Un secreto cristiano del té

EL pasado siempre esconde un final inédito. En 1599, entre hielos y cadáveres, en un paisaje terrorífico a 52º de latitud Sur, al borde de la locura y la Antártida, los oficiales supervivientes de una pequeña Armada holandesa constituyeron una orden de caballería: «El León Desencadenado». Sus miembros juraban combatir a costa de sus vidas a España allí donde creían que residía la fuente de su poder: el ultramar. La tragedia se cebó con aquella flota, pero uno de sus buques, el Liefde, llegó a Japón en 1600. En él iba uno de esos oficiales, Will Adams, y su influencia fue decisiva sobre el shogun Ieyasu Tokugawa, lo que facilitó el fin del denominado siglo ibérico en Japón. Especular si Tokugawa aceptó iniciarse en aquella orden militar o si fue simplemente la inteligencia oportunista y fanatizada de Adams la que reforzó el anticristianismo y la desconfianza hacia España del shogun no pertenece a estas líneas. Ambos mundos, Oriente y Occidente, se habían cambiado ya para siempre, y de hecho habían empezado a borrar los rastros de ese intenso contacto, empezando, necesariamente, por el té.

Un secreto cristiano del téLa amargura del té se endurece en el templo de Daitokuji, lugar donde se encuentra el sepulcro de Sen no Rikyu, el maestro japonés del siglo XVI que cambió cualitativamente el significado cultural del té en Japón y en el mundo. Heredero de la escuela Shoin por su maestro Dochin Araki, más tarde lo fue también de la Escuela Soan (Takeno) Joo. Sin embargo, Sen Rikyu no se conformó en culminar una tradición: sus propuestas estéticas en el ámbito del té, la arquitectura, la poesía y la cerámica eran una revolución, algo radical y nuevo, nunca se había intentado algo así en cuatro siglos de zen en Japón.

Rikyu nació y vivió en el siglo de presencia hispanoportuguesa en Japón y murió misteriosamente por orden del kampaku Hideyoshi, una herida que se abrió, sin cerrarse, no solo en la cultura nipona. La manipulación de su muerte, por supuesto suicidio ritual, y la atribución de un poema de despedida en favor de la religión oficial pretendían ocultar que Sen no Rikyu era cristiano.

Los primeros en proponer la hipótesis de que Rikyu pudiera ser cristiano fueron el jesuita Antonio Cermeño y el historiador Murdoch a principios del siglo XX. Este último, sin expresar su nombre, lo identifica como «el maestro de té de Hideyoshi» y afirma que había sido convertido por el jesuita Organtino. Posteriormente, el historiador Yamada Muan, en su obra «Kirishitan Sen no Rikyu», ha creído poder probarlo por un retrato del propio Rikyu con un crucifijo, precisamente en uno de los paneles de arte namban del Museo de Kobe. No quedan muchos de estos curiosos paneles, apenas un centenar, pero capturaron obsesivos detalles de un mundo efímero, incluso las gafas del jesuita Cabral, las primeras que vieron Japón, y otros aspectos relativos al té, casi siempre cristianizados.

Sabemos que al menos una de las hijas de Rikyu era cristiana, algo que sería imposible sin la conformidad de su padre, y que cinco de sus siete discípulos principales eran, asimismo, cristianos. Entre ellos Oribe, que culminó la austeridad de las propuestas de Rikyu con la necesidad de la percepción elemental del defecto, la coexistencia cristiana entre la falibilidad y la redención. Rikyu no favoreció ni se vinculó públicamente con ninguna secta budista en los momentos en que propone su revolución. Finalmente, y de una vez por todas, es hora de denunciar la evidente falsificación del jisei, poema ritual del suicido, atribuido a Rikyu, donde aparece una auténtica proclama del ideal religioso del tirano Hydeyoshi y que de hecho parece dedicado a él: «Sé bienvenida, / espada de la eternidad [¿Hideyoshi?]. / A través de Buda / y a través de Dharma también / te has abierto camino». No olvidemos que la única espada homicida era la de Hideyoshi. La casa de Rikyu fue aislada por tres mil soldados hasta que se cumplió la sentencia. No solo contrastan los versos con la tradición de la poesía propia del seppuku, y existen amplias colecciones de estos poemas, sino que en la propia obra de Rikyu resultan unos versos inferiores e impostados, demasiado ajustados al fanatismo religioso de Hideyoshi. Los versos parecen probablemente escritos por Omura Yuko, secretario del tirano y cuya obra poética presenta la constante del curso del tiempo y de las eras, muy del gusto de Hideyoshi, que por otra parte se los atribuía a sí mismo. Hideyoshi no podía tolerar que su maestro de té, alguien con más poder y prestigio que cualquier ministro, se hiciera cristiano. Que la máxima representación de lo japonés se cristianizara.

La tecnología militar ibérica cambió Japón, lo unificó y, por supuesto, llevó al poder a quienes menos escrúpulos tuvieron en emplear masivamente las armas de fuego. Pero con los portugueses y los españoles, al poco unidos bajo la misma Corona, también llegaron la noción de un planeta esférico, la visión astronómica del cielo, la filosofía grecolatina, la ciencia europea y la religión cristiana. Nada sintetiza mejor la fascinación y el horror por Occidente que el propio unificador del Japón, Hideyoshi, que reunió el poder de la tecnología y su precio terrible: el miedo a que los europeos rompieran ese mismo monopolio en favor de sus enemigos y la sífilis, la enfermedad occidental que había deformado su mente y su cuerpo.

El té hechizó a los occidentales hasta tal punto que fue una base de entendimiento entre aquellos hombres que provenían de los buques oceánicos y las élites japonesas interesadas en acceder a su información y conocimiento. El té creaba entornos de confianza por encima de la insuficiencia del idioma, así se transformó y adquirió un papel político fundamental.

Japón no lo ha recordado así, el mismo Okakura, en su obra «El Libro del té», concebía el rito como una divergencia necesaria entre Oriente y Occidente. Un intraducible misterio para los occidentales que operaba como el infalible determinismo de la diferencia y de la nación.

El hallazgo de Rikyu, sin embargo, es otro: la sencillez es transcultural, no es un recurso barroco, la imperfección es un lugar de contacto humano, y el té, un mecanismo eficaz de inclusión. Y la sencillez es aquí funcional, y si refleja, necesariamente, valores zen es en un punto en que confluyen indistintos de muchos valores del primer cristianismo. Sabemos el papel relevante que tenía el té para los misioneros católicos. De hecho, las reuniones posteucarísticas tenían en el té un pretexto fundamental.

El té es el brebaje amistoso de los caminos, la hospitalidad que humedece la boca y calienta los dedos, la victoria del pudor frente al prejuicio. Sin embargo, la ceremonia del té fue traicionada, usada para el distanciamiento cultural, para el ensimismamiento nacionalista, lejos en su inmanencia de la revolución del té de Rikyu y sus «siete discípulos».

José María Lancho, abogado.

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