Un Rey aristotélico

Nunca he sido monárquico, intelectualmente. Tampoco republicano. La pretendida contraposición me resulta anacrónica. Basada en un supuesto antagonismo y con una visión tan simplista, hoy no merece ni siquiera contradecirla. Una burda caricatura que identifica a la Monarquía con un sistema menos democrático y, por ende, menos preocupado por los derechos ciudadanos y la justicia social, frente a la República como gobierno legítimo del pueblo que promueve el respeto de las libertades y la consecución del bien común. En nuestro mundo, para medir la calidad democrática de un país lo único que no cuenta es que el Jefe del Estado derive de un régimen monárquico o republicano.

Acudamos a los clásicos que siempre arrojan luz cenital. Una de las obras más representativas de Platón, República, no refiere una forma de gobierno sino que, desde un texto dialógico, compendia su filosofía política al reflexionar sobre una polis idealizada. En Las Leyes defiende que los individuos mejores, uno o varios, son quienes deben gobernar. Su discípulo Aristóteles, en De Política expone el mejor modo de organización pública, después de analizar más de cien «Constituciones» helénicas. No formula una teoría constitucional, si bien es paradigmática su triple división de formas de gobierno. Adaptando su pensamiento al lenguaje de hoy, son puras: Monarquía, Aristocracia y Democracia -según gobierne uno, los más capaces o todos-, siempre que se pretenda el interés de los gobernados. Son impuras: Tiranía, Oligarquía y Demagogia, al corromperse el poder en la búsqueda del interés particular de uno, el grupo, o generando el desgobierno con perjuicio del bien común.

Un Rey aristotélicoDesde esta atalaya clásica, las Monarquías actuales de nuestro entorno se enmarcan en democracias parlamentarias. La Corona representa la «soberanía de los antepasados», así denominada por Cerdeira en su Catecismo del ciudadano español, dedicado a Alfonso XIII. Esta «soberanía» no está exenta de legitimidad popular, pues si bien no está refrendada en las urnas es sentida, mayoritariamente, por la sociedad como un referente, y no solo histórico, de la Nación.

Si «poder político» es, en el Diccionario de la RAE, «la capacidad de tomar decisiones que afectan a los individuos que viven en una comunidad», es obvio que no lo detenta el Rey. No obstante, posee un poder neutral y moderador que coadyuva a la convivencia. Es el modelo de la «Monarquía Constitucional parlamentaria», que tan magníficos ejemplos presenta en los países más desarrollados. Así, más de la mitad de los veinte Estados con mayor PIB per capita son Monarquías.

Acercándonos a nuestra realidad contemporánea, dos políticos alejados ideológicamente coincidían en la Transición sobre la conveniencia de la Monarquía. Afirmaba Alzaga: «La democracia no sería posible sin ella... Hoy la república no serviría de punto de encuentro... La monarquía parlamentaria constituye... una democracia coronada». Y Solé Turá, desde sus principios republicanos, subrayaba: «Estamos en el momento en el que estamos... lo que divide a los ciudadanos no es ser monárquicos o republicanos… Querer la República hoy significa derrocar la Monarquía, con lo que esto supondría en cuanto a las (impredecibles y peligrosas) consecuencias».

Un político nacionalista, hace décadas, presumía diciendo: «Somos el único territorio peninsular no romanizado». Un tertuliano, rápido en el quite, advirtió: «No me lo jure, a algunos ya se les nota». Y es que, salvo la aldea de Astérix, ¡qué privilegio haber sido romanizados, equivalente a ser civilizados, con el beneficioso efecto de sumergirse en su océano cultural!

De la referida anécdota del líder autonomista me acordé cuando la señora Borràs se atrevió a espetar a Don Felipe: «En Cataluña no tenemos Rey». Solo a ella, ni siquiera a quienes representa, bien podría haberle contestado el Rey: «No me lo jure, a usted se le nota». Pero con prudencia y una dosis, por arrobas, de paciencia se limitó a despedirla con una sonrisa. Encarnó, con elegancia, la décima acepción del DRAE de la voz «política» que señala: «Cortesía y buen modo de comportarse». Resulta aleccionador que los académicos hayan incluido este significado, que debería ser obligado para quien se dedica al noble oficio de la política.

Soy monárquico vivencialmente. En aquella España de la que soy consciente -con mis 19 años en 1975-, tengo para mí que nada pudo suceder mejor a los españoles que la presencia de un Rey en su vida pública. A Don Juan Carlos se le ha denominado el «empresario» de la Transición, siendo su «autor» Torcuato Fernández-Miranda y el «actor principal», Adolfo Suárez. Su figura, siempre acompañado y auxiliado por una excepcional Reina, fue clave para el delicado momento del cambio. Brilló en su reinado en el ámbito internacional, siendo recibido con honores y respeto, difíciles de igualar. Ha sido reconocido como un «excepcional embajador» que supo proyectar la imagen y los intereses de nuestro país en el mundo.

Felipe VI, en su primer quinquenio, ha dado lustre a la Monarquía portándola a una consolidación admirable. Como afirmaba el reciente editorial de nuestro ABC su «balance no puede ser más alentador para la evolución de nuestra democracia, la fortaleza de la nación y la estabilidad de la institución». Las circunstancias no le han sido en absoluto favorables. Y ha sabido afrontarlas con sólida formación académica, competencia probada, proverbial prudencia y rendida entrega al servicio de España y los españoles.

Así, con humildad no exenta de firmeza, lo declaró en su discurso con ocasión del 40 aniversario de la Constitución: «A la tarea de construir España (...) dedico mi vida y todos mis esfuerzos (...) al servicio de todos los españoles, desde la independencia y la neutralidad, y comprometido con la Constitución que nos trajo la democracia y la libertad».

Afirma Aristoteles, en su Ética a Nicómaco, que el Rey «no puede pensar en su utilidad (...) sólo en la de los súbditos que gobierna». Y concluye: «El mejor de los tres gobiernos es el reinado». Arriesgo que si hubiese vivido bajo Felipe VI, volvería a escribir lo mismo. Por ello entiendo que el nuestro, es un «Rey aristotélico».

Federico Fernández de Buján es Catedrático de la UNED y Miembro de la Real Academia de Doctores de España.

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