Un Rey sin Reyes

Ni apelando a la acendrada tradición española de escribir una carta a los Reyes Magos para hacer realidad los sueños más anhelados ha podido Juan Carlos I satisfacer su apetencia de retornar a España por Navidad y celebrar este 5 de enero su 84 cumpleaños interrumpiendo su destierro sine die en Emiratos Árabes Unidos. Allí permanece, sin juicio ni procesamiento alguno, desde el 3 de agosto de 2020. Cual barco varado, el expatriado Rey Emérito sufre, de facto, esta grave pena que las Siete Partidas de Alfonso X El Sabio equiparan a la muerte civil.

Aunque fuera anunciado con caracteres de acto voluntario, este alejamiento forzoso consumaba un pacto entre La Zarzuela y La Moncloa para apartar a quien se sentenciaba ante el tribunal de la opinión pública. Sin que la Casa Real alcanzara a columbrar las secuelas de esta maniobra de un vitriólico personaje como Pedro Sánchez. Después de desatar males mayores en provecho propio, es capaz de presentarse como el mal menor al servicio asimismo de su interés.

Un Rey sin ReyesSiendo a la vez pirómano y bombero, al deportar a don Juan Carlos, lograba dar pares y nones a Felipe VI y a los detractores de la Monarquía, a la sazón aliados suyos. Al Rey, presentando la marcha de su progenitor como un sacrificio ineludible para preservar la Corona; a sus aliados, mostrándosela como pena de exilio a quien simboliza una Transición a la que revocar para abrir la espita de un proceso constituyente plurinacional como el que desarbola Latinoamérica atrapada en un turbión populista que se propaga como el coronavirus.

Entre tanto, en esta España cuyo sino ha sido mucho tiempo el de una nación en constante y agitado período constituyente, Sánchez entrega a la Alianza Frankenstein que le sostiene en La Moncloa los instrumentos que horadan el régimen constitucional hasta que se desplome por su propio peso y lo achaque a un inesperado accidente ajeno a la voluntad del administrador del edificio.

Así, en cada canje parlamentario, deja al Estado en las raspas al desalojar a éste de los territorios que gobiernan sus socios soberanistas y en los que sólo aguanta el poder judicial al aguardo de cualquier andanada de última hora. Como la que ha finiquitado –en una enmienda del PNV a los Presupuestos del Estado– la habilitación nacional para secretarios, interventores y tesoreros de la Administración local implantada para erradicar el favoritismo y cuya supresión allanará la senda para que el caciquismo se enseñoree de ayuntamientos y diputaciones.

A la par, el Gobierno vasco ultima la semilibertad de los asesinos de ETA trasladados a cárceles del País Vasco por el ministro Marlaska al tiempo que sus cabecillas, una vez blanqueada la banda por el PSOE, se despojan de la capucha del crimen y la extorsión –muchos aún sin esclarecer– para capitanear Bildu, su brazo político, y dictar, al alimón con ERC, la suerte de España. Todo ello después de que Sánchez haya entregado las llaves de la gobernabilidad a estas dos formaciones separatistas con estrategias mancomunadas para el País Vasco y Cataluña desde su matrimonio de sangre en Perpiñán en 2004.

En este contexto, las víctimas de ETA agradecen el aliento de Felipe VI en la Pascua Militar en vísperas de las marchas en apoyo de la liberación de sus asesinos congregadas por los socios de Sánchez, quien calla y les otorga. Pero no deja de ser una muestra de impotencia de un Estado rendido a quienes segaron la vida de sus servidores y que ahora lo derruyen con la connivencia de quien escucharía a Su Majestad, con la escolta de su fiel Marlaska, como el que oye llover.

Por eso, el objetivo del destierro del Rey Emérito, valiéndose de su demérito para inmolarlo en el ara de la plaza pública, no era preservar a la institución, sino proscribir al artífice de la transición de la dictadura a la democracia para impugnar el mayor periodo de bienestar y libertad de España, así como a la Monarquía que lo corona. Tras ser protagonista de espectáculos nada edificantes pese a su deber de ejemplaridad, don Juan Carlos estimó que todo le estaba permitido después de protagonizar un fructífero periodo de contención que finiquitó en enero de 1993 defenestrando como jefe de la Casa Real a Sabino Fernández Campo, secretario general de la misma en la tentativa golpista militar del 23-F de 1981. Despachando a quien le advertía de cómo se deslizaba por una irrefrenable pendiente que podía costarle el trono al niño nacido en el exilio y cuyo padre vivió, cual Juan Sin Tierra, en el desarraigo hasta casi el fin de sus días, cavó su ruina y emborronó sus brillantes páginas en el Libro de la Historia. Aunque nadie sea un héroe para su ayuda de cámara, las conductas de don Juan Carlos ya iban más allá de la mirada de su fiel privado y eran tan notorias como para malograr una aureola labrada para desmentir el vaticinio de Santiago Carrillo sobre la brevedad de su reinado.

No se procuraba, en suma, la reprobación que le condujo por su propio pie y su mala cabeza a la abdicación en una modélica obra de orfebrería de Estado de los entonces jefes de Gobierno, Mariano Rajoy, y oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, quien asumió la carga añadida de persuadir a un PSOE radicalizado al socaire del fulgor electoral de Podemos con el guillotinador (hoy guillotinado en las urnas madrileñas) Iglesias alardeando de revolucionario de los de abajo contra los de arriba hasta que se instaló en la parte superior de la escala social.

A raíz de la tormenta que suscitó la muerte en 1997 de Diana Spencer, ex esposa del príncipe Carlos, que puso en crisis a la Monarquía británica, Tony Blair ya había hecho lo mismo rehuyendo cualquier tentación cesarista en el cenit de su carrera con tres mayorías absolutas cosechadas para explotar la trágica muerte de la princesa del pueblo y dar un golpe de mano contra la institución en la hora más crítica del reinado isabelino, o 20 años atrás su colega holandés, Joop den Uyl, también socialdemócrata, salvando de la quema a la Reina Juliana cuando su marido, el príncipe Bernardo, se dejó sobornar por Lockheed para la compra de estos aviones de combate norteamericanos, siendo desprovisto de honores y resignado a que «la palabra Lockheed quede grabada en mi lápida».

De hecho, quien se jacta de mandar sobre la Fiscalía General del Estado y desembarcó en ella a la reprobada ministra de Justicia, Dolores Delgado, para que complaciera su antojadiza voluntad, se niega a archivar la investigación sobre el patrimonio del Rey Emérito prorrogándola vez tras vez después de que Suiza diera carpetazo al asunto. Luego de cometer el error de irse dando la impresión de ser culpable, la vuelta de Juan Carlos I se revela enojosa para Felipe VI, dado como los detractores de la Monarquía usan los despropósitos del padre como una espada de Damocles sobre la testa coronada del hijo, y dichosa para un Sánchez que, con tal destierro, reduce al Jefe del Estado a un papel subsidiario o, incluso, asistencial maniatándole como Jefe del Estado que, siendo «símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones», según la Carta Magna.

Tales intrigas evocan al personaje de John Ponsonby Conroy, administrador de la duquesa de Kent y de su hija, la futura reina Victoria, quien diseñó un estricto sistema de reglas para hacer dependiente a ésta y ejercer el poder a través de la joven, pero que fracasó en su intentona siendo expulsado de la casa de Victoria al llegar ésta al trono con su mayoría de edad. En una versión fílmica, asistiendo a la fiesta de cumpleaños del Rey Guillermo IV y del rapapolvo que le pega a la duquesa de Kent por buscar imponer su regencia junto a Conroy, el duque de Wellington, el último militar británico con efectivo poder político, desliza: «¿Familia? ¡Quién pudiera evitarlas!».

Esa aparente interiorización de su rol subalterno por Felipe VI, asumiendo el marco mental y las estipulaciones de Sánchez, se escenificó en su discurso de circunstancias –y limitado por la circunstancia paterna– de Nochebuena con una alocución que dejó de desear tanto en su texto –plagado de jerga sanchista– como en el habitáculo escogido para la grabación que parecía un despacho ministerial aledaño al de Sánchez.

Siendo un oficiante de liturgias que da sentido a la histórica institución que encarna, Felipe VI pareció simbolizar la Monarquía de Ikea, en vez de la del ancestral Reino de España, mientras su primer ministro adopta aires regios como si fuera el Rey Sol. Hecho a instalarse en la Residencia Real de La Mareta que Hussein de Jordania legó a Juan Carlos I, exhuma a Azaña que, para «elegantizar la República», se ubicó en el Palacio Real tras conjurarse con el PSOE para defenestrar arteramente a Alcalá-Zamora. Amén de designar cargos a tropel y de asaltar al Tribunal Supremo y al de Garantías hasta «la perdición de todo y de todos», parecía presto a entronizar la dinastía de los Azaña en el trono de los Borbón.

Con el tiempo que dista desde su estreno como presidente en la recepción del Día de la Hispanidad, donde se puso en la línea de saludo con los monarcas hasta que lo sacó el servicio de protocolo, lo que se achacó a una excusable pifia de novato se corrobora cada día como una declaración de intenciones de quien, en el estado de alarma por el covid, se arrogó «máximo representante» de la nación cuando sólo personifica al Ejecutivo. Echando la cruz del padre a cuestas como un cirineo, quien siempre ha sabido estar en su sitio desde su proclamación en 2014, corre riesgo de borrarse y diluir su rol como jefe del Estado de una Monarquía en el que la conducta individual del padre no puede hipotecar el ejercicio de tal encomienda por el hijo.

Bien haría el Rey en no permitir que, manipulando a conveniencia la situación del patriarca, Sánchez le haga luz de gas para anularlo y suplantarlo porque, en ese instante, el régimen constitucional entonaría su alea jacta est ante quienes quieren sentenciarlo, tras despedazarlo a tajos. Para esa tarea, no precisa presentar ningún justificante de un Sánchez que quiere a don Juan Carlos en el destierro tantos años como exige el Código Penal para que prescriban las acusaciones que se le cargan sin juzgar.

Como ponderaba Madame du Deffand, cuyo salón parisino fue punto de cita de enciclopedistas, «habitualmente estamos rodeados de armas y de enemigos, y los que llamamos amigos son aquellos por los que no se teme ser asesinado, pero que dejarían hacer a los asesinos». En consecuencia, Felipe VI no debiera claudicar a los cantos de sirena de quienes le dictan su camino de perdición y de servidumbre sometiéndole al chantaje por el escándalo de su padre.

Mucho menos cuando ha mantenido una actitud ejemplar hasta repudiar a don Juan Carlos y apartar a su hermana y cuñado para preservar su integridad y la de la Corona. Justo en los antípodas de los demagogos que acreditan corrupciones a troche moche y que sustentan en cargos a condenados en firme.

Visto lo visto, la equivocación que cometió avalando la salida de España de su padre para que se fabulase con un eventual exilio no sólo de su progenitor sino de toda la familia, se agrandaría dando la sensación de condescender con quienes marcan su fatal destino y el de la nación siguiendo la falsilla de un Ejecutivo con unos cuates de investidura y de Gobierno que no le perdonan que fuera la cabeza de la nación que acreditó ser tras el golpe de Estado en Cataluña y que no cejan en hacérselo expiar.

Francisco Rosell, director de El Mundo.

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