¿Un seguro para Internet?

La gran paradoja del Internet actual es que la Red resulta ser cada vez menos ordenada, a pesar de que las compañías tecnológicas proclamen las virtudes del orden y del control.

Podemos tomar el caso de Facebook, donde recientemente se ha comprobado que conserva fotos cuyos usuarios pidieron que se borrasen hace tres años, mientras que un error en su sistema de seguridad convirtió en públicamente accesibles unas fotos privadas de su fundador, Mark Zuckerberg. O el de Anonymous, que continúa dando a conocer información personal sobre particulares y autoridades públicas con objeto de manifestarse políticamente o simplemente por divertirse. O el de Path, una popular red social a la que recientemente se ha descubierto cargando en sus servidores los contactos de los teléfonos móviles de sus miembros.

Tenemos la suerte de que al menos Path haya tomado algunas precauciones de seguridad; sin ellas, las direcciones de sus dos millones de usuarios podrían estar ya a disposición de Anonymous. Lo que no sólo habría perjudicado a su privacidad sino también a su reputación. Después de todo, ¿quién sabe qué comprometedores números almacenan en sus teléfonos? Algo similar ocurrió en 2010, cuando Google echó a perder el lanzamiento de Google Buzz al revelar los nombres de los contactos de email más frecuentes de sus usuarios, lo que no operó precisamente en favor de su reputación.

¿Qué habrá que hacer? Una solución podría ser la de hacer de la Red un lugar menos anónimo, de manera que fuera posible localizar y castigar a quienes actúan del modo en que lo hace Anonymous. Otra solución sería la de aceptar tales desastres como inevitables y centrarse en que cada cual se gestione su propia reputación online. Un montón de nuevos negocios ya anuncian su capacidad de quitar de los resultados de búsqueda la información que le perjudique a uno. Pero eso podría costar miles de dólares, creando nuevas brechas digitales entre ricos y pobres.

La tercera solución, y la más popular, es la de acogerse al “derecho al olvido”, un derecho tan ambiguo que incluso quienes lo proponen no suelen ser capaces de definir en qué consiste. En su versión más débil, se trata de algo de sentido común: los usuarios deberán disponer de la capacidad de borrar cualquier información que carguen a servicios online. En su versión más fuerte, mediante la cual los usuarios pueden borrar la información sobre sí mismos incluso de páginas de terceros o de buscadores, resulta demasiado restrictiva.

Sin embargo, el “derecho al olvido” no contribuirá gran cosa a mitigar debacles como la de Google Buzz y Path, ni menos a regular a Anonymous. Aunque podría limitar la distribución de información difundida inadvertidamente, no podrá consolar a aquellos usuarios cuya reputación ya haya sido dañada por su primera publicación. A veces, un rápido vistazo a una información comprometedora es ya suficiente; “el derecho al olvido” podría forzar a que esa información desapareciera de Internet, pero no podría forzarla a desaparecer de la cabeza de los amigos o de los socios de negocios de uno.

He aquí una solución más elegante: necesitamos un programa de seguros obligatorios para desastres online. Pues ¿qué es una accidental revelación de información sino un desastre online, un violento tsunami de información, de origen humano, que puede destruir la reputación de cualquiera del mismo modo que un tsunami real puede destruir su hogar?

De ese modo, si Facebook no consigue borrar una foto que hace años pediste que se borrara, o si Google ha difundido accidentalmente toda tu agenda de direcciones —y, aún más importante, si puedes demostrar que eso te ha causado algún daño verificable (por ejemplo si, como consecuencia, un exnovio enloquecido empezó a someterte a acoso cibernético)— deberías poder recibir una compensación monetaria.

Después sería cosa tuya decidir si tomar el dinero y comenzar una nueva vida o utilizar uno de esos nuevos negocios que pueden mejorar tu reputación online. Y las sumas no tienen por qué ser insignificantes: puesto que tan solo una pequeña proporción de usuarios sufren daños reales por esas revelaciones, con un pequeño pago mensual de cada uno de ellos se recaudarían fondos suficientes para ayudar a quienes tuvieran problemas de verdad.

Este plan tiene varias ventajas. En primer lugar, no se mete con cómo funciona Internet. No hay necesidad de eliminar el anonimato online o de crear una sofisticada infraestructura censora exigida por “el derecho al olvido”. En segundo lugar, a las víctimas de los tsunamis de información al menos les proporciona una apariencia de justa compensación. Nada de vagas promesas del tipo “no volverá a suceder”; las víctimas recibirán dinero contante y sonante. En tercer lugar, nivela el terreno de juego de los servicios de reputación online, promoviendo un ideal de igualdad: ahora ya no serían solamente los ricos los que podrían pagar miles de dólares por tener asegurada su reputación en la Red.

Pero lo más importante es que preserva el espíritu innovador de Internet. Las compañías de Internet no necesitarían actualizar sus modelos de negocio para complacer el exotismo de muchas de las demandas asociadas al “derecho al olvido”. Asimismo, los usuarios habituales que pudieran estar ya un tanto paranoicos acerca de su reputación no necesitarían suprimir todas sus cuentas online o convertirse en eremitas digitales. Incluso si Anonymous llegase a revelar todos sus datos particulares al menos recibirían una compensación monetaria.

Ese seguro de reputación online no es, por supuesto, una panacea; no se supone que vaya a sustituir al imperio de la ley como herramienta primordial para promover el interés público. Las empresas que descuidan los datos del usuario deberán seguir siendo multadas y procesadas; los usuarios deberán percibir que sus datos son tratados con responsabilidad. Pero ese esquema asegurador ofrecería un mínimo de consuelo para aquellos de nosotros atrapados en los rincones más kafkianos de Internet.

¿Por qué hacerlo obligatorio? ¿No debiera verse dispensada la gente que no utiliza Internet? Por desgracia, uno no tiene que utilizar Internet para ser víctima de sus infracciones. Uno puede ser etiquetado en una embarazosa foto de Facebook sin saber nada de Facebook. De un modo similar, cuando Anonymous ataca las bases de datos de las agencias gubernamentales cada ciudadano se convierte en una víctima potencial.

Naturalmente, como sucede con toda propuesta novedosa, hay cientos de detalles que es necesario resolver. Estos, sin embargo, no constituyen desafíos insuperables. De hecho, algunas compañías de seguros, incluso gigantes como AIG, ya ofrecen semejantes “seguros de reputación” a clientes corporativos. Lo que ahora se necesita es hacerlos accesibles y prácticos para los particulares, abordando algunos de sus aspectos más apremiantes.

Por ejemplo, medir o incluso definir el “daño” a la reputación de uno en Internet puede ser peliagudo. No obstante, la cada vez mayor cuantificación de nuestro estatus social en la Red —donde estamos definidos y evaluados en base a nuestros amigos online— pronto podría hacerlo más fácil.

Por otra parte, habría que evitar crear riesgos morales al proporcionar a los usuarios un aliciente a la distribución por internet de sus fotos comprometedoras con la esperanza de que algún día se les pagará por ello. Al propio tiempo, también puede resultar complicado garantizar que los usuarios de alto riesgo —los que tienen una cuenta abierta en cada plataforma de Internet— no son discriminados o se les cobra de más por parte de los aseguradores. Sin embargo, este problema de selección adversa podría superarse si el programa de seguros lo administra el gobierno.

Desde el punto de vista de la innovación podría ser realmente del mayor interés social contar con tantos nuevos adeptos como fuera posible probando otros tantos nuevos servicios de internet. De ese modo, suministrarles un seguro online también lo más completo posible podría incluso ser un valioso objetivo de política pública.

No explorar los beneficiosos esquemas basados en el seguro y adoptar, en vez de ello, vagos aunque populistas eslóganes como “el derecho al olvido” es un camino seguro para una política equivocada en Internet. Por el contrario, una política inteligente en Internet hará bien en preocuparse por maximizar un “bienestar informativo” y en hacer lo posible por crear y defender un “Estado del bienestar informativo”. Una red de seguridad digital podrá ayudar a que Internet se haga más humana sin que eso perjudique a la innovación.

Por Evgeny Morozov, profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation. La edición española de su libro El desengaño de Internet será publicada por Destino. Traducción del inglés de Juan Ramón Azaola.

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