Un silencio deshonesto ante la corrupción

Con tanta podredumbre sobre ética pública, cuando parecía imposible superar el hedor surgen más y más casos no solo del pasado sino de épocas muy recientes y actuales. Ciertamente, la corrupción ha asolado España, y eso hace ya largo tiempo lo venían expresando diversos síntomas y datos.

Sabemos que en países latinos la permisividad sobre la corrupción es bastante amplia, a diferencia de los países del centro y el norte de Europa. Incluso se ha llegado, buscando explicaciones sociológicas, a hablar de elementos de raíz religiosa y a diferenciar entre la ética del protestantismo y la del catolicismo. Estudios como los de Max Weber analizan particularmente la primera.

En cualquier caso, son diversos factores los que llevan a preguntarnos por qué muchos votantes siguen optando por su partido aunque tenga bastante corrupción, priorizando así otros factores a la hora de la elección. Esto ha sido devastador. Ha permitido a las superestructuras hacer la lectura de que, al no tener apenas castigo, podían seguir, con más cuidado, con esas prácticas.

Yo no distingo entre el supuesto de corrupción en favor de la organización -en cuyos manejos miles de euros se quedan y se reparten en sobres para dirigentes- y aquellos casos en que es directamente el político quien se lleva el dinero. En todo caso, en España lo acontecido no es una actuación ocasional sino que se han generado auténticas tramas perfectamente organizadas.

En esta progresiva extensión de lava se han desperdiciado los escasos momentos en los que dirigentes relevantes lanzaron mensajes contundentes. El primero es el caso de Josep Borrell, quien siendo ministro de Obras Públicas advirtió a las empresas de construcción de que no pagasen comisiones a los partidos. Avisaba a los corruptores pero no a los corruptos perceptores. Era 1991. Por ello, cuando ganó las primarias del PSOE para elegir candidato a la Moncloa, los de dentro (los actuales son de la misma escuela, aviso) se lo cargaron antes de haber promovido un congreso federal para asumir la dirección del partido. Fue un error de uno de los políticos más lúcidos que conozco.

El segundo caso fue la denuncia de Pasqual Maragall en el Parlament. En su investidura, refiriéndose a quienes habían ocupado siempre el poder como si fuese su masía, les lanzó aquello de que «su problema se llama 3%». Era el 2005. La rabieta falsa apelando a la dignidad, y el hecho de que el entramado de poder de la sociedad burguesa catalana estuviera muy implicado, hicieron que aquello se acallase y que no se pusiese fin a algo que en este país mediterráneo siguió sucediendo.

En la corrupción hay muchos elementos, desde el papel de los jueces (es perceptible cómo están cambiando ante un partido estatal cuyo fango le supera) a los medios de comunicación. Pero yo quiero referirme a los políticos honestos que callan. Todos conocemos a muchos que, siendo honrados, ejercen esa actividad. Pero ¿por qué callan tanto? ¿Por qué aplauden al líder que saben corrupto o al protector de corruptos? Una vez, un amigo dedicado a esas labores me contó apesadumbrado que un par de veces le habían insultado en el barrio. Quise transmitirle afecto, pues se sentía dolido, pero también le hice la reflexión de por qué, sabiendo cosas inaceptables de su partido, callaba y aplaudía a sus dirigentes de Madrid. Él sabía cosas, pero…

No se trata de pedir heroicidades e ir al juzgado (quien tenga pruebas firmes) a denunciar a los tuyos. Acaso tampoco de dimitir e irte. Tal vez ni de escribir en la prensa sobre eso y exigir de verdad, no de boquilla, responsabilidades. Pero a lo mejor sí de decir en los órganos internos que hay que lanzar un mensaje rotundo y veraz de que el que la hace la paga. Esto han empezado a decirlo algunos dirigentes, pero suena a broma al carecer de credibilidad. Pero yo no pienso en los importantes sino en los cientos y miles que hay en puestos municipales, autonómicos y estatales que ejercen noblemente su compromiso.

Ese atronador silencio se ha convertido en una gran losa que ha dañado gravemente la democracia. Por eso quienes creemos firmemente en ella y en la ética expresamos, cuando nos llaman radicales y otras cosas, que los antisistema son ellos: quienes pervirtieron la democracia y utilizaron las instituciones en su beneficio, quienes robaron y quienes enmudecieron ante esto.

Para recuperar la dignidad de esta tarea hay que exigir a los que ejercen actividades políticas que no se callen. Que no se dejen enfangar en su silencio. Que no sean encubridores. Que asuman una mínima coherencia y solo un poco de valentía. Que expresen no estar cómodos con ese funcionamiento deshonesto. Que pidan a sus jefes que sean exigentes. Si no, como le decía a mi amigo político, tendrán algo de razón si vuelven a insultarle o a mirarle mal por la calle.

Jesús López-Medel, abogado del Estado.

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