Comparto al cien por cien las objeciones de fondo y de procedimiento manifestadas contra la Ley de Amnistía que han esgrimido jueces, fiscales, notarios, académicos y un amplio abanico de periodistas, escritores, políticos y una extensa y movilizada opinión pública.
Me voy a atrever a sugerir un lado positivo del actual debate sobre la Ley de Amnistía: por fin ha trascendido a amplios sectores de la opinión pública, incluidos medios de comunicación europeos, el proyecto e invasión del poder ejecutivo español en detrimento de los otros dos poderes del Estado.
Desde el inicio de los años 80, numerosos observadores, (entre los que destaca un sabio recientemente fallecido, Alejandro Nieto) han venido denunciando el deterioro político en España motivado por el caudillismo de los presidentes de Gobierno. Sin embargo, esas denuncias quedaban circunscritas a los escasos lectores de libros y de artículos de opinión. Ahora se ha producido un salto cualitativo y ha emergido, en la opinión pública, el debate sobre la deficiente calidad de nuestra democracia.
Es una cierta ironía de la historia que el franquismo (la concentración de poder en una sola persona) se manifieste en las actuaciones de los presidentes desde las elecciones generales de 1977. Nunca los presidentes de Gobierno han tenido la percepción de que no eran más que uno de los tres poderes del Estado. La tradición e inercia del Palacio de El Pardo se ha reasentado en La Moncloa.
El primer acto desmedido de esa preponderancia del Ejecutivo fue el traslado de la Presidencia de Gobierno a la sede de La Moncloa, decidido por el presidente Adolfo Suárez. Allí, en 60 hectáreas, los presidentes han construido una Administración del Estado paralela con cientos de asesores.
Para llegar donde estamos, todos los presidentes (con la excepción de Leopoldo Calvo-Sotelo) han aumentado su poder en detrimento de las instituciones. A la ley electoral provisional que se aprobó en 1977 hay que añadir las leyes orgánicas que han efectuado esa concentración de poder en la Presidencia del Gobierno; en 1982, el Reglamento del Congreso limita a la mayoría de los diputados de los grupos parlamentarios, que pasan de ser representantes de los ciudadanos a funcionarios del partido, sin voz y con voto obligado; la ley del Tribunal Constitucional; la del Consejo General del Poder Judicial, la ley de partidos políticos y su financiación pública (que permite que la democracia interna de los partidos sea una mera suposición); el dominio e influencia en medios de comunicación públicos y privados, etc.
La evidencia de la concentración de los tres poderes en Moncloa se expresa ahora de modo absoluto con un ministro de la Presidencia que incorpora Relaciones con las Cortes y el Ministerio de Justicia. Otra evidencia, que resulta ridícula por lo invasiva e inapropiada, es la obsesión del presidente Sánchez por acompañar al Rey para saludar al resto de ministros y autoridades, como si España en lugar de una monarquía fuera una diarquía.
Afortunadamente, el Gobierno tiene un plazo limitado. Está por ver que la alternativa política tenga la intención reformista de revertir un camino de concentración de poder del Ejecutivo iniciado en 1977.
Guillermo Gortázar es historiador. Su último libro es El secreto de Franco. La Transición revisitada (Renacimiento)