Un Senado territorial

Es importante que al referirnos a la reforma del Senado pasemos de las musas al teatro; dejemos los lugares comunes y debatamos sobre el concreto modelo de Senado que queremos. En este sentido, resulta interesante la tribuna publicada en este periódico hace unos días con el título Contra un Bundesrat español por Enric Martínez-Herrera y Félix Ovejero. Con el ánimo de intervenir en ese debate quiero sostener en estas líneas la posición contraria: la necesidad de mirar hacia el modelo alemán al abordar la reforma del Senado.

Y es que, tras analizar los problemas de funcionamiento del Estado autonómico y las dificultades de integración de las partes en el todo, considero que un Senado territorial al modo del Bundesrat —la segunda cámara en Alemania— puede coadyuvar a la solución de nuestros problemas territoriales. La Constitución alemana lo define como un instrumento de cooperación de los Länder en la legislación y administración federales, así como en los asuntos de la Unión Europea. En definitiva, una “auténtica cámara de representación territorial”, que permite la participación de los territorios en la gobernanza del Estado.

Un Senado territorialLa primera pregunta, en todo caso, es si queremos contar con un órgano constitucional que represente a los territorios. Si esto es así, debemos mirar a Alemania. Para que un órgano constitucional represente a los territorios debe estar formado por los órganos de dirección política de estos, es decir, por sus Gobiernos. Si sus miembros son elegidos por los Parlamentos regionales, como en Austria y acaso pronto en Italia, o por los ciudadanos, como en Estados Unidos, no representarán institucionalmente al territorio sino a las opciones políticas en las que se integren los elegidos, igual que en la primera cámara. En los Gobiernos regionales también influye, obviamente, la lógica partidista, pero resulta modulada por la territorial. No imagino a nuestros Gobiernos autonómicos rigiéndose exclusivamente por la obediencia partidaria al margen del interés propio de su territorio.

Es evidente que el Senado español no ha sido una cámara territorial sino una cámara de segunda lectura. A mi juicio, una cámara de segunda lectura supone una duplicación superflua de estructuras constitucionales. Y ello por no mencionar las disfunciones advertidas en estos años pues, por ejemplo, el Senado ha servido para introducir enmiendas de tapadillo a las leyes por la mayoría gubernamental, amparándose en la menor atención mediática.

El sentido de una segunda cámara en un Estado descentralizado es la representación de los territorios a través de sus órganos de dirección política, como lugar de encuentro de estos entre sí y con el Estado. En España, hemos carecido hasta aquí de órganos de esas características. Difícilmente se pueden considerar como tales a una Conferencia de Presidentes que se reúne cuando lo decide el presidente —de hecho, hace varios años que no lo hace— o a unas conferencias sectoriales cuyo funcionamiento depende de la voluntad política del ministro correspondiente. Si queremos contar con un órgano de representación territorial, la opción es sustituir el actual Senado-cámara de segunda lectura por un Senado-Consejo territorial, siguiendo el modelo de la segunda cámara alemana.

Ahora bien: si se constituye un Senado territorial es para garantizar la participación de los territorios en las decisiones del Estado que les afectan, esto es, deben atribuírsele funciones que hagan posible su intervención en la gobernanza del Estado. El Bundesrat interviene directamente en la aprobación de algunas leyes federales que afectan a los intereses de los Länder y coordina la participación de estos en los asuntos europeos. Esa sería la segunda cuestión a abordar. Se ha sostenido que no debe producirse esa participación pues supone dar un poder excesivo a los poderes territoriales, a las élites locales. Sin embargo, también en este punto debemos partir de nuestra experiencia.

En España conocemos el otro modelo; el de la no participación. Durante los últimos decenios, el Estado y las Comunidades Autónomas han actuado de espaldas entre sí, intentando expandir cada uno su espacio competencial y sin apenas acuerdos sino continuos conflictos. Así, en el ejercicio de las competencias compartidas, el Estado puede sorprender a las comunidades con modificaciones legislativas que convierten en inconstitucionales las normas dictadas en asistencia social, sanidad y educación; o la designación de los integrantes de órganos constitucionales, la aprobación de la financiación autonómica o la reforma constitucional se pueden producir sin intervención de las comunidades autónomas. Todo ello ha producido un modelo esencialmente conflictivo.

No resulta fácil calibrar hasta qué punto ha influido esto en la actual crisis territorial. Pero, sin duda, no ha ayudado a evitarla. La alternativa es la que ofrece un Senado territorial en el que se pueda producir el diálogo y el debate institucionalizado continuo entre el Estado y los territorios e incluso resulte necesario el acuerdo para adoptar un limitado número de decisiones que inciden directamente en los territorios. Es una forma de actuar que tiene, lógicamente, sus riesgos y contraindicaciones.

Es cierto que la búsqueda de acuerdos no es fácil, especialmente cuando no se obra con lealtad a un proyecto común sino aspirando a la segregación; es verdad que la actuación conjunta puede dificultar la exigencia de responsabilidad o incluso el bloqueo en algunas decisiones. Sin embargo, esa deslealtad es más fácil de expresar en una relación bilateral con el Estado que en un marco multilateral de relación; las reformas constitucionales han servido en Alemania para ajustar los problemas advertidos en el desarrollo del modelo y el hipotético bloqueo de las decisiones por falta de acuerdo tiene mucho de mito si consideramos que de todas las leyes tramitadas en el Bundesrat entre 2009 y 2013, solo en tres casos no se alcanzó el acuerdo.

Por lo tanto, no se trata de defender acríticamente un modelo foráneo sino de adaptar a nuestras necesidades una estructura rodada, que ha demostrado su eficacia precisamente en los aspectos que más han faltado a nuestro Estado autonómico: el diálogo y la voluntad de acuerdo.

José Antonio Montilla es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada. Autor del libro Reforma federal y Estatutos de segunda generación (2015).

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