Tal día como hoy de hace cien años, fallecía en su domicilio madrileño de la calle Princesa doña Emilia Pardo Bazán. El mismo día en que se encontró indispuesta por un resfriado, el domingo 9 de mayo, Eugenio Díaz, su mayordomo, había llevado a la Redacción de ABC el último artículo escrito por la ilustre novelista. El martes se agravó su afección gripal, haciéndose irreversible un desenlace fatal que se produjo al mediodía del miércoles, 12 de mayo.
Al día siguiente, esta misma página, la Tercera de ABC, reproducía aquel artículo póstumo, El aprendiz de helenista, precedido de una entradilla en la que se podía leer: «Nos honramos publicando el último artículo escrito por nuestra insigne colaboradora, quien al escribirlo hace muy pocos días, no pudo imaginar que sería su obra póstuma». Tras una sentida necrológica de Ortega Munilla, la amplia crónica del diario resaltaba lo brusco e inesperado del fallecimiento de Pardo Bazán, que sorprendió a toda España.
Casi setenta años antes había nacido Emilia en el corazón de la Marina coruñesa, la luminosa estampa portuaria que da origen al topónimo ficticio Marineda, la ciudad de fantasía en la que ambientó seis de sus novelas y numerosos cuentos. Todavía adolescente, llega a Madrid siguiendo a su querido padre, José Pardo Bazán, elegido diputado a Cortes sin adscripción partidista. Tras separarse de su marido y dejar a sus hijos al cuidado de su madre en Marineda, en 1887 se instala en la madrileña calle de San Bernardo para comenzar su fulgurante carrera intelectual y literaria, a la que se dedicará en cuerpo y alma, con libertad y con todas sus fuerzas.
Será precisamente en ese año cuando obtenga el primero de sus grandes triunfos: el ciclo de conferencias impartidas en el Ateneo, ‘La revolución y la novela en Rusia’, que la convertirán en una celebridad. Desde ese momento, su lugar en el mundo intelectual será el Ateneo, la única de las instituciones científicas o académicas del Madrid de entonces que le hará justicia. Diez años más tarde es nombrada catedrática de Literatura Contemporánea en la prestigiosa Escuela de Estudios Superiores de la Docta Casa, la gran tribuna para una conferenciante de extraordinaria brillantez como ella. En 1905 será admitida como la primera mujer socia del Ateneo, hecho que la llenó de gozo: «Una de las mayores satisfacciones que he recibido», escribió. Elegida presidenta de la Sección de Literatura al año siguiente, desplegará una actividad literaria incesante, propiciando la promoción de los jóvenes escritores del momento.
Doña Emilia Pardo Bazán, mujer independiente y sin complejos, ajena a las críticas y a las convenciones sociales, se puso el mundo por montera. Supo disfrutar de la vida y gozar de sus pasiones, al menos de las confesables: la horchata, siempre que fuese elaborada con agua de Madrid, entre las refrescantes, y el chocolate, que prefiere al té o al café, entre las bebidas calientes; los buenos vinos y, muy especialmente, el ‘meloso tostado’, vino dulce de la comarca del Ribeiro elaborado en el pazo familiar de Cabanelas, al que gustaba acudir en el alegre tiempo de la vendimia; cuando todavía no se apreciaban, le apasionaban los mariscos de su tierra; los viajes y excursiones, preferiblemente en automóviles veloces y elegantes; los balnearios cosmopolitas como Vichy o Carlsbad, aunque también frecuentará con placer los balnearios gallegos de Mondariz -«donde todo es lujo y poesía», exclama- o La Toja. Cultivó la pasión y la sensualidad en todas sus formas, como muestran muchos de los personajes, masculinos y femeninos, de sus novelas.
Si esos fueron sus gozos, más intelectuales unos y más materiales otros, también hubo en su vida sombras. Incontables dificultades y menosprecio por el mero hecho de ser mujer en un mundo literario dominado por hombres, entre el machismo de la época y la abierta misoginia. La crítica la consideró, a la luz de sus primeras novelas, un milagro de la naturaleza: un cerebro de hombre encerrado en un cuerpo de mujer, opinión expresada por el muy progresista Clarín. Lo que mas le dolió fue el reiterado rechazo a ocupar un sillón en la Real Academia Española. Aunque se adujeron razones legales para la admisión de mujeres, tales impedimentos nunca existieron.
Para tratar de paliar aquel atropello, el conde de Romanones y su ministro de Instrucción Pública, Julio Burell, crearon una cátedra extraordinaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central para la escritora. Pero se encontraron de nuevo con la oposición tanto de la Academia como del propio claustro de la Facultad, que se negaron a proponer un candidato a aquella cátedra de Literatura Contemporánea de las Lenguas Neolatinas. Con el apoyo de la opinión pública, el ministro logró que doña Emilia fuese nombrada catedrática el 12 de mayo de 1916, exactamente cinco años antes de su muerte. Bien por el boicot de sus compañeros o bien por la escasez de alumnos de doctorado, solo tuvo un alumno matriculado, Pedro Sáinz Rodríguez. «Nada material consigo con la cátedra. Es una aspiración puramente ideal», confía a Unamuno. Aquella ilusión anhelada acabará en experiencia frustrante.
El mayor temor que tuvo en su vida doña Emilia fueron precisamente las pandemias. «Lo único que tiene un matiz siniestro… Esto es lo peor, lo más alarmante», escribía en ‘La Ilustración Artística’ en 1915. Peste, influenza, fiebre amarilla o cólera le aterrorizaban, aunque ella confiaba hasta tal punto en los progresos de la higiene y la medicina que llega a predecir el final definitivo «del misterioso terror del contagio». Lejos estaba de imaginar, con tal optimismo, que ella misma sería víctima de un virus de influenza muy agresivo, probablemente derivación pospandémica de la gripe de 1918. Aquella gravísima afección gripal le afectó al cerebro precipitando su muerte, el 12 de mayo de 1921. Desaparecía bruscamente una figura estelar de la España de la Restauración y una de las escritoras más prolíficas y brillantes de la literatura europea contemporánea.
José María Paz Gago es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de La Coruña.