Un siglo de Álvaro Cunqueiro

En este año que andamos se cumple el centenario de Álvaro Cunqueiro, uno de los escasos escritores aportados por Galicia a la literatura universal de todos los tiempos y el primero sin duda entre los del siglo XX. Nos hallamos, pues, ante una ocasión particularmente propicia para el reencuentro con un autor que poseyó como ningún otro aquella legendaria facultad taumatúrgica que los alquimistas medievales buscaron en la piedra filosofal: gozó del don de transmutar en oro todos los géneros literarios, desde la novela a la poesía, desde el teatro al periodismo, desde el artículo periodístico a la glosa coquinaria, desde la efímera hojilla volandera a la copla de ciego y al rondel de aguinaldo. En el conjunto de su obra, todavía necesitada de localización exhaustiva, no hay calderilla sino fulgor diamantino, «moneda de eternidad», por repetir el elogio que Cunqueiro aplicó a los versos de Hölderlin, una de sus constantes devociones, irrevocable desde sus lecturas juveniles.

Álvaro Cunqueiro nació el 22 de diciembre de 1911 en Mondoñedo, capital de una diócesis de la que fue obispo nada menos que fray Antonio de Guevara, el cronista de Carlos V. El Menosprecio de corte y alabanza de aldea que firmó el prelado en 1539 no es otra cosa que la nostalgia otoñal de los días mindonienses, cuando entre epístolas y sinodales se detenía a contemplar la orfebrería del atardecer sobre las hojas del roble y del abedul. La más certera definición de Mondoñedo y su más fiel retrato están en Merlín y familia, el libro en el que se subliman las excelencias de la literatura de Cunqueiro: ciudad «rica en pan, en aguas y en latín». El pan que allí todavía se cuece en hornos de leña; el agua del Valiñadares, que mana por los cuatro caños de la fuente de Os Pelamios; el latín salmodiado por los capitulares catedralicios y los colegiales del Real Seminario de Santa Catalina. Son también esos tres distintivos los que determinan y moldean la obra de Álvaro Cunqueiro. Está en ellos la razón de su perennidad, pues es seguro que quien se entregue a la lección cunqueiriana sentirá una emoción no sólo intelectual y estética, sino sensual y gustosa, como un sorbo de agua fresca, un pedazo de pan recién horneado o la exultante liturgia de los ritos antiguos.

Cuando en España caían de punta los chuzos del realismo social y las editoriales atufaban a aquel «insoportable olor a berza» que elevó a los altares de la crítica a tanto foliculario insignificante y situó en primera línea de escaparate a tanta novela de cemento sin fraguar, Cunqueiro se mantuvo inamovible en sus certidumbres estéticas. Consciente de que en la obra artística lo que no es auténtico es efímero, se convirtió en un resistente inflexible: frente al envite de la coyuntura sociopolítica, la firmeza de sus convicciones de escritor. No debe extrañarnos, pues, que la publicación, en 1955, de Merlín y familia fuese acogida por los acólitos de la progresía literaria con displicencia ramplona cuando no con la deportación al averno, actitud repetida al año siguiente al respecto de As crónicas do Sochantre, la segunda gran novela del autor, merecedora, en su traducción al castellano, del Premio Nacional de la Crítica, para disgusto de los mostrencos incondicionales del realismo pedestre y del naturalismo coprofílico.

Durante años, para los cazadores de heterodoxos y desviados Cunqueiro fue una pieza a cobrar. Su obra, iniciada con los poemas juveniles de Mar ao Norde, resonancia neotrovadorista del exquisito De catro a catro de Manuel Antonio, no era fácilmente abatible, salvo para quienes estuviesen dispuestos a hacer de la creación artística una cuestión de trincheras. Descartada la eficacia de la crítica literaria de combate, las posiciones personales del escritor mindoniense e incluso su propia biografía pasaron a ser argumentos invalidantes. Procedente del galleguismo epigonal de la xeración Nós, su posterior vinculación a Falange, tan fugaz como indolente, lo convirtió en receptor propicio de bofetadas en ambas mejillas. Para los celadores de un lado, Cunqueiro era alguien que nunca había abdicado de su galleguismo bautismal. Para los cancerberos del otro, Cunqueiro era un escapista que no cumplía ninguno de los requisitos imprescindibles para ser acogido en la cofradía. A su pertinaz reivindicación (o tal vez invención) de lo que Darío Villanueva llama certeramente «realismo maravilloso», se unía, además, la incorrección política imputable a una religiosidad proclamada sin complejos y a su actitud en la recurrente controversia sobre el bilingüismo, asuntos ambos que entre nosotros suelen derivar hacia antagonismos cainitas. «Creo en Dios, en la Iglesia, en el culto de los santos, creo en los poderes auxiliadores y creo sobre todo en el enorme poder de la oración», testimoniaba pocos años antes de su muerte en la revista confesional Vida nueva. No quedaba lejos su autodefinición como «escritor bilingüe en estado natural», un reconocimiento congruente con la proclamación de su libertad creativa: «Siempre he escrito lo que me ha gustado y como me ha gustado».

Esa indeclinable heterodoxia de Cunqueiro, unida a su perseverante independencia y a una indomable propensión a nadar contra corriente, le granjeó antipatías y envidias sin cuento. Ni siquiera con su retraimiento en Mondoñedo, una vez malograda la expectativa madrileña de los años 40, pudo esquivar la agresión de la maledicencia, por veces gravemente injuriosa. Como en Valle-Inclán, la farfolla de la anécdota venía como anillo al dedo para descalificar la excelencia de una obra que sobrevolaba a distancia sideral el canon imperante.

En Galicia, el sectarismo anticunqueiriano de ciertos sectores de la intelligentzia petardista duró hasta prácticamente el final de la vida del escritor. En enero de 1980, apenas un año antes de su fallecimiento, algunos sectores estudiantiles trataron de boicotear el acto de su investidura como doctor honoris causa por la Universidad de Compostela. Un alboroto inútil: para entonces ya la gloria de Cunqueiro fulgía por encima de voces y coces.

Hoy, a los cien años de su nacimiento, la obra de Álvaro Cunqueiro reafirma su primacía entre las más excelsas contribuciones de Galicia a las letras universales. El discurso con que en abril de 1963 tomó posesión del sillón académico que había quedado vacante tras la muerte de don Ramón Cabanillas, el último de los grandes poetas gallegos, se titula Tesouros novos e vellos. Quizá no haya rótulo que mejor evalúe la opera omnia del escritor de Mondoñedo. Su escritura es, en efecto, un venero inagotable de tesouros novos e vellos.

Por Juan Soto, periodista y escritor.

3 comentarios



  1. ¡Cunqueiro! Corrige el título, por favor.

    Excelente nota sobre un autor que debería ser de obligada lectura en todo el mundo.

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