Un símbolo en llamas

El pasado lunes santo ardió una de las catedrales góticas más antiguas y emblemáticas de Europa. Incluso después de que se hubiera controlado el incendio, este aún se extendía por las redes en reacciones histéricas de todo signo, desde selfis vacacionales para mostrar que se estuvo allí como si la foto se revalorizara ante el peligro de derrumbe, hasta delirantes teorías conspiranoicas, toscas soflamas anticlericales y sobreactuadas donaciones multimillonarias que apenas lograban transmitir una imagen de solidaridad digna de tal nombre. En pocas horas se pasaba de la piedra al bit, de la catedral física devorada por el fuego al icono frente al que hay que tomar posición, de la perplejidad y tristeza muda a la guerra simbólica de las palabras.

Nada de ello tocaba ni la piedra ni su sentido: algunos lugares no son reductibles a etiquetas, son un estado mental que experimentan muchísimos tipos de personas, común y diverso, histórico y radicalmente íntimo. Ese es su significado. Es cultura, material e inmaterial, y es común. Esto es sobre lo que deberíamos reflexionar: su carácter de símbolo. La palabra “símbolo” se vincula con una antigua costumbre griega de partir en dos un objeto, una moneda, un trozo de barro... que representaba una relación entre dos partes, que cada una activaría cuando fuera necesario, en una situación de necesidad de hospitalidad, por ejemplo. Lo que caracteriza al símbolo como mediador relacional, como pacto de reconocimiento mutuo, expresión de derechos y deberes, es que no pertenece a ninguna de las partes por separado. En síntesis: dividiéndose, une, al expresar la voluntad de reunir.

En estos días todo huele a humo, a techos calcinados, a cimientos históricos que apenas resisten y a rescoldos peligrosos, a azufre de demonios antiguos y azogue de espejos deformantes. Nos asfixiamos en particularismos y nos comportamos como si no tuviéramos nada en común, cuando lo que tenemos en común es esa nada, esos símbolos sin contenido sustancial que son capaces de representarnos, porque no nos encarnan como algo concreto, sino que nos expresan ante todo como relación. Los símbolos no nos pertenecen, nosotros pertenecemos a la relación que manifiestan.

Resulta indignante, por ello, escuchar en estos días apelaciones al “sentido común” o inquisitoriales condenas al “marxismo cultural” (léase, gais, feministas, etcétera) por partidos reaccionarios y pirómanos que parecen no haber leído una sola línea de aquello de lo que dicen hablar. Tenía razón Umberto Eco al referirse a la Liga Norte como un partido que no lee. O, en el mejor de los casos, que no lee más allá de sus preferencias, característica que paradójicamente comparte en estos sectarios días con muchos otros. Ahora que se ha reeditado un clásico del marxismo cultural, Costumbres en común, de E. P. Thompson, es momento para reflexionar con Raymond Williams, uno de los pensadores marxistas culturales con mayor intensidad ética, sobre lo que significa en realidad “cultura común”, en estos tiempos en los que disfrazarse ridículamente con un casco anacrónico o cualquier otra estupidez se considera comunicación política. Estas son sus palabras: “Cultura común es un conjunto de significados comunes, obra de todo un colectivo, a la que se le brindan significados individuales, fruto de la experiencia personal y social comprometida de un ser humano.

Es absurdo y arrogante suponer que se puede prescribir de algún modo cualquiera de esos significados: se construyen viviendo, se hacen y rehacen de formas que no podemos determinar de antemano”. Lo que Williams nos dice es que allá donde algunos de estos significados y valores son suprimidos o bien se le niega a algún grupo la posibilidad de articular y comunicarlos para ofrecerlos al acervo común, la experiencia de la cultura se convierte en una experiencia de desigualdad. El marxismo cultural que tanto aborrecen estos partidos no es una dictadura progre sino la denuncia misma de la dictadura. Si en una cultura caben todos, es una cultura común. Si no, es simple dominación.

Se construye viviendo, concretamente conviviendo: crear cultura es crear vínculos sociales en vez de vallas, es compartir espacios comunes en vez de expulsar de las ciudades o privatizar el espacio, no es gritar que se tiene “sentido común” sino tener, de verdad, un sentido de lo común. Las prácticas trabajadoras de base, la cultura trabajadora en la que se inspiraba Williams, fueron y son escuelas de solidaridad y resistencia: “Un grupo de personas muy oprimidas que se habían organizado para sobrevivir, mejorar sus condiciones de vida y, finalmente, cuando pudieran levantar cabeza, transformar su sociedad”. Levantar una catedral no es más y es nada menos que construir piedra a piedra, como muestra cada marca de cantero, algo destinado a permanecer en su conjunto como una obra colectiva y anónima, que puede arder en dos horas pero también perdurar siglos. Es un símbolo de algo. De todos. De nadie. No lo olvidemos.

Alicia García Ruiz es profesora de Filosofía en la Universidad Carlos III.

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