Un serio aprieto constitucional

Por Juan José Solozabal, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma (ABC, 27/07/05):

No contemplo precisamente con complacencia las dificultades constitucionales del estatuto catalán. Creo que hay sobrados motivos para acometer su reforma, habida cuenta del tiempo transcurrido desde su aprobación y las especiales oportunidades que de cara al refuerzo de su legitimación ofrece, para las nuevas generaciones especialmente, la ratificación del estatuto por el cuerpo electoral. De otro lado, en la regulación estatutaria hay cuestiones que la experiencia ha demostrado pueden ser mejoradas, por ejemplo las que se refieren a la relación entre el Parlamento y el Gobierno, lo que se suele llamar forma de gobierno, o las que tienen que ver con la precisión competencial o la regulación de algunas instituciones, como el sistema electoral.

La cuestión está en llevar a cabo una reforma que sea acorde con la posición que en nuestro sistema corresponde al estatuto de autonomía, de manera que la modificación estatutaria sea utilizada con todas sus posibilidades, pero sin desnaturalizar su carácter ni superar sus obligados límites. Hay una idea capital al respecto, y es la de que el estatuto tiene una condición cuasi constitucional, de ahí su importancia en el ámbito territorial, en el que es «norma institucional básica», y el que pueda determinar las competencias incluso del propio Estado (precisamente por ello su incumplimiento supone una vulneración de la misma Constitución). Pero el estatuto está subordinado a la Norma Fundamental, de modo que no puede ni sustituirla ni rebasarla.

La subordinación a la Constitución no es compatible seguramente con una reforma estatutaria contemplada con una exhaustividad que cuestiona la complementariedad del estatuto y que parece presentarse con un propósito más bien sustitutorio de la Norma Fundamental. Discutible parece ser la tendencia a contemplar las competencias no como poderes a ejercer según técnicas de reparto y colaboración, sino según un modelo de exclusivismo y, como se dice con un vocablo horrible, bloqueo. En este sentido se pretende dejar sin espacio el ejercicio competencial por parte del legislador central de las bases, devolviendo con la asfixia del desarrollo la anterior denuncia justificada del estrangulamiento autonómico llevada a cabo en el establecimiento de la actuación estatal. Tampoco parecen fácilmente asumibles decisiones estatutarias que vienen a imponer la administración única o que suponen injertos confederales, como ocurre con alguna comisión mixta Estado-Generalidad. En el terreno de los principios, se satura el estatuto de definiciones identitarias seguramente no imprescindibles y se incluye una imposición claramente inaceptable acerca de la obligatoriedad de conocer el catalán, puesto que, sea cual sea la efectiva voluntad de los autores de la propuesta, sobre cuya voluntad no abrigo reserva alguna, al fin, se lleva a cabo en un texto jurídico, de modo que dicha obligación no puede constreñirse a un terreno meramente programático o «moral».

La cuestión ¿qué hacer con el texto estatutario? sólo cabe ser respondida si se formula adecuadamente como pregunta previa la de ¿qué se puede hacer? Lo primero es caer en la cuenta de la gravedad de la situación: hay en efecto, aun reconociendo que se ha hecho un meritorio esfuerzo por reducir al menos su número, en el momento actual del proyecto muchos problemas de constitucionalidad que sólo falsamente pueden ser resueltos de modo verbalista afirmando la voluntad de constitucionalidad del intento, por muy flexiblemente que se interprete el marco constitucional. Lisa y llanamente, este proyecto necesita de serias correcciones para observar el dintel constitucional. Lo deseable sería que esas correcciones se hicieran antes de la aprobación del proyecto en el Parlamento catalán. Si ello no ocurriese así, la oportunidad para verificar el ajuste correspondería a las Cortes Generales. No olvidemos que el estatuto de autonomía es una norma también estatal, y que no lo es de cualquier tipo, sino, como hemos dicho antes, de carácter cuasi constitucional; por ello las Cortes no pueden renunciar, pese a quien pese, a ejercer su competencia de revisión parlamentaria de la corrección del estatuto. No se trata de una intervención de las Cortes propiamente política, en el sentido de partidista o ideológica, sino institucional, llevando a cabo el control de constitucionalidad parlamentaria de la iniciativa de reforma estatutaria.

Lo que debería quedar claro es que la adecuación estatutaria a la Constitución (su adecuación a la voluntad política de la comunidad autónoma queda asegurada en virtud de la intervención obligada del cuerpo electoral, que es el que finalmente ratifica o no el proyecto de estatuto) es una exigencia que obliga a los poderes del Estado, incluyendo a las Cortes Generales y, en su caso, en una intervención exclusivamente técnica, al Tribunal Constitucional, ante quien se podría, y debería, impugnar el Estatuto de autonomía, si se entendiese por los órganos legitimados al efecto que se incurría en inconstitucionalidad. Como viene mostrando la experiencia constitucional, y ha quedado corroborado recientemente, lo que es evidente es que en nuestro Estado de Derecho no hay lugar para espacios exentos o supuestos privativos a los que no llegarían ni la fundamentación ni los límites constitucionales.

Así pues, ni el Estado de Derecho conoce lagunas ni la seguridad jurídica excepciones. El respeto al Derecho sólo se puede exigir si se comienza, más en el terreno fundacional, observándolo.