Un sí radical

Por Xavier Rubert de Ventós (LA VANGUARDIA, 22/05/06):

En el fondo -oigo a veces decir- la gente vota sólo por...". Yo creo que la gente vota por distintas razones: por convicción, por tradición, por piedad, a sentimiento. El voto puede ser también corporativo ("¿cómo quedará lo nuestro?"), resentido ("ahora se van a enterar"), piadoso, cándido o somiatruites.

El cesto político está hecho con estos mimbres, básicamente emocionales. Pero cabe también llenarlo con opciones más racionales y solidarias. Llenarlo, que no quiere decir reventarlo. A fin de cuentas, tan bestia resulta plegarse a los deseos más miopes o mezquinos de la gente como no contar con ellos. Quizás Dios pudo haberlo hecho mejor, pero tal como nos dejó, hay que reconocer que somos seres interesantes, ciertamente, pero no menos interesados. Y que cada uno es el mejor juez de sus propios intereses.

Es por eso, pienso, por lo que yo nunca pude llegar a ser comunista. Los comunistas creían saber lo que nos convenía, algo de lo que nosotros, inmaduros aún, no habíamos tomado conciencia. Como muchos padres, como algunos curas, ellos lo hacían todo por nuestro bien, para nuestra salud, por nuestro futuro. Pero si evitamos esta confusión entre lo que la gente quiere y lo que debería querer, entonces todo proyecto político ha de atender al hecho de lo que la gente desea antes que al afán por redimirla. Y el hecho, el hecho tozudo, que hoy nos concierne, es más o menos como sigue:

1. que en España, cualquier proyecto de relación no radial, bilateral o vagamente confederal con Catalunya pone los pelos de punta; y 2. que en la propia Catalunya no es ése (¿aún?) un deseo mayoritario; algo que podrá quizá cambiar, pero con lo que, de momento, hemos de contar.

De ahí que el cordial pero exigente y radical proyecto español de Maragall haya acabado poniendo más nervioso a Madrid que la siempre reticente pero responsable colaboración de Pujol: "El indiscutible líder y a la vez domador de catalanes" (Bru de Sala), "con el que uno sabía al menos a qué atenerse" (ABC, orteguiano al fin). Ahora bien, el hecho de que el desgaste en las encuestas haya aconsejado a Zapatero un rodeo hacia Artur Mas muestra bien a las claras que este sentimiento o percepción está muy arraigado no ya en la mente, sino en el mismísimo hipotálamo de los españoles. Esos españoles para quienes una redención de las provincias liderada por Maragall y desde Catalunya ha de parecerles simplemente una aberración.

Es lógico, pues, que en Catalunya vaya creciendo el número de quienes creen que se necesita, y que cada día se necesitará más, una cosa que se parece muy mucho a la libre interdependencia que poseen aún los estados llamados soberanos. Una libre interdependencia que no es mucho, ciertamente, que sin duda irá siendo menos, pero con la que Catalunya sin duda se contentará. Son ya demasiadas las razones demográficas, económicas, geográficas, etcétera (las he desarrollado en algún libro) que así lo aconsejan.

Pero de momento no estamos aún ahí. La propia opinión pública catalana no está aún ahí. Y sin querer tampoco educarla para su propio bien, no es malo favorecer las condiciones para que esta percepción de las cosas pueda ir generalizándose. Y cuando esta generalidad rebase, digamos, el 53%, ya se podrán poner hojas, como diría Pla.

Pues bien, y a eso iba: nada como el nuevo Estatut para desbrozar este camino; para quitarle el tut al Estatut y dejarlo, si es necesario, en Estat sin ets ni uts.Veamos.

Por un lado, el amejoramiento de la financiación y de las infraestructuras, el aumento de las competencias, etcétera, ha de suponer que los catalanes sientan cada vez más que su Gobierno, el que más les concierne, es el de la Generalitat. De hecho, la gente se siente ligada a aquella autoridad que tiene un poder a la vez coercitivo y protector, que puede alternativamente castigarle por una infracción y protegerle de la violencia urbana o de la intemperie globalizada. Un poder a la vez paternal y maternal, palo y zanahoria, recaudador de impuestos, deshacedor de entuertos y protector de viejos, ancianos y enfermos. Es a partir de ahí como crece entre las clases medias (las clases mediadoras, hoy, en cualquier proceso electoral) un sentimiento de identidad, de pertenencia ya no sólo territorial, lingüística o histórica, sino propiamente política. De ahí que, con el nuevo Estatut, con el creciente papel de la Generalitat en casi todos los ámbitos, no pueda sino incrementarse, y más rápidamente que hasta ahora, el número de ciudadanos que vayan sintiendo Catalunya como su Estado, de hecho si no de derecho.

Por otro lado, no son ya las nuevas competencias sino las propias limitaciones y deficiencias del Estatut las que han de favorecer y reforzar esta tendencia; una tendencia que los jacobinos ven cuesta abajo, como una slippery slope (esa pendiente resbaladiza que va de pedirte la mano a cogerte el brazo), pero que la ley de Maslow describe como las nuevas perspectivas que se abren desde cada nueva colina alcanzada. Quiero decir con ello que la nueva capacidad de gobernarnos abierta por el Estatut hará cada día más evidentes los límites políticos con los que éste se enfrenta tras su saneamiento en las Cortes españolas. El rechazo de unos atisbos de relación bilateral -horizontal- con Madrid; la prohibición de ser circunscripción electoral europea, como ocurre en Alemania, o selección nacional, como en el Reino Unido; los límites a formar los núcleos de agregación que en cada caso nos convengan (por razones de complementariedad, sinergia, economías de escala etcétera), sea con Aragón, con el Rosellón o con ese ente de peligrosos efectos colaterales llamado Països Catalans; el techo a la financiación que supone ese máximo común denominador llamado Lofca; el aterrizaje forzoso del propio aeropuerto fuera del Estatut, etcétera. Todo esto, que cito al azar, ha de ir dejando su poso en la conciencia de nuestros ciudadanos.

Por una u otra de las razones citadas, por su alcance o por sus límites, el nuevo Estatut no puede sino ampliar las bases del catalanismo y acercarnos eventualmente a una democrática independencia. ¿Cómo votar, pues, no al Estatut? ¿Será que algunos votarán en contra porque prefieren seguir quejándose o soñando con una independencia de película en lugar de favorecer una de carne y hueso? Pero no hay que dramatizar tampoco: yo conozco bastantes miembros de ERC que preferirán votar despiertos que soñando o mascullando.

Hay algo, eso sí, que ni despiertos ni soñando podemos negar: con la entrada en la UE de pequeños estados nuevos (de Chipre a Lituania), lo que era nuestra clásica pobreza institucional ha pasado a ser pura y dura miseria política. El desfase comparativo entre nuestra realidad económica, geográfica, demográfica, etcétera, y nuestra entidad política no ha hecho sino agrandarse. Un desfase que las nuevas competencias del Estatut no alcanzarán a cubrir y que han de incrementar el sentimiento del greuge; de un agravio comparativo que sólo se paliaría con una representación propia en el Consejo, en el Tribunal de Luxemburgo y en el Banco Europeo. Justo lo que tiene cualquier Estado europeo recién incorporado. Y hablo de Estado, más que de Nación, porque el término nación me parece demasiado ambiguo y complicado. De hecho, yo no sé si somos una nación, pero sí voy creyendo que necesitamos un Estado.

Tampoco sé si el sentimiento de esta necesidad alcanzará una masa crítica o si podrá ser reabsorbido sin destrozos por España y por Europa. De lo que no tengo la menor duda es de que un sí masivo en el referéndum del 18 de junio nos ayudaría a acelerar el proceso; que sería gasolina para los convencidos, ciertamente, pero también, y sobre todo, gasolina para los aún por convencer.

El mío no será, pues, un sí mansueto y resignado; no será un sí del que hi farem, sino un sí entusiasta, combativo y radical, que espero ver pronto crecer y multiplicarse.