Un Robinson de nuestros días

Cada año, muchos somos los que estamos convencidos de que detrás de cada uno de los miembros de ese impenetrable jurado o misteriosa Orden que otorga en el gélido norte escandinavo el más famoso y ansiado galardón literario de todo el planeta, el Premio Nobel de Literatura, se esconde un pequeño gruñón o snob rebelde al que no le da la gana de entrar por el vulgar aro de las predicciones, de las más o menos quiméricas quinielas, de los rumores insistentes o de esos enloquecidos sudokus combinatorios que mezclan cabalísticamente probabilidades, continentes y nombres más o menos pintorescos u obstinados.

Una vez otorgado, y una vez disipadas las dudas en cuanto países, queda la segunda fase de encajar el desconcierto habitual que se produce entre los parroquianos de cada remoto rincón del globo al enterarse de la noticia. Si a cualquier lector atento a la literatura francesa publicada estos últimos años en nuestro país se le hubiera preguntado por un escritor francés de nuestros días imprescindible y regularmente traducido -más allá de las ediciones académicas y de los circuitos universitarios-, en un primer lugar clamoroso, seguro que hubiera figurado Patrick Modiano, que cuenta en España con legiones de admiradores probablemente tan fieles e inquebrantables como el americano, y por cierto muy francófilo, Paul Auster. En un segundo puesto del ranking, con un enfoque más para entendidos, figuraría quizá la exquisita y elegante erudición encarnada por un autor espléndido como Pascal Quignard, bastante difundido en nuestra geografía. Y ya, por último, en la sección de aficionados a escritores e inteligencias esquivas, así como a fervores y entusiasmos de culto refinado, fuera del circuito masivo, esos lectores de difícil complacencia pensarían inmediatamente, con toda probabilidad, en un deslumbrante autor secreto, de afilados y poco convencionales enfoques, como es el inclasificable Pierre Michon. Esto, en lo que se refiere a España. Pero, en cuanto nos trasladamos a nuestro querido y en tantas cosas cómplice y hermano país vecino, ya es harina de muy distinto costal. Hace algo más de diez años una célebre revista literaria organizó una encuesta entre sus lectores preguntando «cuál era el más grande escritor vivo en lengua francesa». Y aquí viene esa imprevista excepción cultural, o burla continua a la estadística, con la que siempre hay que contar: estando aún vivos inconmensurables patriarcas como el añorado Julien Gracq, el apocalíptico Cioran, o alguien de la altura y esplendor de Julien Green, saldría elegido Jean-Marie Gustave Le Clézio. Todo esto viene al caso para ilustrar la enorme popularidad y reconocimiento público del que goza ese brillante, original y apasionante narrador y orfebre de la palabra que es J.M.G. (como se le suele conocer en su país) Le Clézio.

Autor de una voluminosa bibliografía comenzada de forma muy precoz, y repartida entre novela, ensayo, relatos de viajes y literatura juvenil, Le Clézio encarna la figura del «buen salvaje», entre rousseauniano y robinsoniano. Alguien que habitó espacios o paraísos masacrados y al que ya no le quedará otra opción -como ha representado una y otra vez, simbólicamente, en sus metafísicas y poéticas narraciones de huida y desencanto- que habitar en el país de la nostalgia. Un país, enclavado normalmente entre el Magreb y Latinoamérica, que representa la «pureza original», la vida antes de la civilización. Fundirse en sus elementos naturales, en su sensualidad indómita y en esa especie de perturbación o ensoñamiento vagabundo y panteístico, se produce, en esos parajes edénicos, con total sencillez y espontaneidad.

Toda la obra de J.M.G. Le Clézio (Niza, 1943) entre la que se cuentan La cuarentena y El pez dorado (Tusquets), así como Onitsha (Debate), Revoluciones, El Africano, Urania y una novela recién aparecida en su país, Ritournelle de la faim (Gallimard), que evoca la figura de su madre, retratada en sus primeros veinte años, entre la Isla Mauricio y París, es una lucha contra la ciudad, contra la soledad y la violencia de la pérdida de la naturaleza. Eso que él tituló, en 1970, como La Guerra, y que viene tras «el éxtasis de lo material»: «El puro reino de la cantidad. Ya no hay pensamientos individuales, ya no hay deseos. El reino de la pluralidad de cosas destruye sin cesar la soledad». En ese reino, los rostros no aparecen de uno en uno, sino por torbellinos, por oleadas. Rostros que nunca se conocerán. Y casas que son tumbas, «gigantes de ojos abiertos que devoran todo». Poeta, además de novelista, dibujante, lector de francés en diversos países del mundo, y director de la colección de Gallimard «L´Aube des peuples», Le Clézio debutó en 1963, con una primera novela, Le Procès-verbal (El atestado, Cátedra), hoy considerada todo un clásico y que obtuvo en su día un clamoroso éxito, concediéndosele el premio Femina. Obra de vanguardia, cercana al experimentalismo, pero distanciándose de él a través de una vía narrativa mucho más personal y más ligada a sucesos concretos, enlazaba, a través de un solitario y desarraigado personaje, algo cómico en ocasiones, el joven Adam Pollo, con una senda entre kafkiana y patafísica, dejada ya veinte años atrás por seres absortos y descolgados de todo como era el caso de El extranjero, de Camus. O por seres, si se prefiere, al borde de la demencia, de un descenso a los infiernos desolados y contemporáneos, que muy bien describiría el franco-irlandés Beckett a finales de los años cuarenta. Aquella precocidad inflamada de Adam Pollo, y del mismo Le Clézio, que publicó su novela con tan sólo veintitrés años, se acercaba también, por su sorprendente madurez como escritor, a casos muy emblemáticos, de «especialidad francesa», como eran Rimbaud y Radiguet. Menos volcánico, en cuanto a pasiones se refiere, y mucho más intelectualizado e hiperconsciente que este último, Le Clézio era un hijo perfeccionado de los últimos coletazos del Nouveau Roman, e influiría años más tarde, a través de esta primera obra, en creaciones del «nouveau-nouveau roman», como en alguna ocasión ha reconocido el propio Jean Echenoz, que leyó y quedó deslumbrado por El atestado en su adolescencia.

Joven Mozart de la escritura, como él mismo ha explicado en alguna ocasión -las raras veces que concede entrevistas-, antes de esa novela, había acumulado unas quince más, la primera de ellas escrita a la precocísima edad de siete años. Siguieron una docena de libros, algunas veces tibiamente acogidos, hasta llegar a su segundo gran éxito de público: El desierto (Debate) probablemente de lo mejor y más característico de su producción, por el que obtendría el premio Paul Morand de 1980. En esta novela, o gran contenedor cifrado, con todos sus temas y símbolos literarios recurrentes magníficamente desplegados, presentaba su más auténtica Biblia de la vida de los orígenes contra la destrucción urbana de las raíces y la personalidad humana; del colonialismo dominador contra la libertad esencial de los pueblos primitivos; de la edad de la iniciación y de la mirada, contra la edad de la sumisión y de la ceguera voluntaria. Una novela de nómadas, de desarraigados, de exiliados y humillados, en la que este autor concentraría toda su filosofía de devoción a la tierra y de escepticismo respecto al hombre en sociedad.

Escritor aventurero y fieramente nómada él también, Le Clézio vive desde hace años en Albuquerque, Nuevo México, aunque lo alterna con frecuentes temporadas en el sur de Francia. Fascinado por los pueblos y las mitologías indias -en 1970 vivió varios meses entre los indios- y por toda Latinoamérica en general, tema al que ha dedicado varias de sus obras, en una ocasión declaró: «No vivo en Francia, vivo tan sólo en la literatura. Escribo para inventar un mundo que no existe».

Mercedes Monmany