Un sector público innovador es posible

Hace pocos meses se hablaba en estas páginas de la profunda crisis del CSIC, gigantesco buque insignia (supera los 11.000 trabajadores) de la investigación científica en España. Un manifiesto de más de 100 investigadores reclamaba la reforma de sus instituciones de gobierno. Más recientemente, tres científicos renombrados, Jordi Bascompte, Carlos Duarte y Óscar Marín, explicaban su marcha de la institución e insistían en la necesidad de su transformación para evitar el éxodo del mejor talento, el decaimiento de la producción científica y, en definitiva, un grave deterioro de la ciencia española.

La agudización de esta crisis se produce justamente cuando se abre paso en el planeta una constatación: la capacidad de los Gobiernos y del sector público para asegurar una investigación científica de alto nivel es una condición sine qua non para que se produzca la innovación en las empresas y los mercados, y se acelere, consiguientemente, el desarrollo productivo de los países.

Un reciente libro de impacto, El Estado emprendedor, de Mariana Mazzucato, presenta evidencias notables de esta afirmación. En las etapas iniciales de la cadena de innovación —investigación básica y primeros escalones de aplicabilidad— una alta incertidumbre domina el escenario. En estas condiciones, los actores económicos privados (empresas y capital riesgo) no se atreven todavía a realizar inversiones. Sólo el sector público puede asumir los altos niveles de tolerancia al riesgo y garantizar la “financiación paciente” que estas etapas de la innovación exigen. Desde Internet a las redes móviles, pasando por la biomedicina, las nanotecnologías, la navegación por satélite, las energías renovables, la robótica y otras aplicaciones de inteligencia artificial, el protagonismo de los Gobiernos y sus organizaciones en esas fases precoces del proceso innovador se repite una y otra vez. Luego, serán las compañías y líderes empresariales capaces de aprovechar comercialmente este esfuerzo básico y trasladarlo a los mercados quienes se conviertan en iconos de la innovación.

Resolver los problemas que aquejan a nuestro sistema público de investigación científica es, por tanto, crucial. ¿Qué nos está pasando? Sin duda, la investigación está mal financiada en España, y sufre en los últimos años el impacto de una miope política de recortes, pero el mero incremento de la inversión en I+D —como argumenta la propia Mazzucato— no garantizaría el éxito.

Las duras críticas a la gobernanza del CSIC parecen reflejar lo que, en otro libro de 2014, The Fourth Revolution, John Micklethwait y Adrian Wooldridge denominan “las cuatro terribles convicciones” que, según ellos, lastran los avances en las organizaciones del sector público. Son estas: 1. La mayor parte posible de la actividad debe realizarse in house (con los propios medios y por personas integradas en la organización). 2. El proceso de decisión debe estar centralizado. 3. Las instituciones públicas deben ser tan uniformes como sea posible. 4. El cambio siempre es para peor, por lo que se debe evitar hacer algo por primera vez. Las críticas al CSIC, de las que nos hacíamos eco —endogamia, envejecimiento, rigidez, lentitud de los procesos, escasa apertura al exterior, trabas burocráticas, progresión por mera antigüedad, dificultad para vincular recompensas y resultados— transpiran, todas ellas, este diagnóstico pesimista.

El origen del problema radica en la extensión del paradigma burocrático de Administración pública a áreas de política, como la ciencia y la innovación, para las que resulta inadecuado. Conviene recordar aquí que la Administración del Estado moderno no nació, en realidad, para innovar, sino justo para lo contrario: para garantizar las condiciones de certeza, estabilidad y seguridad jurídica que debían permitir hacerlo a los agentes privados —particulares y empresas— en condiciones de mercado. La burocracia pública y sus pobladores arquetípicos, los funcionarios públicos, emergieron como el modelo organizativo capaz de garantizar los requisitos de predominio de la norma, distanciamiento de la ejecución y administración imparcial que esa misión exigía. Pero cuando el rol del Estado se amplió, llegando a incorporar la provisión de un enorme volumen de bienes y servicios públicos, el modelo se fue desajustando. En el campo de la investigación científica y la innovación —como en otros que no son ahora objeto de esta reflexión— el desajuste se expresa en términos contundentes.

¿Cómo introducir en ese anquilosado sistema público de producción de conocimiento rasgos como la apertura al exterior, la autonomía de los centros, la evaluación externa, la financiación competitiva, la flexibilidad de los procesos de administración, la institucionalización de la peer review o la vinculación de la carrera investigadora a los resultados? Pues bien: romper la uniformidad y desgajar de las grandes burocracias públicas unidades más pequeñas, especializadas y autónomas, regidas por reglas mucho más flexibles, ha sido el camino seguido en todo el mundo para conseguirlo.

Clayton Christensen, de Harvard, ha llamado “mutantes” a esas nuevas criaturas organizativas surgidas del interior del sector público con la misión de producir o facilitar la innovación. En Estados Unidos, tanto la mítica DARPA —inventora de Internet— como la ARPA-E, creada para investigar en el ámbito de las energías limpias, o los institutos públicos de salud (NIH) —que son, junto a su homólogo británico, el MRC, el mayor inversor mundial en biotecnología—, responden a ese modelo. El mismo patrón se refleja en los laboratorios y aceleradores públicos de innovación creados en distintos países: MindLab, en Dinamarca; PS21 Office, en Singapur; Sitra, en Finlandia; Center for Public Sector Innovation, en Sudáfrica; y otros en proceso de creación como el GobLab de Chile. Sin ir más lejos, ese es el modelo de ICREA, el minúsculo y dinámico “mutante” catalán que gestiona a 250 científicos de primer nivel, reclutados mediante procesos abiertos de alcance global y mecanismos estrictamente meritocráticos, y los inserta dentro del ecosistema de investigación.

El camino de las soluciones es, por tanto, conocido. Ello no quiere decir, desde luego, que resulte fácil transitar por él. Al menos, tres grandes áreas de dificultad deberían ser afrontadas. De entrada, el instalar en el sistema de innovación la dotación necesaria de estabilidad y tolerancia al fracaso en el largo plazo obliga a separar la política científica del ciclo político electoral. Ello exige un grado de consenso político y social que no parece, en los tiempos que corren, nuestro recurso más abundante.

En segundo lugar, habría que superar el cliché de la autosuficiencia, tan arraigado en el universo administrativo. La colaboración público-privada, la coproducción y la cocreación con actores situados extramuros de lo estatal, son requisitos sin los que la innovación no resulta imaginable en nuestra época. Esto nos obliga a desarrollar capacidades desconocidas en los entornos burocráticos: la selección adecuada de los socios, el análisis y distribución equilibrada de los riesgos, la evaluación inteligente de los resultados, la apertura al escrutinio público mediante nuevas formas de rendición de cuentas que deben hacer transparente una inherente complejidad.

Por último, y no es lo menos importante, habría que transformar radicalmente los modos de gestión del capital humano. La ocupación irrestricta del sistema público por el estatuto funcionarial —nacido, como dijimos, con otras finalidades— está causando notorios efectos disfuncionales en áreas como la educación o la salud.

Para producir conocimiento científico, las reglas de la función pública son —así lo denuncian Bascompte y sus compañeros— un sinsentido que nos aleja del aprobado en la asignatura de la innovación.

Francisco Longo es profesor en ESADE Business and Law School y miembro del comité de expertos en Administración Pública de Naciones Unidas.

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