Un selfie en Auschiwitz

Querido J:

Hace cuatro días el Post trajo una de esas noticias características de la era viral. Una niña del Este de Alabama, de visita en Auschwitz el 20 de junio, se hizo un selfie. Inmediatamente la puso en su twitter, junto a uno de esos bichitos semánticos que llaman emoticonos. La periodista del Post lo describió así: «Emoticono sonrojado, como si se diera cuenta de que debería estar avergonzada, pero no lo está.» El escándalo tardó en desencadenarse algunas semanas, pero fue notable. La niña recibió las habituales acusaciones inimaginables. Al principio se defendió de un modo incoherente aludiendo a que durante sus estudios se había interesado mucho por la Segunda Guerra Mundial; también citó que se cumplía un año de la muerte de su padre y no sé qué otras historias absurdas. Sin embargo recobró pronto la cordura y contenta de ser famosa fue diciendo que era perfectamente normal que hiciese estupideces ahora; y que si no las hiciese, de mayor no tendría nada que contar. Frases que, convendrás conmigo, revelan un cierto temperamento filosófico.

El mismo Post informaba que unos días antes el New Yorker ya se había preguntado en otro artículo si Auschwitz era un lugar conveniente para hacerse selfies, a propósito de la creación en Facebook de una página titulada With my besties (Con mis amiguitos) de la que decía ser una muchacha israelí. La revista explicaba que las fotos se habían publicado «salpimentándolas con algunos titulares cáusticos de su propia cosecha: «¡Chicos, os estoy reservando un asiento en el autobús a Treblinka!» o «Aquí salgo guapa de la muerte». La página se hizo viral y obtuvo rápidamente decenas de miles de Me gusta y Comparto. Al cabo de un día empezaron a aparecer artículos en muchos medios importantes, y la indignación se propagó rápidamente». Lo que en realidad había hecho la supuesta muchacha, que no quiso dar su nombre al New Yorker, es buscar a través de las redes sociales selfies realizados por escolares israelíes de visita en los campos. Y su propósito era severamente pedagógico: «Aunque la página comenzó en broma, acabó poniendo de relieve un fenómeno preocupante en Israel. El mensaje es el uso deleznable que se está haciendo del Holocausto» Y prosiguió la muchacha: «En cierto modo, no es culpa de estos niños. Muchos políticos utilizan de forma cínica el Holocausto para promover sus propios intereses». Como ejemplo, citó un reciente discurso del ministro de Economía de Israel, que recuperó la experiencia de los judíos en la Segunda Guerra Mundial para fustigar a los israelíes que deciden abandonar el país». Cuando consideró que su misión estaba cumplida la muchacha cerró la página: «Aquellos que no hayan captado el mensaje muy probablemente ya nunca lo harán» Pedagogías aparte el experimento demostraba que hacerse selfies en sitios serios es una práctica habitual, en especial entre los jóvenes. Tan habitual que incluso hay un blog dedicado a ello: Selfies at serious places.

Un selfie en AuschiwitzEs fácil comprender que la indignación de muchos ciudadanos y del propio Post se articulara en torno a la novedad del selfie, y no propiamente de la foto chocarrera e irrespetuosa, que tiene una larga tradición analógica, y que se concretara en torno de la acusación de narcisismo, tan fatigante no habiendo en el mundo otra cosa que narcisos. Siendo el selfie, dicen, la máxima exhibición moderna de una generación ensimismada se comprenderá la inmoralidad de que el yo usurpe el paisaje cuando el paisaje es Auschwitz y no el Taj Mahal.

Lo cierto es que a mí esas acusaciones contra el selfie me resultan parecidas a las que el benemérito doctor López Ibor profería contra el onanismo en un librito inolvidable de cuando mi niñez. Adelgazarás y te debilitarás y morirás, este era el precio del placer y del yo o incluso el del placer del yo. Sentencia que, por otra parte, y sacada de su sentido recto no iba en absoluto desencaminada, porque estos jodidos reaccionarios sabían lo que decían. Pero descartadas las terribles consecuencias del onanismo lo cierto es que, como tantas otras cosas, el selfie es un producto de la tecnología y no de la psicología, cuya consecuencia más relevante es el final del le-importaría-sacarnos-una-foto, propio de los parajes almendrados. Ya sabemos que con el final de semejante práctica se han perdido innumerables posibilidades de hacer amor y de hacer amigos; pero también en este sentido son perfectamente conocidas las hórridas consecuencias de la era digital respecto del aislamiento y la incomunicación de las personas.

Un selfie en Auschwitz no añade un solo trazo deplorable al yo-estuve-aquí propio de las fotografías animadas de paisaje y de los graffitis en la cima del Everest. Únicamente reabre por enésima vez, con nuevos modales, el problema de la representación de la Shoah. La discusión correcta no es lo que hace con sus móviles la tropilla de adolescentes en viaje de estudios, sino si tiene que existir Auschwitz. Salvo el rostro de dios no hay nada que exista en el mundo que no pueda ser fotografiado.

La jauría desbocada y los periódicos circunspectos se lanzan sobre la tontita con una mezcla de rabia y gimoteo. Pero como bien sabrás, querido amigo, aún es la hora de que clamen contra aquellos anuncios presentes en las oficinas de turismo de Cracovia, que muestran un crepúsculo de sangre iluminando una torre de vigilancia en Auschwitz y la consiguiente invitación al viaje.

Sigue con salud

Arcadi Espada

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