Este curso académico que comienza, el 2010-11, parece un curso más, quizá con la novedad de la implantación de algunos nuevos estudios de grado o la consolidación del llamado Plan Bolonia, pero nada extraordinario, aparentemente. Sin embargo lo es. Hace 100 años, el comienzo del curso 1910-11 iniciaba una era en España: la del libre acceso de las mujeres a la Universidad. Se ponía en práctica así lo legislado en una Real Orden de marzo de ese año liberando a las mujeres de la necesidad de contar con los permisos del padre y de la autoridad académica correspondiente para poder cursar estudios secundarios y universitarios.
Desde prácticamente mediados del siglo XIX, algunos sectores de la sociedad habían intentado de forma directa o indirecta que mujeres extraordinarias de su familia pudiesen recibir enseñanzas universitarias. Algunos destacados educadores como Fernando de Castro, rector de la Universidad Central de Madrid y fundador de la Asociación para la Enseñanza de la Mujer y la Escuela de Institutrices, o Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, entre otros, habían apostado abiertamente por la educación de las mujeres como factor de desarrollo de España.
No lo tuvieron fácil. Pero se dio aquí un hecho diferencial respecto a otros países europeos en la lucha por los derechos de las mujeres: junto a señoras de la enorme talla intelectual de Concepción Arenal y Emilia Pardo Bazán, por citar solo dos, estuvieron en primera fila señores comprometidos y valientes que luchaban no solo por la justicia de la idea, sino también por los derechos de sus propias hijas, esposas o hermanas.
Un refuerzo importante en aquel impulso de educar a las mujeres vino de Estados Unidos con Alice Gordon Gulick y su International Institute for Girls in Spain, establecido en Santander y San Sebastián y posteriormente en Madrid. En este centro, profesoras americanas educadas en los colleges femeninos de Massachusetts empezaron a instruir con métodos didácticos americanos a jóvenes españolas que después se examinaban por libre en nuestros institutos y universidades, al tiempo que proporcionaban modelos femeninos inéditos en la sociedad española: mujeres cultas, profesionales, elegantes, inteligentes e independientes.
La colaboración entre el Instituto Internacional y la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas (la JAE), creada en 1907 y dirigida de facto por José Castillejo, daría como resultado la posibilidad de que muchas de las escasas universitarias españolas pudiesen trasladarse como becarias de la JAE a universidades norteamericanas, en programas de intercambio, para ampliar su formación académica, educativa y social, y cristalizaría en 1915 en la Residencia de Señoritas de Madrid, que alojaba estudiantes de toda España, y de su Laboratorio Foster de Química, donde se impartían cursos prácticos reconocidos por las Facultades de Ciencias y Farmacia.
Castillejo tuvo mucho que ver en aquella Real Orden de 1910. También Julio Burell, ministro de Instrucción Pública unos meses después, que en septiembre de ese año promulgó otra Real Orden que disponía que "la posesión de los diversos títulos académicos habilitará a la mujer para el ejercicio de cuantas profesiones tengan relación con el Ministerio de Instrucción Pública", incluyendo explícitamente la posibilidad de opositar a cátedras. Él también estaba comprometido con la educación de las mujeres. Su hija Consuelo estudiaba en el Instituto-Escuela de la Institución Libre de Enseñanza y pudo cursar una licenciatura. Años después llegaría, como catedrática de Lengua y Literatura, al Instituto de Las Palmas y tendría como alumna a una chica deportista y rebelde, Carmen Laforet, a quien las enseñanzas de Consuelo y su forma de estar en el mundo la hicieron sentir por ella una viva amistad que se mantuvo casi hasta la muerte de Consuelo. Al terminar la guerra, una jovencísima Laforet se trasladó a Barcelona donde escribiría su extraordinaria primera novela Nada. Las semillas germinaron y fructificaron, en este y otros muchos campos, aun después de haber arrasado con todo aquello la Guerra Civil.
Al comenzar este curso no podemos por menos que mirar atrás y ver el largo camino recorrido en la integración de las mujeres como ciudadanas de pleno derecho en nuestra sociedad. Primero fue el derecho a una educación equivalente a la de los varones y el de ser nosotras mismas educadoras. Luego, en 1931, el derecho al voto, que se perdería para toda la ciudadanía durante 41 años, desde 1936 a 1977. También pudo parecer en los años de posguerra que las mujeres se retiraban de las universidades, pero, tras un paréntesis, las jóvenes españolas irrumpieron en las aulas universitarias durante la década de los cincuenta para quedarse, y actualmente son mayoría entre el alumnado universitario español.
Hoy aún tenemos pendiente la plena integración social de las mujeres, sin costumbres que nos marginen, sin prejuicios que nos minusvaloren. Hombres y mujeres somos diferentes, afortunadamente, pero no desiguales. Y la bendita educación es, no solo como pensaban Arenal, Giner, o Castillejo, un motor de desarrollo de la sociedad, sino también uno de los factores que impulsan día a día una sociedad más justa y equitativa. Tenemos motivos para celebrar este centenario.
Catalina Lara es catedrática de Bioquímica y Biología Molecular de la Universidad de Sevilla.