¿Un resurgimiento democrático?

Rusia pasó de ser el ‘Imperio del mal’ de Reagan a convertirse en socio transitorio con H. W. Bush. Gorbachov era un colaborador, no una amenaza. Poco después, la extravagante relación de Clinton con Yeltsin se centró en la reforma del mercado, no necesariamente democrática. Al principio parecía que George W. Bush se entendía con Putin, pero luego cambió de idea. Entonces, Rusia ‘liberó’ una parte de Georgia en 2008 (la OTAN estaba cada vez más cerca). Más tarde, mientras Putin trabajaba ‘entre bastidores’ como primer ministro, Obama pudo disfrutar de su ‘cumbre de la hamburguesa’ con Medvédev en 2010. Unos años después, Putin volvió a ser reelegido, y las relaciones entre Estados Unidos y Rusia solo fueron a peor.

Durante la presidencia de Obama, la entonces secretaria de Estado en funciones, Hillary Clinton, ofreció al ministro de Exteriores de Rusia un «botón de reinicio» en 2009. El Departamento de Estado se equivocó, y en vez de ‘reinicio’, en el artilugio puso ‘overcharge’ o ‘sobrecarga’ pero en ruso. Por lo visto, el dispositivo no solo estaba mal etiquetado, sino que no cumplió su función. Putin se anexionó Crimea en 2014, con la OTAN otra vez demasiado cerca como para que se sintiera cómodo. La participación rusa en la guerra de Siria empezó poco después, en 2015.

Bajo el mandato de Trump se produjo lo que solo puede describirse como una desestabilización. La admiración aparentemente unilateral del presidente por el hombre fuerte Putin, así como por otros líderes autocráticos del planeta, tuvo un efecto desestabilizador para la política exterior estadounidense. La relación era unilateral porque Putin probablemente veía a Trump como un catalizador providencial de la división que afectaba a Estados Unidos dentro y fuera de sus fronteras. Trump propuso abandonar totalmente la OTAN mientras insistía en su plataforma proteccionista de «Estados Unidos primero». Esto inclinó aún más el delicado equilibrio de poder a favor de Putin. Como afirmaba Michael Mandelbaum, «la política exterior estadounidense, a pesar de todos sus defectos, ha apuntalado la estabilidad política en todo el mundo».

Actualmente, Biden califica a Putin de «carnicero» y le describe como un hombre «sin alma». Incluso ha llegado a declarar que «no puede seguir en el poder», una desafortunada reacción emocional que el presidente insiste en afirmar que no conlleva ningún plan para inducir activamente un cambio de régimen. Por desgracia, esta posición de firmeza frente a Rusia llega demasiado tarde para los ucranianos, y en opinión de algunos, el hacer alusión a un cambio de régimen en estos momentos posiblemente haya complicado la situación actual.

Al final, aquel breve paréntesis (durante las presidencias de H. W. Bush y Clinton, y luego al principio de las de G. W. Bush y Obama) fue solo eso: un respiro en las relaciones entre Estados Unidos y Rusia. La Guerra Fría había terminado, y para Estados Unidos una Rusia debilitada no representaba una amenaza en sí misma, sobre todo dado que seguía siendo un socio capitalista. Apenas se prestó atención, si es que se prestó alguna, a la transición y consolidación democráticas rusas. La focalización directa en la incipiente amenaza china se convirtió en la línea de pensamiento dominante. El círculo solo se ha cerrado tras la tercera invasión rusa en Europa del Este.

Lo que había sido un imperio, luego una dictadura, y más tarde una cuasidemocracia, nunca abandonó del todo su pasado autocrático. Y lo más importante, es una potencia nuclear que lucha por recuperar su estatus. Esto no es ninguna novedad, especialmente para los ucranianos. Los Gobiernos de Estados Unidos, ya fueran demócratas o republicanos, no podrían haber dado por sentado que la transición rusa del comunismo al capitalismo garantizaría la consolidación democrática. Más bien nunca fue un tema. Era casi como si Estados Unidos hubiera hecho caso omiso del peso del velo soviético, y luego fuera incapaz de tolerar un fleco de un pasado atroz que parece destinado a repetirse.

Mientras tanto, Occidente perdía el rumbo democrático. ¿Es posible que las tendencias autocráticas internas de sus propios sistemas democráticos hicieran a algunas democracias occidentales ciegas a las amenazas exteriores? Desde luego, no fueron de ayuda. El Gobierno de Trump fue la encarnación de la disfunción democrática, más hiriente aún debido a la parcialidad invariablemente abstracta del Partido Republicano, incluso antes de que él ocupara el cargo.

Ahora, la violación de la soberanía de un Estado democrático por parte de otro autocrático puede hacer que algunos miren hacia adentro. Pero no tanto por un sentido democrático inherente, sino más bien por el interés común inmediato. En cualquier caso, este es sin duda un momento no solo para la defensa común de Occidente, sino también para una introspección democrática en profundidad. Su ausencia es una debilidad que Putin se ha esforzado en fomentar, además de en sacar partido de ella.

Es verdad que Putin se ha encontrado con que la OTAN ha opuesto un frente unido a su invasión. Aun así, ¿significa esto que un Estados Unidos dividido, por más que defienda la soberanía de Ucrania, se unirá sin más contra este nuevo/viejo enemigo común?

La respuesta es que, muy a corto plazo, quizá, pero no necesariamente a largo plazo, Estados Unidos tiene una vieja y gloriosa historia de unidad contra una amenaza existencial, pero esta fuerza y este impulso pueden decaer considerablemente una vez acabado el conflicto. Los ideales elevados más allá de las propias fronteras solo pueden mover al electorado hasta cierto punto, en particular a este electorado. Además, el apoyo bipartidista a Ucrania no se traduce directamente en un reajuste de las deficiencias democráticas. Y lo que es más importante, la dinámica en el Partido Republicano todavía no ha cambiado.

Polonia, a diferencia de Hungría, ha dado un giro importante en lo que respecta a las violaciones de la democracia, unas incoherencias en las que la Unión Europea lleva mucho tiempo insistiendo. Es más que probable que esto se debe al hecho de que tiene la desgracia de estar en primera fila frente a la invasión rusa. A lo mejor la democracia no puede darse por sentada. De momento, en Estados Unidos no se está produciendo un cambio comparable. La legislación bipartidista se ha unificado rápidamente por objetivos y necesidad comunes, a un ritmo muy parecido al del resto del mundo democrático. No obstante, el Partido Republicano continúa en estado de crisis democrática trumpiana.

En consecuencia, mientras que la seguridad de Occidente siga dependiendo en gran medida del poderío militar estadounidense, ya sea frente a Rusia, o incluso frente a China en el futuro, no es realista separar la política exterior de Estados Unidos de su política interior (en realidad, nunca lo ha sido del todo). La razón no es solo que los objetivos exteriores e interiores no siempre coinciden, aunque este no sea el caso en lo que respecta a Ucrania. Si las dinámicas en el Partido Republicano no cambian, no se puede contar con que los futuros presidentes de Estados Unidos vayan a defender los intereses de su propia población con la debida diligencia y con legitimidad democrática, y menos aún que vayan a mantener la seguridad en el mundo. Esta revelación tampoco es nada nuevo. Durante años, muchos socios europeos han sido testigos del fracaso de Estados Unidos a la hora de proporcionar estabilidad internacional a través del liderazgo. Por lo tanto, aunque Biden y sus aliados insistan en que la OTAN es más fuerte que nunca -y hasta puede que tengan razón-, la cuestión sigue siendo si Occidente es capaz o no de defender definitivamente la democracia, no solo a lo largo de las fronteras aliadas, sino también desde el interior.

Beth Erin Jones es analista política y doctora por la Universidad Autónoma de Madrid.

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