Un Senado imposible

El Senado irlandés ha aprobado una proposición de ley para prohibir la importación de productos elaborados en los territorios ocupados por Israel. La noticia no ha tenido eco en la prensa española, dado el poco peso específico de Irlanda en el escenario internacional y la sombra informativa que le origina el Brexit. Pero merece la pena que en España pensemos un poco sobre la decisión del Seanad al menos por dos motivos: primero porque puede orientarnos ahora que corren aires de reforma constitucional y, segundo, porque la decisión en sí misma merece discutirse en su nivel lógico y operativo, la Unión Europea. Dejemos este segundo motivo para otro momento y centrémonos ahora en el aspecto institucional: históricamente las segundas Cámaras han tenido o bien una función conservadora, la de mantener el poder de los estamentos privilegiados en el procedimiento legislativo (el caso prototípico de la House of Lords) o una función de representación de los Estados miembros de una federación (el Senado americano).

Lógicamente, según la democracia ha ido avanzando, las segundas Cámaras de carácter conservador han ido perdiendo competencias o aboliéndose sin más, como en los países nórdicos. Pero tampoco se puede decir que en los Estados federales los Senados hayan cumplido su teórica función de representación territorial porque el peso de los partidos en su dinámica política —desde Bélgica hasta Australia, desde la India a Canadá— ha primado más que la variable territorial. Ni siquiera en Alemania el Bundesrat ha podido librarse de esa dinámica, como demuestran las dificultades que tuvieron los Gobiernos socialdemócratas de Helmut Schmidt (1974-1982) y Gerhard Schröder (1998-2005) en los periodos con mayoría conservadora en ese Consejo de la Federación, hasta el punto de que en 2006 se reformó la Constitución alemana para reducir sus funciones. No es extraño que, por ello, también en los Estados federales haya propuestas para abolir el Senado, como en Canadá y en Australia se discute recurrentemente.

Esa ola abolicionista de las segundas Cámaras también llegó a Irlanda, donde en 2011 el Gobierno de coalición Fine Gael (conservador)-Laborista propuso su supresión, que apoyó el Sinn Fein pero no el Fianna Fáil, el segundo partido del país. Si tres de los cuatro principales partidos apoyaban la reforma constitucional y daban motivos de tanto peso popular como la reducción del número de políticos y el ahorro para los contribuyentes (unos 150 millones de euros por legislatura), la victoria en un referéndum parecía bastante fácil. Y sin embargo, en octubre de 2013 el 53% de los votantes rechazó la abolición del Seanad. Entre las razones que dan los especialistas de ese resultado hay una particularmente interesante: la idea que tienen los irlandeses de que en su Senado encuentran asientos personalidades independientes que pueden aportar su propio punto de vista a los asuntos de Estado, sin responder a la lógica de los partidos. El Control of Economic Activity (Occupied Territories) Bill 2018 parece una buena prueba de ello: se trata de una iniciativa del prestigioso senador independiente David Norris, que ha conseguido el suficiente apoyo (25 votos contra 20) como para romper la cerrada oposición del Gobierno, que previsiblemente conseguirá bloquearla en la Cámara baja.

Claro que esta existencia de senadores independientes nos lleva inmediatamente al mísero detalle técnico del que hablara Ortega en La rebelión de las masas para el éxito de la democracia: el sistema electoral. En el caso del Senado irlandés, la clave de ese sistema está en la circunscripción electoral: a diferencia de la base territorial de las elecciones al Congreso (Dáil Éireann), y de la inmensa mayoría de las Cámaras democráticas, 49 de los 60 miembros del Seanad se eligen en circunscripciones que, para entendernos, llamaremos profesionales: seis por los graduados universitarios, siete por especialistas en la Administración pública, cinco por especialistas en cultura, once por el mundo del trabajo, etcétera.

Ahora bien, esta composición se remonta a los años veinte, una época histórica en la que las fórmulas corporativas estaban de moda y todavía no se habían desprestigiado por el uso que el fascismo hizo de ellas. De hecho, el anteproyecto de Constitución española de 1931 preveía un Senado parecido. Pero a estas alturas del siglo XXI sería inadmisible buscar una composición así. Por eso, y ante la falta de alternativas en el derecho comparado, lo mejor que podemos hacer con nuestro Senado es abolirlo, evitando los enfrentamientos que vemos en esta legislatura en la que no coinciden las mayorías de las dos Cámaras. El abate Sieyès ya lo dijo en la Revolución francesa y Jiménez de Asúa lo recordó en los debates constituyentes de 1931: “Si las dos Cámaras van unidas y representan la voluntad popular, una sobra; si la otra se opone, entonces no representará la volonté générale, que es lo que debe representar el Poder Legislativo”.

Agustín Ruiz Robledo es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.

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