Un reto y un discurso

A media tarde de anteayer, dos días después de la triste jornada conocida como 1-O y sin previo aviso al común de los ciudadanos hasta dos horas antes (parece que ni siquiera los medios de comunicación estaban al corriente), el Rey pronunció un discurso en el que describió la situación política creada por las decisiones separatistas adoptadas por las autoridades de la Comunidad Autónoma de Cataluña. Situación ensombrecida en la jornada de celebración del referendo, en la cual hubo desajustes, digámoslo así, en la actuación de las Fuerzas de Seguridad, con el deplorable resultado que conocemos y que ha sido aireado a todo el mundo y magnificado por los medios de comunicación, con el consiguiente deterioro de la imagen de la democracia española.

Cuando todos esperábamos al día siguiente una intervención del presidente del Gobierno explicando lo sucedido y las medidas que adoptaría en los dos frentes -separatismo y respeto a la integridad física de los votantes y manifestantes-, nos encontramos con un par de frases negando que hubiera habido referendo como tampoco exceso alguno de las Fuerzas (estatales) de Seguridad. Sin novedad, por tanto. Pero, como la realidad es terca, no sólo continuó la escalada separatista, sino que lo hizo con énfasis renovado y con protestas airadas contra España, contra el Gobierno central y sus integrantes, contra el régimen español, contra la Constitución y contra los españoles todos (muy especialmente los españoles catalanes que no secundaban la protesta); todo ello adobado con la expulsión vergonzante de un contingente de Fuerzas de Seguridad y con las fáciles y habituales invectivas de franquistas, fascistas, opresores, criminales, etcétera, propinadas a quien se atreviera a mostrarse disidente o incluso neutral.

Así las cosas, parecía el momento oportuno para una comparecencia del Rey que tuviera un signo pacificador sin perjuicio de respaldar la actuación del Gobierno, como es habitual, y de las Fuerzas de Seguridad que obedecían órdenes, y que contuviera una llamada a las autoridades catalanas para su vuelta al orden constitucional. No fue así. El Rey apareció en las pantallas de televisión con traje y discurso severos y sin concesiones a nadie, salvo el mensaje de tranquilidad que envió a los catalanes españoles que quieren seguir siéndolo pese a las dificultades que encuentran en ello, a los que aseguró que no se verían solos.

Ayer, en este mismo periódico se señaló la muy severa puesta en escena del discurso. Puede darse por descontado que fue querida así por el propio Monarca. Debía estar a tono con el contenido del mensaje. Y consiguió el efecto: esto va en serio. De ahí las descalificaciones, nunca oídas hasta ahora, del comportamiento de las autoridades autonómicas catalanas, a las que recordó que representan al Estado en dicha comunidad. Se refirió también, aunque implícitamente, a los poderes legítimos del Estado (expresión que abarca a los poderes autonómicos catalanes, aunque quizás, por exclusión, se estuviera refiriendo sólo a los «constitucionales») instándoles a que aseguraran el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones, incluido el autogobierno de Cataluña.

Lo inédito del formato y del contenido del discurso ha causado sorpresa y ha motivado preguntas sobre su naturaleza, acaso sólo comparable -se dice- con la intervención de su antecesor, Juan Carlos I, con motivo del frustrado golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Pero el discurso de Felipe VI también ha sido diferente de ese posible precedente.

En aquella ocasión el Rey vistió de capitán general porque así lo requería el momento y la índole de los diseñadores y agentes del golpe; fue una intervención muy breve, en la que no hizo discurso alguno acerca de jerarquías normativas ni calificó jurídicamente los actos protagonizados por los insurrectos, sino que dio cuenta a los españoles, para tranquilizarlos, de que ya había tomado medidas para frustrar la intentona y las describió de forma escueta aunque algo barroca.

En cambio, Felipe VI se ha detenido en la descalificación jurídica de los hechos (incumplimiento reiterado, consciente y deliberado de la Constitución y del Estatuto de Autonomía, vulneración sistemática de las normas, quebranto de los principios democráticos, menosprecio de la solidaridad, intento de apropiación de las instituciones, así como la pretensión de quebrar la unidad de España y la soberanía nacional), sin ahorrar el reproche moral que, con toda seguridad, habrá sorprendido: deslealtad inadmisible, conducta irresponsable. Así, como suena.

«Se la ha jugado» es una reflexión que más de uno se habrá hecho. ¿O acaso es un diagnóstico? De momento, ya sabe el Rey que tiene enfrente a varios millones de catalanes, entre ellos los grupos políticos autonómicos con más escaños (hasta ahora) en el Parlamento. Y también, en el resto de España, a otros cuantos millones que votan a partidos antisistema. Ahora bien: ¿cuándo ha tenido el Rey de su lado a aquellos y a estos?; ¿ha perdido algo que no tuviera perdido de antemano? Tal parece como si, además del cumplimiento de su función simbólica de la unidad y permanencia del Estado, Felipe VI hubiera hecho un cálculo de pros y contras con el resultado de que vale más contar con los españoles leales a la Constitución, que silenciar los hechos y buscar adjetivos inanes. Ahora no tocaba eso.

Antonio Torres del Moral es catedrático de Derecho Constitucional.

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