto en tan poco tiempo. La intervención de Zapatero, por acudir a lo más próximo, constituyó toda una exhibición de hipocresía política, amén de una falta completa de talante. Llegó muy fino y exquisito, pero acabó entregado a la descalificación y el agravio. Es cierto que catorce horas acaban con la paciencia de cualquiera, pero también lo es que quien acude al discurso del amor y de la paz, de la unión entre civilizaciones, no puede dejarse llevar por la pasión del militante, salvo que tenga uno cosas que temer o que ocultar. Salvo que te saquen los colores por esos vacíos de memoria memorables, por esa amnesia repentina que impide recordar ciertas conversaciones, lo que se dijo sobre los kamikazes, la información policial privilegiada que al parecer tuvieron al margen del Gobierno. Qué casualidad. A veces uno no recuerda nada. Y es raro, pues de ese día te acuerdas de todo, de cómo pusimos la radio y oímos a un locutor gritando, las sirenas, el primer parte de muertos, lo que hicimos por la mañana y a medio día y por la tarde, la gente que nos llamó y a la que llamamos. Sí, nos acordamos de todo, y es normal. Hay ocasiones que impactan tanto en la retina, que no las olvidamos nunca. Pero parece que algunos no pueden recordar. No quieren recordar. No recuerdan de hecho si hubo o no manifestantes ante las sedes del pepé, si recibieron mensajes por los móviles y los reenviaron, si reenviaron correos por el ordenador, si salieron sus militantes a la calle para agitar en vez de para ayudar.

Ha sido patético. Es verdad. Lo han dicho las víctimas y todos lo entendemos. A todos nos ha invadido una especie de vergüenza al comprobar que hemos tratado de forzar los titulares, de publicar algunas fotos que hoy sabemos que hacen daño, de vender más ejemplares a costa de este montón de muertos y de heridos. Han tenido que ser las víctimas, con su dolor y con sus lágrimas, las que nos recuerden toda esta desmesura. La comisión del onceme ha sido un despropósito. Política y pura política. Mentiras sobre mentiras. Montajes y representaciones. Ningún interés por averiguar cómo fueron las cosas. Ningún deseo de conocer la verdad. Mucha crispación y mucha mala intención.

Y es que se trataba de hacer una comisión seria, con expertos y científicos, con profesionales de la investigación, para llegar al fondo de la cuestión y no de perder el tiempo en ombligos y reproches. Se trataba de hacer caso a las víctimas, de aprender la lección que el otro día nos dieron los que nos recordaron a todos, incluidos los periodistas, que es indigno que tratemos de utilizar a sus muertos con fines partidarios. Porque son ellos los que lloran, los que padecen, los que sufren, los que han sido olvidados por la sociedad. Porque como ha escrito Angeles Mastretta, a Rosa María Alcaraz «le mataron dos hijas como dos milagros, como cuatro estrellas y un millón de esperanzas. Tenía unas gemelas de cinco años y las perdió a la par como quien pierde el alma. ¿Cómo hubieran crecido estas mujeres?, ¿qué hubieran descubierto?, ¿qué poemas podían haber escrito? ¿Qué pedazo de cielo, de mar, de montañas?»

A las madres que han perdido brutalmente a sus hijos no les puede gustar nada que sus señorías hagan risas y chistes en la comisión que investiga (?) esas muertes. No importan las ideologías. No importan los partidos. Lo que importa es que al menos sirva para algo. Aunque sabemos y saben que en verdad no servirá de nada. Seguiremos agitando y agitándonos, fabulando y conspirando como hacemos siempre los humanos. No hay solución para este mal tan extendido. Las víctimas tienen razón. Pero nadie les va a hacer caso. Sus hijos no se los van a devolver. Desgraciadamente. Por eso, tengamos por lo menos un poco de respeto. Por favor.