Un retrato real a ritmo de tango

El secreto mejor guardado de la iconografía real se ha desvelado con la exposición «El Retrato en las Colecciones Reales. De Juan de Flandes a Antonio López», con la puesta de largo de La familia de Don Juan Carlos del artista manchego. Han transcurrido veinte años. Y como suele suceder, las opiniones han sido diferentes. Los más apasionados hacían comparaciones hasta religiosas. Así, parafraseando la expresión Habemus Papam, hablaban de Habemus Quadrum. ¡Cómo se va a comparar el realismo de Antonio López con el trazo atormentado de Lucien Freud o Andy Warhol, los artistas escogidos por la Familia Windsor! Pero siempre hay escépticos: que si Las Meninas se pintaron, y eso que Velázquez era ya Aposentador Mayor de Palacio, una actividad que le ocupaba gran parte de su actividad, en un solo año (1656); que si La Familia de Carlos IV, encargada por Godoy en la primavera del año 1800 antes de la llegada del embajador de Napoleón, fue ejecutada por Goya durante el verano y el otoño de dicho año. Los más cultos apostillaban el caso de La Familia de Felipe V de Van Loo, finalizado asimismo en doce meses (1743), comparando la lentitud del de Tomelloso con los frescos de la Capilla Sixtina de Miguel Ángel ante un desesperado Papa Julio II. Así estaban las cosas, cuando los más descreídos no perdieron ocasión de canturrear algunas estrofas del tango Volver (1935), compuesto por Carlos Gardel y con letra de Alfredo Le Pera: «Sentir / que es un soplo la vida, / que veinte años no es nada, / que febril la mirada…». Compositores de una serie de éxitos sin igual, nos recuerda Antonio Pau en su libro Música y poesía del tango, antes del trágico accidente de avión en Medellín.

Las canciones lo aguantan todo. Veinte años no dejan de ser una ráfaga fugaz o una insoportable condena. Pero la vida es mensurable. Entre 1994 y 2014 han sucedido muchos e importantes cambios. El más destacado, la abdicación de Don Juan Carlos I en Don Felipe de Borbón, hoy Felipe VI. Al momento del encargo, finales de la tercera legislatura, la Presidencia del Gobierno era ocupada por Felipe González. Hoy, veinte años después, es desempeñada por Mariano Rajoy, quien en 1994 renovaba su acta de diputado por Pontevedra en las elecciones generales de 1993.

Unas modificaciones que se han dejado sentir en la intrahistoria del cuadro. Primero, en su nombre. Producida la abdicación, el retrato no podía denominarse La Familia Real, pasando a titularse La familia de Don Juan Carlos. Don Felipe era todavía Príncipe de Asturias y no estaba casado, lo que explica la no presencia de Doña Letizia y de las Infantas Doña Leonor y Doña Sofía. Y no menor alteración ha sufrido la composición. Con una salvedad: el papel protagónico y protector de Don Juan Carlos en el centro del lienzo, como en la pintura bizantina, que toma por el brazo a la Reina Sofía. Aquí no hubo dudas. Otra cosa son sus demás integrantes. Así, la Infanta Cristina –se cambiaron sus zapatillas, de abiertas a cerradas– pasó de estar situada al lado de su hermano a un lugar más separado, más a la izquierda. Don Felipe también se desplaza, con las manos entrelazadas, hacia Doña Sofía, más próxima al Rey, mientras que la Infanta Elena es tomada del brazo por su padre. Ambas, Sofía y Elena, portan un abanico, mientras que Cristina sostiene un ramo de flores. En cuanto a los vestidos, mientras que los varones lo hacen de oscuro, las mujeres –se modificó la chaqueta inicial de la Reina– portan trajes neutros. Una obra caracterizada, pues, por su luminosidad y ajena a la parafernalia de las pretéritas estancias palaciegas y sus consabidos cetros, coronas y mantos de armiño. En palabras de Don Juan Carlos, «una familia española más».

En este contexto se entiende la confesión del pintor: «Pensé pedir auxilio para acabar el cuadro… a Isabel Quintanilla». Y hasta una justificación: «Yo tengo una forma de caminar que es la mía. Los elefantes tienen una; las lagartijas, otra; las hormigas, la suya, y yo, la mía. Voy a mi paso». Una ayuda echada especialmente en falta dadas sus dimensiones: 3 x 3, 39 cms., más representativas del pasado –los 318 x 276 cms. de

Las Meninas, los 280 x 336 cms. de La familiade Carlos IV y los 408 x 520 cms. de La Familiade Felipe V– que de hoy. «¡Es como escribir Guerra y Paz! ». Pero el lienzo disfruta, más allá de disquisiciones estéticas, de un élan vital propio en Antonio López: la dignidad y su sentido moral. Lo que lo sitúa en las antípodas del desasosegante Retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde.

En cuanto a la elaboración del cuadro, hay también sobresalientes diferencias con los retratos de Estado tradicionales. El más destacado, la ausencia de posado, pues se ha hecho mediante dos sesiones fotográficas (una del pintor y otra de Chema Conesa). Como diría Marinetti, la inmediatez es el sino de época. Diferente, pues, al tiempo de Felipe IV, quien, decía Palomino, gustaba de acercarse a Velázquez, como antes Carlos V con Tiziano. Pero también del de Carlos IV: Goya, para evitar las maratonianas sesiones de pose, se trasladaba a Aranjuez, residencia de la corte en mayo y junio, para tomar estudios de los personajes, y realizar el cuadro en Madrid en la segunda mitad de 1800. Sin olvidar dos disimilitudes más: de un lado, el retrato no es encargo de los Reyes o sus ministros, sino de Patrimonio Nacional; y, de otro, la obra de Antonio López acoge los rasgos de sus trabajos: rigurosidad, perfeccionismo y minuciosidad. ¿Recuerdan la película El sol del membrillo, de Víctor Erice? Así lo atestigua su último retoque: la incorporación de un reflejo de sol en su parte izquierda. Les corresponde a ustedes ahora enjuiciarla tal y como apuntaba el verso de Gil de Biedma (Pandémica y Celeste): ¿sienten hoy semejante deslumbramiento como hace veinte años?

Pedro González-Trevijano, magistrado del Tribunal Constitucional.

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