Un rostro acogedor para todos

Con la fiesta patronal de la Virgen de Montserrat, que junto con la de Sant Jordi cada primavera marca una semana de reencuentro de los valores identitarios catalanes, hoy llega a su fin el año jubilar montserratino. ¿Era lo bastante actual, nos preguntábamos hace dos años, dar al 125° aniversario de la coronación de la Moreneta el formato de jubileo? Jubileo indica júbilo, exaltación, por encima de la simple conmemoración que debe hacerse. Jubileo ofrece alcance universal --lo concede el Papa-- a un año de fiesta, que ha pretendido ser y ha sido también un año de fortalecer raíces e imaginar esperanzas. Siempre sobre la base de la solidaridad humana y de la reconciliación de los humanos entre sí y con Dios. Caracterizado por un fervor popular simple y discreto, el año no ha estado exento de resonancias humanas profundas.

Es en el año --para nosotros lejano-- 1881 cuando arranca en todas sus vertientes el referente de Montserrat como símbolo de una Catalunya que renace y que encuentra en la montaña que se eleva en su centro geográfico un rostro acogedor para todos, sin diferencias de origen, de creencia, de mentalidad.

Estre rostro es muy concreto. Una talla románica, bruna, bellamente esculpida cuando hacía ya siglos el nombre de santa María estaba vinculado a la montaña, deviene símbolo de un enfoque de la vida en torno al mensaje cristiano. A partir de ahí se consolida una espiritualidad, una cultura, unas formas de vida evangélicas que corren paralelas a la historia y la fecundan con nueva savia. Y, cuando los avatares de la propia historia eliminan los referentes que la habían configurado, los pioneros del resurgimiento descubren de nuevo a Montserrat e infunden vitalidad renovada.

Los prohombres que en la Renaixença noucentista forjaron el ideal de patria en torno a la lengua y la valoración de las raíces históricas tuvieron sus correspondientes mentores en personas de la Iglesia. Le dieron el aliento que necesitaba en aquel momento. Y el pueblo respondió a unos ideales que con la palabra, con la pluma, con el trabajo del día a día construyeron el Montserrat que conocemos. Verdaguer, Collell, Sardà y Salvany, Urquinaona, Muntadas... nombres propios que, junto con una selecta cosecha de artistas y literatos, sostenidos por la fe de un pueblo, hicieron posible un Patronatge de la Verge Moreneta sobre el Principat. A lo largo de estos 125 años no ha hecho más que consolidarse.

La comunidad benedictina que siguen en el monasterio ha recibido ese legado y ha intentado mantenerlo vivo en cada encrucijada que reclamaba un nuevo esfuerzo de supervivencia del país. Aquí radica la diferencia entre la situación de finales del siglo XIX y la que ha ido forjándose a lo largo del siglo XX. En aquellos momentos, los monjes se debatían para obtener el mínimo reconocimiento jurídico que les permitiera existir como comunidad y no solo como simples capellanes del santuario.

Cuando la lucha fratricida llevó al pueblo catalán a la postración, un nuevo símbolo --ahora hace 60 años, con la ofrenda de un trono a la Virgen-- fue el primer gesto de reconciliación nacional y de resurgimiento público del valor más identificador, la lengua. Poco después, cuando las ansias de libertad y de dejar hablar al pueblo todavía chocaban con barreras opacas, el cobijo de Montserrat fue altavoz universal del respeto a la vida humana y a todos los valores que precisamente la llevan a ser más y más humana. Cuando alguien desde dentro del propio ámbito cristiano ha tolerado la desnaturalización del pueblo catalán y ha consentido que de algún modo fuese vejado, la voz surgida del silencio monástico ha declarado aquello que otros no podían o no sabían transmitir.

Y, paradójicamente, nunca ha menguado la simbiosis entre el fervor religioso y el proceso de autoconciencia nacional de Catalunya. Como tampoco, por más que alguien lo pretendiera, no podría encontrar en la reciprocidad entre Catalunya y Montserrat ninguna complacencia endogámica: la catolicidad misma del mensaje cristiano se opondría a ello, y no permitiría poner fronteras allí donde la savia del Evangelio sabe que la apertura al otro empieza por la autoestima del don de Dios en cada uno. Nuestra sociedad, en estos inicios de siglo, tiene necesidad de evitar el enfrentamiento y la crispación. Precisa más que nunca una paz colectiva fruto de la paz interior. Quizá esto explica que Montserrat siga siendo un punto de encuentro al que hay que mirar de vez en cuando. El año jubilar ha visto transcurrir una vez más el sinfín de visitantes y peregrinos que han afluido a Montserrat a la búsqueda de algo.

Ni a los monjes, ni a nadie, corresponde descubrir los caminos por los que Dios quiere comunicar su amor. Ni tan solo puede adivinarse el momento y la medida. Solo sabemos que la luz de Cristo, a través del rostro bondadoso de su madre, se va mostrando en muchas ocasiones y de muchas formas, pero siempre con discreción. Y que el resultado no puede ser otro que la paz interior a la que todo el mundo aspira y que, una vez recibida, se proyecta necesariamente en solicitud por los demás. Año jubilar de consuelo y esperanza, pero también de paz con Dios y entre la humanidad.

Josep María Soler, abad de Montserrat.